Agustín García Calvo -cuenta una historia seguramente apócrifa-, a la hora de evaluar a sus estudiantes, les preguntaba, uno por uno, sobre qué les había parecido el curso, y, de acuerdo con la respuesta, los iba calificando.
En la profesión he visto de todo: desde al que va repartiendo notas como el que tira los confites del bautizo, o ese otro que, armado con regla de cálculo, sextante y goniómetro, mide, pesa, compara y, finalmente, califica. De mí diré sencillamente que como única norma tengo el aplicar la sabia frase latina de "in dubio, pro reo". Hago esto porque, siendo el español una asignatura optativa, me parece que lo principal para mis estudiantes no es tanto el saber mucho del idioma, sino el haber tenido contacto durante unas horas de su juventud con un fulano extranjero de una generación diferente a la suya, y ya está.
Por supuesto, humanus sum: ayer una chiquita monísima me preguntó: "¿Profesor, usted tiene treinta y uno o treinta y dos años?" No hará falta que lo diga: la matrícula ya va a ser difícil que nadie se la quite.
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