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Hace unos días, en Kanda, el barrio de librerías de la ciudad de Tokyo, encontré un volumen estupendo: "La Biblia en España", de George Borrow. Como no lleva fecha no sé muy bien cuándo lo imprimieron, pero cualquiera, por su apariencia, acabará reconociendo que se trata de un ejemplar antiguo, más o menos de hace unos cien años. Su precio: ¡ciento cincuenta yenes! ¡Pero si con ese dinerillo, en Tokyo, no puedo ni tomarme un vaso de agua! Claro, inmediatamente lo compré. Cuando llegué a casa -y antes, por el camino- me leí gran parte de él.
El autor, un enérgico varón inglés que vivió doscientos años antes de nuestros días, recorrióse las Españas vendiendo biblias traducidas al idioma del país. No se trataba de una oveja de la grey católica: era anglicano. Con todo, cuando ya de edad avanzada escribiera él estas páginas, conservaba aún recuerdos muy afectuosos de su España. A modo de dintel, en el prólogo, escribió esto que ahora sigue:
Los españoles contemporáneos, cuando lean esto, tal vez se sorprendan de que, en aquellos años, un extranjero escriba así sobre el país, y aún más, que lo haga un súbdito de la nación de la que, precisamente por ese tiempo, Leandro Fernández de Moratín, en "Apuntaciones sueltas de Inglaterra" escribiera:
¿De verdad que los ingleses llevaban ese orgullo hasta tal punto? Yo, que ya he pasado la tercera parte de mi vida en tierra extranjera, comprendí que lo que uno espera ver fuera de su patria, eso es lo que ve. Leamos los comentarios de Colón: el paraíso que buscaba ciertamente lo encontró en América. Allí vio solamente maravillas, pero no aquellas que tenía ante su ojos; anotó las que conocía de antemano de las lecturas de los libros que trataban del Oriente, las de las Sagradas Escrituras.
Hablando de mí mismo diré que cuando vine a Japón todo era fabuloso. El pasado, sobre el que había estudiado tanto, lo veía ante mis ojos, y no, precisamente, lo que estaba allí, delante. Se me hacía imprescindible encontrar lo extraordinario. Si este fin del mundo, esta tierra extraña en la que vivía solo, sin amigos, no hubiera sido el súmmum, la quinta maravilla, ¿qué es lo que hacía yo aquí?
Para George Borrow España era la nación perfecta; sus habitantes no. Si esos salvajes hubieran sido los pobladores supremos del planeta ¿a santo de qué iba él vendiendo biblias por España? Obviamente: en sus corazones dormían las semillas de lo bueno. Por eso él, que había reconocido esas semillas, iba penando de viajero por España.
Lo que queremos creer, al final creemos. Lo que deseamos que aparezca ante los ojos, aparece luego. ¿Es esto terrible? Aún yo no lo sé; para mí, con seguridad, se trata de una manifestación del gran poder de nuestro espíritu. Bueno sería que todos pudiéramos reconocer esa fuerza dentro de nosotros, y, hoy y no mañana, aprendiéramos con gozo a disfrutarla.
Hace unos días, en Kanda, el barrio de librerías de la ciudad de Tokyo, encontré un volumen estupendo: "La Biblia en España", de George Borrow. Como no lleva fecha no sé muy bien cuándo lo imprimieron, pero cualquiera, por su apariencia, acabará reconociendo que se trata de un ejemplar antiguo, más o menos de hace unos cien años. Su precio: ¡ciento cincuenta yenes! ¡Pero si con ese dinerillo, en Tokyo, no puedo ni tomarme un vaso de agua! Claro, inmediatamente lo compré. Cuando llegué a casa -y antes, por el camino- me leí gran parte de él.
El autor, un enérgico varón inglés que vivió doscientos años antes de nuestros días, recorrióse las Españas vendiendo biblias traducidas al idioma del país. No se trataba de una oveja de la grey católica: era anglicano. Con todo, cuando ya de edad avanzada escribiera él estas páginas, conservaba aún recuerdos muy afectuosos de su España. A modo de dintel, en el prólogo, escribió esto que ahora sigue:
"En España pasé cinco años, si no los más interesantes de mi vida, sin duda los más felices. De ella, actualmente, cuando el ensueño ya se ha desvanecido para, ¡cielos! no volver más, guardo la mayor admiración: éste es el país más grandioso del mundo entero, probablemente el más fértil y, con seguridad, el de clima más agraciado. Si los hijos son dignos de tal madre, eso ya es asunto que no me esforzaré en aclarar; me limitaré a decir que, entre bastante de lo que es lamentable y que se habrá de reprender he encontrado mucho de noble, de digno de admirar; la virtud más estricta y más heroica; salvajismo, demasiado, y crímenes horribles; vicio despreciable y bajo, muy poco...
Los españoles contemporáneos, cuando lean esto, tal vez se sorprendan de que, en aquellos años, un extranjero escriba así sobre el país, y aún más, que lo haga un súbdito de la nación de la que, precisamente por ese tiempo, Leandro Fernández de Moratín, en "Apuntaciones sueltas de Inglaterra" escribiera:
"El pecado mortal de los ingleses, el que cubre toda la nación y hace fastidiosos a sus individuos, es el orgullo; pero tan necio, tan incorregible, que no se les puede tolerar. ¿Se habla de religión? Todas las demás naciones son fatuas, supersticiosas y fanáticas en sus principios y prácticas religiosas."
¿De verdad que los ingleses llevaban ese orgullo hasta tal punto? Yo, que ya he pasado la tercera parte de mi vida en tierra extranjera, comprendí que lo que uno espera ver fuera de su patria, eso es lo que ve. Leamos los comentarios de Colón: el paraíso que buscaba ciertamente lo encontró en América. Allí vio solamente maravillas, pero no aquellas que tenía ante su ojos; anotó las que conocía de antemano de las lecturas de los libros que trataban del Oriente, las de las Sagradas Escrituras.
Hablando de mí mismo diré que cuando vine a Japón todo era fabuloso. El pasado, sobre el que había estudiado tanto, lo veía ante mis ojos, y no, precisamente, lo que estaba allí, delante. Se me hacía imprescindible encontrar lo extraordinario. Si este fin del mundo, esta tierra extraña en la que vivía solo, sin amigos, no hubiera sido el súmmum, la quinta maravilla, ¿qué es lo que hacía yo aquí?
Para George Borrow España era la nación perfecta; sus habitantes no. Si esos salvajes hubieran sido los pobladores supremos del planeta ¿a santo de qué iba él vendiendo biblias por España? Obviamente: en sus corazones dormían las semillas de lo bueno. Por eso él, que había reconocido esas semillas, iba penando de viajero por España.
Lo que queremos creer, al final creemos. Lo que deseamos que aparezca ante los ojos, aparece luego. ¿Es esto terrible? Aún yo no lo sé; para mí, con seguridad, se trata de una manifestación del gran poder de nuestro espíritu. Bueno sería que todos pudiéramos reconocer esa fuerza dentro de nosotros, y, hoy y no mañana, aprendiéramos con gozo a disfrutarla.
Yo encontré leí este libro en Inglaterra y conseguí una copia de él en ingles en tas tiendas de libros antiguos de Charing Cross en Londres.
ResponderEliminarDespués compré en España una reedición de la que creo que es la única traducción del mismo, prologada por Manuel Azaña. Creo que no existe otra traducción. Es un delicioso libro en el que, quizas tenga Ud algo de razón sobre su análisis de gente española, pero vista la belicosidad con que en estos años (2010) se baten los políticos, creo que G. Borrow estuvo bastante acertado. Aún hoy, si analiza las frases del Notario de Pontevedra respecto a Vigo, parece que están escritas hoy mismo.
JLC
Lo cierto es que aunque leí el libro en esas fechas en que escribí el artículo, lo tengo ahora un poco desdibujado, por lo que este comentario, que le agradezco de verdad, me anima a volverlo a leer. Por desgracia no sé en qué caja lo he metido: tengo que arreglar mi estudio y, en cuanto termine, me pondré a ello. Ya le comentaré entonces con más calma.
ResponderEliminarLeí por primera vez este libro en una universidad americana, Phoenix, Arizona y me impresionó. Ahora lo estoy leyendo otra vez y me parece una obra maestra. Es increible la cultura de este hombre, aunque reconozco que exagera mucho y hay mucha fantasía, pero la base es real, pues relata los paisajes fotograficamente, eso solo se hace si se ha vivido allí realmente.
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