Al final sí que vino el de la cooperativa y pude tumbarme a la romana en el dormitorio. Había alquilado un vídeo de la serie de Hercule Poirot. Me encantan. Qué habilidad la del equipo que los cuece para prepararnos ese guisado portentoso, exhumando del desván tanto trasto apolillado, carcomido, y, cual gitano iluminado con burro matadúrico, vendernos lo mejor de aquella época, ocultando con tal maña la canguinga que de seguro rezumaban. Bueno, no pintaría así la cosa para todos: solo lo vería de esa manera el noventa y mucho por ciento de la población que andaba arrastrándose por cosa de la crisis y ni en sueños les llegarían los subsidios del paro (que no había) para contratar al genial belga. Pero, oye, pelillos a la mar.
La primera vez que debí de oí hablar de Agatha Christie con algún fundamento -andaría yo por los quince- fue en una clase de literatura de cierto profesor extraordinario llamado Antonio Aranda. En la lección dedicada al género detectivesco un muchacho le pregunto por ella. Aranda levantó la ceja, miró por encima de las gafas y soltó un lacónico: "Oye, mira, yo, en esta clase, sólo vengo a hablar de lo que es literatura".
Dejando al margen encuentros académicos, a doña Agatha la conocí en mi adolescencia gracias la desaforada afición que sentían por ella mis amigos del barrio, en particular uno. Este colega apilaba en su casa (entre otro material gráfico más espiritoso) rimeros de novelitas de esta autora que se hubiera ido mangando, poco a poco, de las colecciones de su hermano y de su cuñado, incondicionales de la abuelita inglesa. Por aquellos años se había publicado "Telón", y él, dando una matraca impresionante, estaba empeñado en que yo lo leyera. Al final, en una temporada que estuve con gripe y la guardia baja, acabé por aceptar y me zampé, con gesto algo desabrido (ya era yo alevín progretante) "Los trabajos de Hércules", una serie de historias cortas que ella publicó al final de su carrera. Obviamente se trataba de una mala elección: la obra de Christie hay que comenzarla, digo yo, en orden cronológico, o, para ser más claros, por la docena de relatos que publicó en prensa al principio de su producción a la misma velocidad viciosa que toman a veces algunos anfetamínicos naturales de la literatura. Leer esas piezas cortas, puras perlas de la ficción detectivesca, es delicia que hay que experimentar por lo menos una vez en la vida.
Recuerdo que en televisión, hace unos años, hubo un debate muy acalorado en el que participaban novelistas españoles "puros" y editores. Los malos eran, obviamente, los últimos. En ese programa aprendí mucho, sobre todo, del por qué no había oído hablar nunca media sílaba de ninguno de esos novelistas que se tenían a sí mismos como el colmo insobornable de la letra de molde. Uno de muy mala leche, se quejó a lo largo del programa con perseverancia de plañidera antigua. Fustigaba una y otra vez con zurriago machacón: "A los jóvenes ya no les va el describir, aceptan sólo la sucia peripecia". En un momento del encuentro, mientras le salía fuego purificador y vengativo de los ojos, atizó: "Hace poco uno de estos niñatos me preguntaba ¿por qué usas una página para la descripción de no sé qué? -dio un manotazo en la mesa atestada de vasos y botellas y produjo una generosa aspersión de privita variada que salpicó al resto de la caterva acompañante- Y yo le respondí: 'Pues debería usar sesenta, setenta, qué digo, ochenta'. Es que no saben describir -con desesperación movía a derecha e izquierda la cabeza como el miura recién deschiquerado-, no saben describir...". Una señora editora, temerosa ante esa jauría de zelotas, con los pies de plomo -de otro modo seguro que se la habrían zampado en el combibio que me imagino que seguiría a la discusión- se atrevió a terciar, pero muy tímidamente: "No olvidemos que la literatura es, sobre todo, diversión..." Y ya la cosa pues fue Troya.
Ahí está el asunto: si Homero, el Cid, Virgilio, hasta San Agustín, no les hubieran resultado divertidos a sus contemporáneos nos habríamos olvidado de ellos en dos días. Recordaré las lágrimas de los presentes cuando la primera lectura pública de fragmentos de "La Eneida", las polémicas que produjo el sabio de Hipona, cómo se discutía ésta u otra línea de la Ilíada en la Atenas de entonces. Los siento mucho y que me lleven a la hoguera (por lo que sigue y por sacar a relucir mi barniz cultureta, como en las dos líneas precedentes): para mí, las novelas populares de nuestros días, los Kens Follets, las F. K. Rollings, Fredericks Fortsytes, Stevens Kings o, por supuesto, Agathas Christies, llevan encima su puntito de genialidad, y ninguno se lo podemos negar sin pecar de beatería. Si ya lo decían las abuelas, "Algo tendrá el agua cuando la bendicen". A los intelectuales nos fastidia mucho que los tostones que a veces queremos hacer pasar por sabiduría no los lea nadie, y, así, nos vengamos cuando esta gente consigue, no sólo llevar un buen pasar más que holgadito, sino hasta comprarse castillos escoceses con las historias que les salen de las entretelas del coco. Bueno, pues si somos tan listos ¿por qué no lo hacemos nosotros también? Pues porque la masa, la gentucilla que siempre será sal de la tierra, andará descalza y escandalosamente no podrá ni precisarte la fecha exacta del acta de defunción de algún genio del flamenco como Prisco de Panión de Tracia, para no ir muy lejos; pero de tonta no tiene un pelo. Y ya no lo tenía en la época del poeta aquel con el que flipaban los de Atenas, de don Publio o del Manco universal, quienes, por cierto, fueron los figuras del superventas en su tiempo.
Lo siento otra vez en el alma; pero hay que tener mucha sabiduría (o gramática parda, o llámesele como se quiera) para entretener a tantos millones de personas como hizo Agatha Christie, y todo ello a pesar (o tal vez precisamente por) sus tramas esquemáticas; sus personajes estereotipados, descritos en dos líneas cartonpiédricas; las descripciones mínimas que hubieran sublevado al contertulio de arriba. Porque, sobre todo cuando la prosa de uno va algo limitada (ella lo sabía muy bien) es más efectivo marcar un paisaje, un carácter, con sólo media frase y dejar que el lector rellene el blanco. Pura y simplemente hemos dado con uno de los secretos de la verdadera obra literaria: el dejar cancha a nuestro público para que recree y no dárselo todo mascadito.
Obviamente en su obra no todo fueron fragancias y rositas, más aún si pensamos en los miles de páginas que salieron de su escritorio. Yo confieso que todavía, a excepción de esa novela tan extraordinaria en la que el narrador es el asesino, no he podido terminar ninguna: me mareo, me da vueltas la cabeza entre tanto personaje de relleno. Pero sus relatos, de los que tengo aquí delante un volumen escandalosamente grueso, los devoro cual tetilla tiernita de abadesa. Si uno lee su biografía, por ejemplo, -algo que recomiendo a todos los que lleven en la sangre las miasmas de la literatura- dará un buen respingo cuando llegue a la página en la que se defiende sin pudor la aplicación de la pena de muerte general y sin escrúpulo incluso a los trastornados mentales. Hoy en día, después de una declaración así, le sería imposible asomarse a la puerta de casa por el resto de su vida. Era una mujer de su tiempo, lo sabía y lo aceptaba; con sus miserias y con sus glorias. No quiso hacer de esas memorias una confesión íntima al modo descarnado, cruel y catártico de Margueritte Duras, por ejemplo. Para ella obrar así hubiera constituido una impudicia especialmente repugnante. En su biografía calla lo que no conviene. Es tan hábil en la manipulación que llega a convencernos, sin parecer siquiera que lo intente, de que los villanos de la historia de su vida particular son los mismos que los de las del resto de la gente; pero, a la vez, nos persuade de que experimentaba por ellos una piedad que seguramente no sentía.
Para mí, la trayectoria que media de ese desprecio adolescente por la obra literaria de la señora Christie hasta mi valoración actual supone un camino de madurez, ese viaje hasta el crecimiento interior que todos recorremos algún día y que no es otro que el que va desde el "amén, amén" a las ponderadas palabras del maestro a la sonrisa escéptica y quizá algo burlona de quien por fin cae en la cuenta de que el prudente o el sabio también -gracias a los cielos- atesora como joya en su corazón un gramo de insensatez, error o simplemente bobería.
Dejando al margen encuentros académicos, a doña Agatha la conocí en mi adolescencia gracias la desaforada afición que sentían por ella mis amigos del barrio, en particular uno. Este colega apilaba en su casa (entre otro material gráfico más espiritoso) rimeros de novelitas de esta autora que se hubiera ido mangando, poco a poco, de las colecciones de su hermano y de su cuñado, incondicionales de la abuelita inglesa. Por aquellos años se había publicado "Telón", y él, dando una matraca impresionante, estaba empeñado en que yo lo leyera. Al final, en una temporada que estuve con gripe y la guardia baja, acabé por aceptar y me zampé, con gesto algo desabrido (ya era yo alevín progretante) "Los trabajos de Hércules", una serie de historias cortas que ella publicó al final de su carrera. Obviamente se trataba de una mala elección: la obra de Christie hay que comenzarla, digo yo, en orden cronológico, o, para ser más claros, por la docena de relatos que publicó en prensa al principio de su producción a la misma velocidad viciosa que toman a veces algunos anfetamínicos naturales de la literatura. Leer esas piezas cortas, puras perlas de la ficción detectivesca, es delicia que hay que experimentar por lo menos una vez en la vida.
Recuerdo que en televisión, hace unos años, hubo un debate muy acalorado en el que participaban novelistas españoles "puros" y editores. Los malos eran, obviamente, los últimos. En ese programa aprendí mucho, sobre todo, del por qué no había oído hablar nunca media sílaba de ninguno de esos novelistas que se tenían a sí mismos como el colmo insobornable de la letra de molde. Uno de muy mala leche, se quejó a lo largo del programa con perseverancia de plañidera antigua. Fustigaba una y otra vez con zurriago machacón: "A los jóvenes ya no les va el describir, aceptan sólo la sucia peripecia". En un momento del encuentro, mientras le salía fuego purificador y vengativo de los ojos, atizó: "Hace poco uno de estos niñatos me preguntaba ¿por qué usas una página para la descripción de no sé qué? -dio un manotazo en la mesa atestada de vasos y botellas y produjo una generosa aspersión de privita variada que salpicó al resto de la caterva acompañante- Y yo le respondí: 'Pues debería usar sesenta, setenta, qué digo, ochenta'. Es que no saben describir -con desesperación movía a derecha e izquierda la cabeza como el miura recién deschiquerado-, no saben describir...". Una señora editora, temerosa ante esa jauría de zelotas, con los pies de plomo -de otro modo seguro que se la habrían zampado en el combibio que me imagino que seguiría a la discusión- se atrevió a terciar, pero muy tímidamente: "No olvidemos que la literatura es, sobre todo, diversión..." Y ya la cosa pues fue Troya.
Ahí está el asunto: si Homero, el Cid, Virgilio, hasta San Agustín, no les hubieran resultado divertidos a sus contemporáneos nos habríamos olvidado de ellos en dos días. Recordaré las lágrimas de los presentes cuando la primera lectura pública de fragmentos de "La Eneida", las polémicas que produjo el sabio de Hipona, cómo se discutía ésta u otra línea de la Ilíada en la Atenas de entonces. Los siento mucho y que me lleven a la hoguera (por lo que sigue y por sacar a relucir mi barniz cultureta, como en las dos líneas precedentes): para mí, las novelas populares de nuestros días, los Kens Follets, las F. K. Rollings, Fredericks Fortsytes, Stevens Kings o, por supuesto, Agathas Christies, llevan encima su puntito de genialidad, y ninguno se lo podemos negar sin pecar de beatería. Si ya lo decían las abuelas, "Algo tendrá el agua cuando la bendicen". A los intelectuales nos fastidia mucho que los tostones que a veces queremos hacer pasar por sabiduría no los lea nadie, y, así, nos vengamos cuando esta gente consigue, no sólo llevar un buen pasar más que holgadito, sino hasta comprarse castillos escoceses con las historias que les salen de las entretelas del coco. Bueno, pues si somos tan listos ¿por qué no lo hacemos nosotros también? Pues porque la masa, la gentucilla que siempre será sal de la tierra, andará descalza y escandalosamente no podrá ni precisarte la fecha exacta del acta de defunción de algún genio del flamenco como Prisco de Panión de Tracia, para no ir muy lejos; pero de tonta no tiene un pelo. Y ya no lo tenía en la época del poeta aquel con el que flipaban los de Atenas, de don Publio o del Manco universal, quienes, por cierto, fueron los figuras del superventas en su tiempo.
Lo siento otra vez en el alma; pero hay que tener mucha sabiduría (o gramática parda, o llámesele como se quiera) para entretener a tantos millones de personas como hizo Agatha Christie, y todo ello a pesar (o tal vez precisamente por) sus tramas esquemáticas; sus personajes estereotipados, descritos en dos líneas cartonpiédricas; las descripciones mínimas que hubieran sublevado al contertulio de arriba. Porque, sobre todo cuando la prosa de uno va algo limitada (ella lo sabía muy bien) es más efectivo marcar un paisaje, un carácter, con sólo media frase y dejar que el lector rellene el blanco. Pura y simplemente hemos dado con uno de los secretos de la verdadera obra literaria: el dejar cancha a nuestro público para que recree y no dárselo todo mascadito.
Obviamente en su obra no todo fueron fragancias y rositas, más aún si pensamos en los miles de páginas que salieron de su escritorio. Yo confieso que todavía, a excepción de esa novela tan extraordinaria en la que el narrador es el asesino, no he podido terminar ninguna: me mareo, me da vueltas la cabeza entre tanto personaje de relleno. Pero sus relatos, de los que tengo aquí delante un volumen escandalosamente grueso, los devoro cual tetilla tiernita de abadesa. Si uno lee su biografía, por ejemplo, -algo que recomiendo a todos los que lleven en la sangre las miasmas de la literatura- dará un buen respingo cuando llegue a la página en la que se defiende sin pudor la aplicación de la pena de muerte general y sin escrúpulo incluso a los trastornados mentales. Hoy en día, después de una declaración así, le sería imposible asomarse a la puerta de casa por el resto de su vida. Era una mujer de su tiempo, lo sabía y lo aceptaba; con sus miserias y con sus glorias. No quiso hacer de esas memorias una confesión íntima al modo descarnado, cruel y catártico de Margueritte Duras, por ejemplo. Para ella obrar así hubiera constituido una impudicia especialmente repugnante. En su biografía calla lo que no conviene. Es tan hábil en la manipulación que llega a convencernos, sin parecer siquiera que lo intente, de que los villanos de la historia de su vida particular son los mismos que los de las del resto de la gente; pero, a la vez, nos persuade de que experimentaba por ellos una piedad que seguramente no sentía.
Para mí, la trayectoria que media de ese desprecio adolescente por la obra literaria de la señora Christie hasta mi valoración actual supone un camino de madurez, ese viaje hasta el crecimiento interior que todos recorremos algún día y que no es otro que el que va desde el "amén, amén" a las ponderadas palabras del maestro a la sonrisa escéptica y quizá algo burlona de quien por fin cae en la cuenta de que el prudente o el sabio también -gracias a los cielos- atesora como joya en su corazón un gramo de insensatez, error o simplemente bobería.
Don Antonio Aranda Rebull,gran profesor de literatura,iluminado y cojo.Santi,su mala leche era legendaria....Recuerdas sus clases?..me encantaban,...
ResponderEliminarcon él comenzé a amar a Quevedo
Lo recuerdo como si lo estuviera viendo fumar (!!!!) dando clase a adolescentes, sacando el humo un instante por la boca y volviéndolo a aspirar de esa forma viciosa y experta que sólo los auténticos nicotinómanos son capaces de repetir.
ResponderEliminarTendrá ahora exactamente setenta y un años y vivirá retirado junto a su mala leche engañando a las baldosas del parque de Maria Luisa de Sevilla. Como muchos de los profesores de aquel instituto progre era un puritano pasado al otro bando; ahora, ni de lejos llegaba al extremo del de filosofía, el Pepe el Rojo, cuyas clases eran de un tendencioso izquierdista que ahora cuando las recuerdo me dan vergüenza ajena.
A don Antonio le debo una cosa fundamental en mi vida, algo impagable y por lo que me gustaría darle las gracias algún día: gracias a él comprendí que todo lo que había, primero en un texto y luego en la vida, tenía un sentido, que una vocal acentuada en un verso estaba allí por algo y no por capricho.
Su segundo apellido era la versión castellana del catalán que tú das, "Repullo"; "ribu putidu" en latín vulgar. Explicó la etimología de su nombre y sus dos apellidos el primer día de clase cuando un estudiante le preguntó que cómo se llamaba. Después de pasar media hora recreándose en sus ancestros terminó. "Así soy yo: siempre intento ir al fondo de las cosas".
¿Sabes por qué era diferente al resto de los profesores de literatura? Porque había estudiado un bachillerato de ciencias en lugar de letras. Los bachilleratos de letras (no los estudios superiores, que eso es otra cosa) deberían estar prohibidos. Maldición eterna al ministro del tardofranquismo que hizo posible que la mitad de nuestra generación pudiera dejar de estudiar matemáticas, física o química a los quince años. Esa es la causa de los cinco millones de parados y no otra, no le des más vueltas...