Ya quedó dicho por varias entradas anteriores: en mi juventud de la única insensatez de la que me tengo que arrepentir es, me parece, de la de haber sido tan sensato. "Quien de pollo por Séneca se tiene, de viejo en lo más lerdo que deviene" ha sido siempre uno de mis refranes favoritos; de defender su prístina verdad creo que puedo excusarme: basta mirar alrededor para encontrar ejemplos doblados que lo confirmen.
Pues bueno, quizá el despropósito más grande que cometiera en aquellos primeros años de mi vida, un despropósito del que ahora me enorgullezco y creo que con fundamento, es el de haber dedicado siete años de ella a estudiar griego clásico, y el haberlo hecho a tumba abierta, de forma apasionada, intensiva, irreponsable, haciendo oídos sordos a los consejos de los sabios que me zumbaban alrededor con la cantinela de otro refrán tan ponderado como el primero: "Trabajar en lo inútil es peor que no hacer nada". La lectura a pelo, libre, sin el uso del diccionario, intuyendo este significado, equivocándose en el otro, dándose de mollerazos contra los textos, es desde luego el placer más grandes que disfruta uno cuando comienza a pasar el nivel picapedrérico gramatical al que se ve inevitablemente condenado el neófito del estudio de cualquier sistema lengüero que el mundo haya parido. Los catecúmenos del idioma de Herodoto experimentan esa dicha casi universalmente enfrentándose a los discursos de Lisias, "la abeja ática", ese leguleyo meteco que, aún sin poder gozar de los beneficios de la ciudadanía ateniense, manejaba el idioma de sus vecinos con una gracia suprema, con una sencillez llena de hermosura que aún hoy en día, desde la otra orilla de los milenios, con tal de poseer una sensibilidad mínima, cualquier jovenzuelo alevín de helenista puede disfrutar.
Es precisamente esa condición de meteco, de inmigrante que diríamos ahora, la que me ha traído la figura de Lisias a la memoria. Atenas fue -por lo menos en su época de esplendor- lo que hoy llamaríamos "un lugar de acogida": gentes de todos los rincones del mundo conocido paseaban sus calles, pregonaban mercancías, discutían la última teoría de la naturaleza de las cosas, recitaban sus yambos o perseguían sus amores. Como ya sabéis eran los atenienses gente muy orgullosa de su ciudadanía, un orgullo que les llevaba a hacer casi imposible la naturalización a la gran cantidad de venidos de otras polis griegas; eso no impedía el que incluso desde el estado se estimulara la incorporación de nuevos y valiosos elementos extranjeros a la ciudad: si el propio Lisias nació en Atenas fue precisamente a causa de una de esas invitaciones, la que el mismo Pericles extendió al padre del orador animándole a asentarse en la ciudad de la que era mandamás primero. Los jerifaltes atenienses, gente lista y avisada como en el mundo ha habido pocas, bien sabían que su puesto de privilegio en la liga militar que comandaban, origen de su fortuna y su bonanza, no se podría mantener sin una sociedad dinámica y una economía pujante que hicieran al estado poderoso y enérgico, y estaban al tanto de que sólo en un ambiente de libertad que permitiera el ir y venir las mercancías, las ideas y las gentes podrían crear esa riqueza que exigía el exagerado tren de vida que necesitaba el mantenimiento del Imperio marítimo de cuyos diezmos y primicias gozaban con bastante cara dura. Mientras el negocio fue viento en popa las cosas, para todo el mundo, inmejorables. Pero ya se sabe: llegó el día de la ira, en la guerra a los atenienses les tocó perder y el gobierno de los Treinta Tiranos -en un gesto repetido y multiplicado en Alemania dos mil quinientos años después- destruyó contando con la pasividad de su población a la minoría de metecos ricos y, como aquel que no quiere la cosa, se fueron repartiendo alicuotamente los beneficios del pillaje por las esquinas y las sombras más recogidas.
Vaya, que este asunto de los derechos de ciudadanos contra inmigrantes, de la necesidad, conveniencia o no de admitir a gentes venidas de otros aires no es cosa de anteayer. La regla, entonces y ahora, ha sido siempre la misma: el rico, el que paga, pone siempre las condiciones, y las pone, obviamente, movido no por su buen corazón, sino por amor del bolsillo. Si Atenas no hubiera necesitado a gente emprendedora como el padre de Lisias -a su muerte, uno de los hombres más ricos de la ciudad- no se le habría invitado a cambiar de domicilio. Pero para todo hay excepciones, porque ¿qué tiene que ver esto con la masa de gente deshidratada que verbenea por las playas del Mediterráneo? Obviamente si los admitimos a nuestro paraíso es por mera humanidad, porque ¿a quién va a beneficiar tanta harapiencia, sin estudios, sin oficio, sin beneficio en este país nuestro, valhalla de licenciados, doctores e ingenieros? Por eso, y porque todo tiene un límite, habrá que decir algún día "basta", ¿no?
Los especialistas de la cosa que lean lo que sigue habrán de perdonarme. Háganlo con el afán de benevolencia que se le debe a un buen amigo: por dedicarme a ese despropósito de estudiar el griego no me dio tiempo a ponerme al tanto de cómo funciona el mundo tan complicado de los intríngulis económicos, de modo que las frases que vienen a continuación no son sino cuatro despropósitos que se me ha ocurrido hilar, en mi ignorancia, con el único fin de que quien de verdad entiende me corrija, me amoneste y me castigue: para eso esto es un blog y por lo mismo tenemos abajo comentarios.
Como veo que lo de las pateras les preocupa tanto a los políticos ahí les sugiero una solución barata, contundente y hacedera. La verdad es que no he tardado ni cinco minutos en pensarla, pero, en fin, aplicándola, el problema se acaba en cuatro semanas: se hace una legislación que condene a veinte años de cárcel (o al máximo que la ley permita) al desaprensivo que emplee a cualquier trabajador sin los papeles de regularización por delante y problema concluido. Los de las pateras serán pobres; pero tontos, no: si se juegan la vida es por la certeza de que van a encontrar trabajo, un trabajo, obviamente, remunerado por debajo de los límites legales, con cuatro perrillas, vaya. Desde su punto de vista el trato merece la pena; pero quien más se beneficia con la componenda es sin duda el "capital", ese ente abstracto tras el que estamos, en mayor medida, todos los que nos vemos a este lado de la raya, amparados bajo la santidad de la ley, las buenas costumbres y el sagrado "droît de sang".
Persiguiendo implacablemente al ejército que se aprovecha -nos aprovechamos- del inmigrante paterero los políticos acabarían con su flujo, sí; pero no sólo con él: también con la gallina de los huevos de oro. Toda la economía sostenida por la mano de obra ilegal -hay quien dice que un diez por ciento del tinglado, me parece- se hundiría sin remedio. La "legal", la que se beneficia de los salarios mínimos a la baja que provoca por mera ley de mercado la gran bolsa de mano de obra de la inmigración "no regulada", se vería gravemente malherida por la revaloración de los salarios de los currelas nativos: en cuatro días la señora que nos quita la canguinga de la letrina, la cocinera ecuatoriana de la abuela, el senegalés que recoge la pera en Lérida -bueno, sus sustitutos hispanos, ahora libres de competencia darwinista- iban a verse cobrando un sueldo superior al de un letrado: hasta seguramente alguno de éstos últimos se remangaría la camisa y dejaría el despacho aprovechándose de la coyuntura de la coyuntura.
Resultado: esta subida meteórica del precio de la mano de obra produciría efectos colaterales divertidísimos: sectores enteros de la economía legal, sufriendo nuevos salarios "reales", a la quiebra, y, por tanto, aumento furioso del desempleo; disminución en picado de las cotizaciones a la Seguridad Social; inflación desmandada consecuente, debida al aumento de costes en las empresas que lograran sobrevivir; menor competitividad en el mercado exterior y más paro por lo tanto... en fin, que lo del veintinueve, cosa de criaturas.
No sé del nivel de la cátedra de Economía en la facultad de Derecho de la universidad de Santiago hará unas tres décadas; por si acaso al santo de guardia le voy a ir poniendo unas velas retrospectivas para que no haya sido excesivamente bajo, para que los estudiantes que pasaran por sus aulas cuenten hoy con una formación competente en tan delicada disciplina y para que los despropósitos que oímos estas kalendas no tengamos que interpretarlos más que como mera estrategia para mantener contentos a tirios y troyanos y así conseguir los votos de ambos: del que paga cuatro cuartos al trabajador africano que le recoge la cosecha y de la abuelita algo aprensiva que pega un brinco cada vez que se cruza con uno de éstos yendo de camino a donde el pan. Porque si lo que se escucha por ahí es lo que nuestras lumbreras de verdad proyectan, si lo que dicen lo manifiestan de corazón sin darse cuenta de las consecuencias económicas que esa política que defienden nos traería, si de verdad y de la buena piensan practicar lo que predican; entonces, oye: apaga y vámonos.
Pues bueno, quizá el despropósito más grande que cometiera en aquellos primeros años de mi vida, un despropósito del que ahora me enorgullezco y creo que con fundamento, es el de haber dedicado siete años de ella a estudiar griego clásico, y el haberlo hecho a tumba abierta, de forma apasionada, intensiva, irreponsable, haciendo oídos sordos a los consejos de los sabios que me zumbaban alrededor con la cantinela de otro refrán tan ponderado como el primero: "Trabajar en lo inútil es peor que no hacer nada". La lectura a pelo, libre, sin el uso del diccionario, intuyendo este significado, equivocándose en el otro, dándose de mollerazos contra los textos, es desde luego el placer más grandes que disfruta uno cuando comienza a pasar el nivel picapedrérico gramatical al que se ve inevitablemente condenado el neófito del estudio de cualquier sistema lengüero que el mundo haya parido. Los catecúmenos del idioma de Herodoto experimentan esa dicha casi universalmente enfrentándose a los discursos de Lisias, "la abeja ática", ese leguleyo meteco que, aún sin poder gozar de los beneficios de la ciudadanía ateniense, manejaba el idioma de sus vecinos con una gracia suprema, con una sencillez llena de hermosura que aún hoy en día, desde la otra orilla de los milenios, con tal de poseer una sensibilidad mínima, cualquier jovenzuelo alevín de helenista puede disfrutar.
Es precisamente esa condición de meteco, de inmigrante que diríamos ahora, la que me ha traído la figura de Lisias a la memoria. Atenas fue -por lo menos en su época de esplendor- lo que hoy llamaríamos "un lugar de acogida": gentes de todos los rincones del mundo conocido paseaban sus calles, pregonaban mercancías, discutían la última teoría de la naturaleza de las cosas, recitaban sus yambos o perseguían sus amores. Como ya sabéis eran los atenienses gente muy orgullosa de su ciudadanía, un orgullo que les llevaba a hacer casi imposible la naturalización a la gran cantidad de venidos de otras polis griegas; eso no impedía el que incluso desde el estado se estimulara la incorporación de nuevos y valiosos elementos extranjeros a la ciudad: si el propio Lisias nació en Atenas fue precisamente a causa de una de esas invitaciones, la que el mismo Pericles extendió al padre del orador animándole a asentarse en la ciudad de la que era mandamás primero. Los jerifaltes atenienses, gente lista y avisada como en el mundo ha habido pocas, bien sabían que su puesto de privilegio en la liga militar que comandaban, origen de su fortuna y su bonanza, no se podría mantener sin una sociedad dinámica y una economía pujante que hicieran al estado poderoso y enérgico, y estaban al tanto de que sólo en un ambiente de libertad que permitiera el ir y venir las mercancías, las ideas y las gentes podrían crear esa riqueza que exigía el exagerado tren de vida que necesitaba el mantenimiento del Imperio marítimo de cuyos diezmos y primicias gozaban con bastante cara dura. Mientras el negocio fue viento en popa las cosas, para todo el mundo, inmejorables. Pero ya se sabe: llegó el día de la ira, en la guerra a los atenienses les tocó perder y el gobierno de los Treinta Tiranos -en un gesto repetido y multiplicado en Alemania dos mil quinientos años después- destruyó contando con la pasividad de su población a la minoría de metecos ricos y, como aquel que no quiere la cosa, se fueron repartiendo alicuotamente los beneficios del pillaje por las esquinas y las sombras más recogidas.
Vaya, que este asunto de los derechos de ciudadanos contra inmigrantes, de la necesidad, conveniencia o no de admitir a gentes venidas de otros aires no es cosa de anteayer. La regla, entonces y ahora, ha sido siempre la misma: el rico, el que paga, pone siempre las condiciones, y las pone, obviamente, movido no por su buen corazón, sino por amor del bolsillo. Si Atenas no hubiera necesitado a gente emprendedora como el padre de Lisias -a su muerte, uno de los hombres más ricos de la ciudad- no se le habría invitado a cambiar de domicilio. Pero para todo hay excepciones, porque ¿qué tiene que ver esto con la masa de gente deshidratada que verbenea por las playas del Mediterráneo? Obviamente si los admitimos a nuestro paraíso es por mera humanidad, porque ¿a quién va a beneficiar tanta harapiencia, sin estudios, sin oficio, sin beneficio en este país nuestro, valhalla de licenciados, doctores e ingenieros? Por eso, y porque todo tiene un límite, habrá que decir algún día "basta", ¿no?
Los especialistas de la cosa que lean lo que sigue habrán de perdonarme. Háganlo con el afán de benevolencia que se le debe a un buen amigo: por dedicarme a ese despropósito de estudiar el griego no me dio tiempo a ponerme al tanto de cómo funciona el mundo tan complicado de los intríngulis económicos, de modo que las frases que vienen a continuación no son sino cuatro despropósitos que se me ha ocurrido hilar, en mi ignorancia, con el único fin de que quien de verdad entiende me corrija, me amoneste y me castigue: para eso esto es un blog y por lo mismo tenemos abajo comentarios.
Como veo que lo de las pateras les preocupa tanto a los políticos ahí les sugiero una solución barata, contundente y hacedera. La verdad es que no he tardado ni cinco minutos en pensarla, pero, en fin, aplicándola, el problema se acaba en cuatro semanas: se hace una legislación que condene a veinte años de cárcel (o al máximo que la ley permita) al desaprensivo que emplee a cualquier trabajador sin los papeles de regularización por delante y problema concluido. Los de las pateras serán pobres; pero tontos, no: si se juegan la vida es por la certeza de que van a encontrar trabajo, un trabajo, obviamente, remunerado por debajo de los límites legales, con cuatro perrillas, vaya. Desde su punto de vista el trato merece la pena; pero quien más se beneficia con la componenda es sin duda el "capital", ese ente abstracto tras el que estamos, en mayor medida, todos los que nos vemos a este lado de la raya, amparados bajo la santidad de la ley, las buenas costumbres y el sagrado "droît de sang".
Persiguiendo implacablemente al ejército que se aprovecha -nos aprovechamos- del inmigrante paterero los políticos acabarían con su flujo, sí; pero no sólo con él: también con la gallina de los huevos de oro. Toda la economía sostenida por la mano de obra ilegal -hay quien dice que un diez por ciento del tinglado, me parece- se hundiría sin remedio. La "legal", la que se beneficia de los salarios mínimos a la baja que provoca por mera ley de mercado la gran bolsa de mano de obra de la inmigración "no regulada", se vería gravemente malherida por la revaloración de los salarios de los currelas nativos: en cuatro días la señora que nos quita la canguinga de la letrina, la cocinera ecuatoriana de la abuela, el senegalés que recoge la pera en Lérida -bueno, sus sustitutos hispanos, ahora libres de competencia darwinista- iban a verse cobrando un sueldo superior al de un letrado: hasta seguramente alguno de éstos últimos se remangaría la camisa y dejaría el despacho aprovechándose de la coyuntura de la coyuntura.
Resultado: esta subida meteórica del precio de la mano de obra produciría efectos colaterales divertidísimos: sectores enteros de la economía legal, sufriendo nuevos salarios "reales", a la quiebra, y, por tanto, aumento furioso del desempleo; disminución en picado de las cotizaciones a la Seguridad Social; inflación desmandada consecuente, debida al aumento de costes en las empresas que lograran sobrevivir; menor competitividad en el mercado exterior y más paro por lo tanto... en fin, que lo del veintinueve, cosa de criaturas.
No sé del nivel de la cátedra de Economía en la facultad de Derecho de la universidad de Santiago hará unas tres décadas; por si acaso al santo de guardia le voy a ir poniendo unas velas retrospectivas para que no haya sido excesivamente bajo, para que los estudiantes que pasaran por sus aulas cuenten hoy con una formación competente en tan delicada disciplina y para que los despropósitos que oímos estas kalendas no tengamos que interpretarlos más que como mera estrategia para mantener contentos a tirios y troyanos y así conseguir los votos de ambos: del que paga cuatro cuartos al trabajador africano que le recoge la cosecha y de la abuelita algo aprensiva que pega un brinco cada vez que se cruza con uno de éstos yendo de camino a donde el pan. Porque si lo que se escucha por ahí es lo que nuestras lumbreras de verdad proyectan, si lo que dicen lo manifiestan de corazón sin darse cuenta de las consecuencias económicas que esa política que defienden nos traería, si de verdad y de la buena piensan practicar lo que predican; entonces, oye: apaga y vámonos.
"La España que se levanta temprano"
ResponderEliminarMenos mal que nos queda el flamenco. ¡Maravillosa petenera! Espero que no nos dé mal fario.
ResponderEliminarLo de "La España que se levanta temprano", para mí, con saber que esta firmado por el Sr. PRISA ya me basta. Lo mismo que "los palanganeros del poder" que estaba firmado por el Sr. Vocento. Ya sabes, el nuevo eslogan de nuestra querida patria: "España, pais de gente independiente". Ahora que no me negarás que el palanganero del tren tenía su orgullo de ser abyecto. No es fácil, lo que predomina casi al cien por cien es ser abyecto y presumir de impecable.
Sí, el flamenco siempre será lo que nos quede. La petenera, la taranta, cualquier "quejío" bien cantado nunca dejará de alejar el mal fario.
ResponderEliminarDesconocía lo de la "gente independiente". En los setenta era "gente encantadora". No sé con qué quedarme.
Con respecto al Vocento, Prisa y tal, te diré aquello que le respondió A. Smith a un fulano que le preguntó si no creía que, con la independencia de las colonias de América el país se iba a ir a la ruina: "En cualquier gran nación hay mucha ruina." Querámoslo o no "El País" como "ABC" son dos de nuestros "monumentos culturales" del siglo XX (y del presente): son cutres, miserables o grandiosos en la medida que nosotros como pueblo lo somos. Qué le vamos a hacer.
Lo del conocimiento de nuestra realidad como indivíduo es una de las virtudes que sé que ambos más admiramos: lo grande del palanganero no es tanto su orgullo por la abyección que tú relatas, sino más bien su falta de máscara. Posiblemente lo tétrico de todos esos "impecables" sea que, en el fondo, ellos, en su mundo maniqueo, se lo creen, no se ven en su autentica naturaleza abyecta. En fin, más gente nos haría falta como Pla. Por cierto, a lo mejor no has visto esto esto.
Te decía, Jacobo, lo del mal fario porque según ciertos ambientes gitnos, por razones que desconozco, se piensa que la petenera trae mal fario. No sé si lo sabías. Ya sabes como es ese mundo.
ResponderEliminarLa entrevista a Pla, sí que la conocía. Lo que más me llamó la atención fue lo incómodo que parecía estar con el entrevistador. De vergüenza ajena. Por lo demás Pla, que te podría decir que tú no sepas.
Paco, no lo sabía. Por si acaso ya ves: lo he cambiado.
ResponderEliminarPues es verdad: todos estos genios de la literatura la verdad es que dan muy mal ante las cámaras. El resto de los vídeos de la serie son bastante patéticos. Es que el entrevistador les deja hablar y ya se sabe con los intelectuales: se van por los cerros de Úbeda. A mí el que más me gusta es Dragó, que sea lo que sea como novelista (o humano de a pie) para entrevistador de sabios no tiene precio: los torea con una maestría que ya quisiera yo para mí.