lunes, 3 de diciembre de 2007

Mi vida como padre turulato


Aquella mañana, a eso de las siete, mi madre se acercó muy despacito a donde yo dormía (no quería despertar a mi hermano que estaba al lado) y me dijo susurrando: “No hace falta que te levantes: hoy no hay colegio.” A las nueve tomé el desayuno, cogí mi pelotita y me fui al campo de fútbol. Sin clase –imaginaba- todos los niños ya estarían allí dando patadas a destajo. La sorpresa fue que el terreno estaba vacío y no fue sino media hora después cuando empezaron a llegar mis amigos: “¿Por qué no has venido a la escuela”. “Mi madre me dijo que no había.” “¿Y cómo lo sabía tu madre?”

A la hora de comer, al volver a casa, se lo pregunté. “Pero hijo, ¿cómo iba a haber clase el día en que se ha muerto Franco?” No pude sino sentir orgullo: la mía había sido la única que, usando solamente el sentido común, había razonado y no había enviado a sus hijos al colegio.

Agradezco a la fortuna el que, por haber nacido tarde, mis recuerdos del franquismo no estén cargados de amargura: me viene a la cabeza la foto que, junto al crucifijo, presidía nuestra primera escuela, las pintadas en la piedra de los edificios del centro hechas con plantilla en las que se veía la imagen negra del perfil del dictador sobre un “¡Viva España!” y la Cruz de los Caídos que dominaba el Campo de San Francisco. La única noticia indirecta de la represión de aquellos años eran las que en los veranos nos daba mi abuelo, portero de la finca en la que se alojaban los Peces-Barba durante las vacaciones estivales. A veces nos contaba que el joven don Gregorio ese año no podría bañarse en Ondarreta porque “estaba a la sombra.” Tengo todavía la imagen precisa del primer día que lo vi. En su apartamento veraniego no había teléfono. El insigne jurista (un muchacho de treinta y pocos o ventimuchos) necesitaba comunicarse urgentemente con alguien en Madrid y mi abuelo le habría dicho: “Vete a casa y llama. Allí está el niño.” Tocaron el timbre y yo, contraviniendo todo lo que me habían advertido, abrí. Recuerdo todavía la imagen de un gigante gordo, inmenso, que en pantalones cortos me dijo: “Me manda tu abuelo para que use el teléfono.” Yo contesté: “Aquí no hay nadie” y, a pesar de sus insistencias, no le permití pasar. El que aceptara la negativa de un niño de seis años, se fuera tras sus pasos y no forzara su entrada en el apartamento siempre lo he tenido como una muestra de su talante personal y cuando años después lo veía en su tribuna del Parlamento –con una figura infinitamente más esbelta que aquella con la que apareció por primera vez en mi vida- me venía a la memoria su respeto a la voluntad de ese chiquitajo que había sido yo y no podía por menos que considerar que, como poco, la dirección del Congreso estaba en manos de alguien que sabía respetar a las minorías. En fin, que para mí el franquismo en la infancia era exclusivamente el efecto causante del hecho inexplicable de que una persona tan amable e inofensiva como don Gregorio hijo tuviera que pasar los veranos sin disfrutar de las jornadas donostiarras que tanto le agradaban.

Estas consideraciones sobre las épocas pretéritas de irracionalidad fascista –pretéritas al menos por el momento- me han venido a la cabeza a causa del primer “shock” importante que he recibido como padre. Ayer, cuando mi hijo y yo íbamos paseando con intención de admirar las hojas del otoño que están en su mejor sazón, esperando la luz verde de un semáforo, cruzó, como alma que Saturnino a sus azufres lleva, uno de esos furgones negros que, con lunas tintadas y la bandera japonesa en sus latas, iba soltando a toda ganga música de marchas militares. Esta imagen, aunque no cosa de todos los días, es más o menos común en este país: las jaurías de la extrema derecha emplean tal sistema para recordar al público su existencia. Imagino que, dada la nula representación en el parlamento y los medios tan rudimentarios que tienen que emplear para hacerse sentir (“Perro ladrador, poco mordedor”) deben de ser cuatro nostálgicos que, acabada la faena, finiquitarán la jornada en el bareto más cutre de la zona intercambiando bravatas o planeando una próxima visita a algún “soap-lando”, uno de esos burdeles con baño incluido a los que yo imagino abonada a esta gente.

Cuando pasó el cacharro miré a mi peque y le dije: “Qué pesados, ¿verdad?”. Él, muy serio, me respondió: “No, papa: ellos defienden Japón de los malos.” Oír esta frase en labios de un renacuajo de cuatro años que casi no levanta los mismos palmos del suelo es una experiencia surrealista; si ese epsilón resulta ser tu hijo, la cosa se convierte en traumática sin paliativos. Yo, presa del atontamiento, no respondí nada en aquel instante. Más tarde, comentándolo con mi mujer, llegamos a la conclusión de que se debe de tratar de una frase que habrá oído en el jardín de infancia de labios de otro niño y que –metería la mano en el fuego- tal indeterminado ñajo lo habrá aprendido de alguno de sus abuelos.

Como ya he dicho en anterior ocasión, que persona con dos dedos de frente sienta simpatía aquí por la extrema derecha no puede sino achacarse a la estulticia más irreductible. Basta leer cuatro líneas de historia para comprender que, por encima de todo, quienes llevaron al Japón a un combate tan desigual como fue la Guerra del Pacífico no eran tanto unos fanáticos, como, plana y sencillamente, unos gilipollas. Los archivos están repletos de diarios, cartas y papeles de todo tipo en los que los altos mandos militares dan constancia del sinsentido de un enfrentamiento a enemigo tan absolutamente superior. ¿Por qué esos mandos, muchos de ellos responsables de las acciones más inteligentes y exitosas de la guerra, no se plantaron ante los catéticos mentales que gobernaban la nación? Para mí es un misterio, como lo es más aún el hecho constatable de que, incluso en los momentos en que el desastre ya era claro, gran parte de la ciudadanía mantuvo una actitud arrogante y suicida con respecto a la contienda. Por una vez lo que escribo no lo he aprendido en los libros: mi propio suegro me ha contado que si él no combatió como piloto kamikaze fue, sencillamente, porque debido a su corta edad no se lo permitían, y que lo mismo les sucedió a todos los amigos de sus años.

Gracias al padre de mi dómina he podido conocer de primera mano el relato de la angustia de los bombardeos, cuando el Japón ya derrotado tuvo que sufrir los crímenes contra la humanidad que supusieron los ataques incendiarios, las ráfagas de los helicópteros o, quizá aún más patético y destructivo para los adolescentes que aquella época, el que, al día siguiente de un discurso poliflamígero en el que se les exhortaba a la muerte por la patria, tuvieran que soportar el oír de los labios de sus queridos maestros la información alucinante de que lo bueno y lo fetén era de verdad el sistema parlamentario, y América -literalmente la víspera, el enemigo-, ahora, el paraíso que habían buscado a tiros y bombazos durante todos aquellos años.

En fin, creo que lo mejor será que me haga un poco el sordo a la frase de mi chiqui. En mi caso la suerte ha querido que tenga fácil el remedio: si dentro de unos años repite la misma insensantez, sencillamente le enviaré a donde su abuelo, que le diga cuatro cosas.

6 comentarios:

  1. Decía una vieja conocida mía, experta ella en medicinas alternativas -no podría ser de otra manera-, que el primer y mayor disgusto que recibió en su infancia fue el día que se enteró de que Cataluña era más pequeña que España. En resumen, que si por todos los lados hay imbéciles echando más leña al fuego, en algunos lugares señalados lo echan a calderadas.

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  2. Me imagino que en ambos casos (Cataluña y Japón) estas cosas de las que hablamos las trae la insularidad. Ya sabes lo que decía Cortázar: "Hay ríos metafísicos en los que uno se puede ahogar igual que en los de agua." Cataluña y otros casos parecidos adolecen , por decirlo de manera un poco rebuscada, de "insularidad metafísica", mucho más nociva -dónde va a parar- que la geológica: es muy difícil caer en la cuenta de ella, sobre todo para los que la viven desde dentro. Así les va a los pobres.

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  3. Bueno, de los catalanes no; pero de los japoneses, por lo menos en cuestión de amor a la Patria, tenemos los españoles mucho que aprender, me parece a mí.

    Ricardo Pasiego

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  4. Yo siempre he sabido que los japoneses eran muy fachas, esa es la verdad.

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  5. Pues a mi me da mucha pena no haber conocido el franquismo.
    Me parece que debio de ser una epoca muy guai.

    Josemari

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  6. D. Ricardo: de los japoneses tenemos que aprender muchas cosas. Una de ellas es el amor a la música, a las artes y al conocimiento en general. Dudo que haya ningún país en el que las bibliotecas, estén más frecuentadas que en éste o que se tome más en serio el aprender hasta el final de la vida. Con respecto al patriotismo no puedo opinar: por mucho que le doy vueltas no le encuentro mucho sentido al término.
    Anónimo: si no explicas lo que entiendes por "facha" no te puedo contestar. Japoneses (como españoles o chinos) hay de todo tipo ideológicamente hablando.
    Josemari: es posible que a Franco le pasara lo mismo, que sintiera mucho no haberte podido conocer.
    Muchas gracias a todos por los comentarios.

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