Si alguien me pidiera que le sugiriese un libro de ciencia, uno asequible a todo el mundo, fácil y apasionante, le recomendaría sin duda The Double Helix, de James Watson. Tras este consejo iría un segundo: que hiciera como yo, que lo buscara en una biblioteca, pero que no lo comprara.
Aunque tengo fama de bibliófilo (o bibliómano), no me considero ni una cosa ni la otra: para lo primero me falta el amor al libro como objeto. Antes que con una edición primera del Quijote me quedo con la última de Rico. Los libros caros -los objetos caros en general- me molestan, me estorban, me parece, igual que decía Cortázar del reloj de pulsera, que nosotros les pertenecemos a ellos y no al revés. Me encantan los que puedo llevar en el bolsillo de mi abrigo sin temor a que acaben hechos un abanico barato, porque, si eso sucede, con poco dinero puedo sustituirlos por un ejemplar nuevo. Bibliómano sería más o menos el que atesora libros por el mero placer de poseerlos. Los que hay por mi casa están allí porque no me queda otro remedio. Si los puedo tomar prestados de la biblioteca jamás los compro. Hago tres excepciones: los de poesía, los que leo constantemente (Rayuela, La Regenta, la Vulgata) y manuales científicos y obras de divulgación, más apasionantes para mí que la mejor novela de misterio.
The Double Helix es uno de los textos sobre el proceso de la investigación biológica más divertidos e interesantes que se hayan escrito a día de hoy. Se ha señalado hasta la saciedad que "su aparición supuso un cambio definitivo en la forma en que la gente normal percibe el mundo de la comunidad científica". En esta obra, escrita desde dentro de esa comunidad, los investigadores no se muestran como una raza de seres especiales que, desde las nubes, van construyendo fórmulas y nociones ininteligibles para el resto de los seres vivos. La carrera por el desciframiento de la estructura del DNA se desarrolla ante nuestros ojos con el dinamismo de una competición deportiva, con la misma niebla de misterio que aparecería en un relato de espías o detectives. En la obra no se ocultan -pero se justifican, obviamente- las maniobras que llevaron a un muchacho en su veintena hasta producir aquel artículo científico en Nature, posiblemente el más famoso de la historia, artículo que le supuso el reconocimiento universal y, una década después, la concesion del premio Nobel. Watson, con inocencia -o, si se prefiere, con caradura- nos relata cómo fue capaz de sonsacar información fundamental sobre las investigaciones de su padre al hijo tontorrón e indiscreto de Linus Pauli (lo que costaría al genio californiano su tercer premio Nobel, nunca concedido). También nos refiere, entre otras lindezas, cómo hizo uso, sin permiso o conocimiento de Rosalind Franklin, del trabajo aún inédito de la "Gran Dama Negra del DNA", (así, muy justamente se la llama en su biografía, The Black Lady of DNA). Hoy se reconoce universalmente que la investigación de Franklin fue la pieza clave para el montaje del famoso meccano molecular de Crick y Watson.
Lo repito otra vez: la obra es genial; pero, por encima de lo dicho arriba, por otra razón que para mí tiene casi más peso: es el tratado más completo de picaresca moderna que conozco y un producto que sólo pudo nacer del ingenio de uno de los más refinados ejemplares de aquello que Vargas Llosa denomina "un fresco que, como todos los frescos con clase del mundo, disfruta de un encanto irresistible".
Estos dias Watson ha vuelto a ser noticia: según él los negros genéticamente están determinados a ser menos inteligentes que los blancos. Este comentario me parece una prueba, la más irrefutable, de la frescura, ilimitada, de la que ha hecho gala a lo largo de su vida, gracias a la cual lleva más de cincuenta años de realquilado permanente de la pista central del circo de los científicos mediáticos. Casi me da vergüenza formular una obviedad que, imagino, a nadie se le escapa; a nadie, por lo menos que, con medio dedo de frente, conozca la trayectoria personal y científica de Watson: estupidez tan descomunal, por supuesto, no se la cree ni él mismo. Se trata, sencillamente, de una muestra más de esa habilidad extraordinaria para la autopromoción que ha venido ya exhibiendo de forma intermitente a lo largo de su vida. Eso sí, a no ser que también esté en el ajo, me resulta ridículo que la prensa haya aireado tanto y tomado tan seriamente lo que, en el fondo, no es sino una maniobra publicitaria que, según parece, ya ha conseguido su objetivo: en los medios de masas del mundo una vez más apareció su nombre, y, aún mejor, el de su próximo proyecto.
En fin, y a riesgo de ser pesado: si alguien no ha leído todavía The Double Helix, que lo haga: en cualquier biblioteca se encuentra. Se divertirá y, de paso, aprenderá gozando. Con respecto a comprarlo, allá cada cual. Yo, aunque, como se ve, tengo en mucha estima el libro, creo que no podría soportar el pensamiento de que un solo yen de mi dinero pudiera acabar en el bolsillo de un fulano como Watson, un miembro de la única raza inferior que malvive aún en nuestra tierra: la ralea mezquina y despreciable de los pardos chacales del racismo.
Aunque tengo fama de bibliófilo (o bibliómano), no me considero ni una cosa ni la otra: para lo primero me falta el amor al libro como objeto. Antes que con una edición primera del Quijote me quedo con la última de Rico. Los libros caros -los objetos caros en general- me molestan, me estorban, me parece, igual que decía Cortázar del reloj de pulsera, que nosotros les pertenecemos a ellos y no al revés. Me encantan los que puedo llevar en el bolsillo de mi abrigo sin temor a que acaben hechos un abanico barato, porque, si eso sucede, con poco dinero puedo sustituirlos por un ejemplar nuevo. Bibliómano sería más o menos el que atesora libros por el mero placer de poseerlos. Los que hay por mi casa están allí porque no me queda otro remedio. Si los puedo tomar prestados de la biblioteca jamás los compro. Hago tres excepciones: los de poesía, los que leo constantemente (Rayuela, La Regenta, la Vulgata) y manuales científicos y obras de divulgación, más apasionantes para mí que la mejor novela de misterio.
The Double Helix es uno de los textos sobre el proceso de la investigación biológica más divertidos e interesantes que se hayan escrito a día de hoy. Se ha señalado hasta la saciedad que "su aparición supuso un cambio definitivo en la forma en que la gente normal percibe el mundo de la comunidad científica". En esta obra, escrita desde dentro de esa comunidad, los investigadores no se muestran como una raza de seres especiales que, desde las nubes, van construyendo fórmulas y nociones ininteligibles para el resto de los seres vivos. La carrera por el desciframiento de la estructura del DNA se desarrolla ante nuestros ojos con el dinamismo de una competición deportiva, con la misma niebla de misterio que aparecería en un relato de espías o detectives. En la obra no se ocultan -pero se justifican, obviamente- las maniobras que llevaron a un muchacho en su veintena hasta producir aquel artículo científico en Nature, posiblemente el más famoso de la historia, artículo que le supuso el reconocimiento universal y, una década después, la concesion del premio Nobel. Watson, con inocencia -o, si se prefiere, con caradura- nos relata cómo fue capaz de sonsacar información fundamental sobre las investigaciones de su padre al hijo tontorrón e indiscreto de Linus Pauli (lo que costaría al genio californiano su tercer premio Nobel, nunca concedido). También nos refiere, entre otras lindezas, cómo hizo uso, sin permiso o conocimiento de Rosalind Franklin, del trabajo aún inédito de la "Gran Dama Negra del DNA", (así, muy justamente se la llama en su biografía, The Black Lady of DNA). Hoy se reconoce universalmente que la investigación de Franklin fue la pieza clave para el montaje del famoso meccano molecular de Crick y Watson.
Lo repito otra vez: la obra es genial; pero, por encima de lo dicho arriba, por otra razón que para mí tiene casi más peso: es el tratado más completo de picaresca moderna que conozco y un producto que sólo pudo nacer del ingenio de uno de los más refinados ejemplares de aquello que Vargas Llosa denomina "un fresco que, como todos los frescos con clase del mundo, disfruta de un encanto irresistible".
Estos dias Watson ha vuelto a ser noticia: según él los negros genéticamente están determinados a ser menos inteligentes que los blancos. Este comentario me parece una prueba, la más irrefutable, de la frescura, ilimitada, de la que ha hecho gala a lo largo de su vida, gracias a la cual lleva más de cincuenta años de realquilado permanente de la pista central del circo de los científicos mediáticos. Casi me da vergüenza formular una obviedad que, imagino, a nadie se le escapa; a nadie, por lo menos que, con medio dedo de frente, conozca la trayectoria personal y científica de Watson: estupidez tan descomunal, por supuesto, no se la cree ni él mismo. Se trata, sencillamente, de una muestra más de esa habilidad extraordinaria para la autopromoción que ha venido ya exhibiendo de forma intermitente a lo largo de su vida. Eso sí, a no ser que también esté en el ajo, me resulta ridículo que la prensa haya aireado tanto y tomado tan seriamente lo que, en el fondo, no es sino una maniobra publicitaria que, según parece, ya ha conseguido su objetivo: en los medios de masas del mundo una vez más apareció su nombre, y, aún mejor, el de su próximo proyecto.
En fin, y a riesgo de ser pesado: si alguien no ha leído todavía The Double Helix, que lo haga: en cualquier biblioteca se encuentra. Se divertirá y, de paso, aprenderá gozando. Con respecto a comprarlo, allá cada cual. Yo, aunque, como se ve, tengo en mucha estima el libro, creo que no podría soportar el pensamiento de que un solo yen de mi dinero pudiera acabar en el bolsillo de un fulano como Watson, un miembro de la única raza inferior que malvive aún en nuestra tierra: la ralea mezquina y despreciable de los pardos chacales del racismo.
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