viernes, 16 de noviembre de 2007

Vicio puro

Hoy es viernes. Decir viernes con dieciocho años, recién ingresado en la universidad, era mentar la locura. Algunos de mis compañeros no cogieron el tranquillo a la vida nocturna hasta algunos cursos después: y es que mi departamento de Clásicas era un sumidero de muchachos estudiosos, ponderados, de esos que se piensan veinte veces las cosas antes de hacerlas y a los que en muchos casos, de tanto darle al coco, acaba pillándoles el toro (o no pillándolos, lo que a veces es peor). Bueno, pues yo, en aquel tiempo tuve la suerte de juntarme con una pandilla de inadaptados a este mundo -en nuestra mayor parte seguimos siéndolo- y junto a ellos me lancé como loco a disfrutar la noche. La fiesta terminaba de madrugada cuando ya hasta a los camareros del último garito golfo les iba ganando el sueño.

El que, sin conocerme, haya leído lo anterior pensará que soy un amante de la juerga, del descontrole y de la vida nocturna. Nada más lejos de la realidad: todo el mundo se ríe de mi costumbre de acostarme con las gallinas la noche del treinta y uno de diciembre para amanecer fresco la primera mañana del año y así poder pasear las calles vacías sintiendo que la ciudad por unas horas me pertenece. Odio las aglomeraciones, los ruidos, el barullo; pero sobre todo lo que me desquicia los nervios es el tener que apuntarme a una fiesta programada, a ese momento en que, caiga quien caiga y sientas lo que sientas, tienes que divertirte a toque de clarín y seguir la marcha del golpe de tambor del galeote. Una fiesta tal, a hora fija, a mi anarcotizante corazón se le hace como falta de la salsita fundamental, de lo verdaderamente divertido: el capricho, el azar, el aquí te pillo aquí te mato, y leña al mono. Entiendo que se programe el trabajo: para hacer lo mismo con el vicio, por favor, que no cuenten conmigo.

A los veinte años, más o menos, después de uno y pico de desmadre, decidí jubilarme de cachondeo e hincar los codos. Cuando mis colegas salían los fines de semana a los garitos y acababan en la cama con moza obsequiosa y diferente una noche de cada dos; mientras ellos experimentaban con variedad de substancias euforizantes, yo me recogía a hora moderada, me levantaba casi con la del alba y me marchaba a la biblioteca cuando de temprano que era no habían puesto casi ni las calles. Le he oído muchas veces a mi amigo Paco decir que de lo único de lo que se arrepiente es de no haber desbarrado más (él emplea un verbo mucho más rotundo y sonoro, pero creo que me entendéis). A mí me sucede tres cuartos de lo mismo: si pudiera volver atrás veinticinco años sin ninguna duda me juntaría con mis amigos en aquellas correrías nocturnas iniciáticas, protagonizaría infinitamente más calaveradas y así estaría mejor entrenado de lo que estoy en lo que verdaderamente forma a una persona: las lides del trato humano, esas lides en las que comprendemos que uno no debe de buscar a toda costa una seguridad inexistente, sino que tiene que vivir con el riesgo, aprendiendo a dominarlo, a seducirlo y, si es posible, a vencerlo, pero nunca a ignorarlo. Hay otra razón fundamental por la que haría muchas más locuras: las pocas que cometí en aquellos años me sirvieron como experiencia para evitar enormes estupideces en las que no caí en mi edad adulta, y viceversa: las larguísimas horas en las que calenté con mis postreras partes los asientos de aulas y bibliotecas no me sirvieron en absoluto en el momento de intentar no caer eb aquellas de las que acabé siendo responsable.

Cuando hay uno que -especialmente un político- de joven no obra locuras, malo: de mayor será el necio más grande que encontrarse pueda. Entendámonos: no hablo de locuras idiotas como ponerse sin ningún sentido ciego a cocaína todos los días de tu vida, de beneficiarte sin ir provisto de la protección adecuada a todo bicho erotizante que se ponga a tiro, o conducir autos a gran velocidad en sentido contrario por las autopistas, como se dice que hacen por ahí apostando fortunas. Todas estas cosas no son locuras: son puras y simples gilipolleces que no sirven para nada en el proceso de entender qué es de verdad el mundo. Lo que yo aquí llamo “locura” es a esa búsqueda de lo insólito, lo no trillado, de experiencias con los ojos bien abiertos, a la conciencia de rastrear formas desconocidas, nuevos esquemas y sensaciones.

Eso que denominamos sociedad, todas las fuerzas que la contituyen (familia, empresa, gobiernos, escuela) tienen entre otras funciones una muy santa: hacerte vivir una vida que no es la tuya, sino más bien la que ellas desean que tú vivas. Para mí tal verdad es algo que está en la naturaleza de las cosas, nada por lo que debamos tirarnos de los pelos o rasgarnos las vestiduras: si fuera de otra manera, si no existiera ese refreno social, si cada uno viviera segun sus propios patrones de conducta dejándose llevar sólo por sus impulsos primitivos (y seguramente sanos), quién iba a soportar las imposiciones del estado, quién iba a pagar impuestos, quién iba a ser el tonto que marchara el lunes al trabajo con una resaca insoportable. Para conseguir los enormes beneficios que la sociedad moderna nos produce (un buen ejemplo: el que la mortalidad infantil sea del dos por mil y no del muchísimos por ciento como sucedía hace cuatro generaciones), para poder contar con hospitales y escuelas que de verdad funcionen hemos de rendir una parte de nuestra libertad: no nos queda más remedio. Para que ese trato sea equilibrado y no perdamos demasiado en ello debemos de conocernos a nosotros y a los demas. Ese conocimiento no se recibe en lo que se llama con gran certeza "enseñanza reglada": más bien al contrario. La función de ésta es instruir no en lo que nos hace individuos, sino lo que nos convierte en masa, aquello que interesa para que entremos bien en el engranaje. Ahí esta el motivo por el que la historia del país sea una asignatura indispensable, o las matemáticas, o la lengua nacional, estas dos siempre entendidas como elementos funcionales, algo de lo que sacar un provecho más o menos inmediato. Las disciplinas que realmente forman la sensibilidad del ser, la música, el dibujo, la escritura, hasta la filosofia (en el sentido más general), aparecen relegadas, y cuando se imparten se hace de tal manera que se convierten en meras disciplinas pasivas, en las que se aprende a venerar las geniales obras del pasado, a adorar los sonetos de Quevedo y rara vez a experimentar la escritura de uno.

Para equilibrar esa presión natural del “sistema” y construirnos como individuos, necesitamos aprender a torearlo, y mucho; y lo deberíamos hacer cuando mejor podemos: cuando aún estamos tiernos de huesos y flexibles de corazón. Tenemos necesidad en nuestra juventud de salirnos de los caminos trillados, de los de la cordura que no conducen sino a la nada más boba. Los del desmadre, el cachondeo, la experimentación al límite, de lo inusual te pueden llevar a que te des de cabeza contra el granito, a caerte de morros y partírtelos: pero cuando te levantes habrás aprendido no poco. El abrirte muchas veces la cabeza de joven no es gran cosa: a esa edad todo cura rápidamente. Esta experiencia te evitará el que te suceda lo mismo de viejo, y mejor que sea así, porque, entonces, si te pasa una vez, vas listo: de ahí, a la eternidad.

Hay pocas “sabidurías” que merezcan el honor de la piedra negra de los antiguos; pero creo que ésta es una de ellas: “La derrota es maestra de mil victorias; la victoria misma es perfectamente estéril.”





1 comentario:

  1. "Estaríamos perdidos, hijos míos, si no hubiésemos estado perdidos", dijo Temistocles a los atenienses.

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