Hace una semana más o menos me llegó un mail de Seul, de mi amiga la profesora Lee, en el que me enviaba algunas fotos de Salamanca, del simposio de japonología de diciembre y, también otras en las que me presentaba a sus hijos, dos pequeñajos de unos ocho y diez años, y a su esposo, un coreano guapo (feos he visto pocos), de sienes regiamente grises y mirada sensible e inteligente. A la profesora Lee, una catedrática de la universidad Han'yan, tuve el gusto de acompañarla hace dos meses escasos en el viaje que hicimos por los patrimonios de la humanidad más pateados de nuestra Península: no voy a relatar con detalle el periplo para evitarme un mareo premonitorio de eso que han dado en llamar los expertos "mal de Stendhal" y que decían que les achuchaba mucho a mis compatriotas japoneses cuando viajaban por Europa en aquellas épocas del yen fuerte que, por desgracia, parecen haberse acabado.
De la simpatiquísima profesora Lee, y del resto del grupo coreano, me he acordado esta tarde al leer que en la ciudad en la que ella vive ayer mismamente ardió una de las reliquias históricas del país, Namdaemun 南大門, o la "Gran Puerta del Sur". Esa misma puerta en japonés se llama Nandaimon: el parecido de las dos palabras se debe a que ambas están compuestas por tres elementos siníticos (el último 門, "puerta", mun en coreano, mon en japonés y men en chino, no es sino el mismo del final de Tian'anmen 天安門 ("la Puerta de la Tranquilidad Celeste"), la gran plaza de Peking, y el primero, 南 nam "sur", ése con el que acaba Vietnam 越南). Gracias a la influencia china en los países que gozaron de su tutela histórica (también Vietnam) hoy en día a los que conocemos alguno de los idiomas de estos países, se nos hace relativamente fácil el aprender los otros debido al aire de familia que presenta el vocabulario, sobre todo el estrato "culto".
En fin, que, sabiendo del amor casi fanático que profesan los coreanos por todas las manifestaciones de su cultura, el primer impulso que tuve fue de enviarles un mensaje de pesar a mis amigos. Después, cuando lo rumié un poco, caí en la cuenta de que si así lo hiciera obraría de una forma bastante hipócrita. Y es que después de pasar la noticia por el tamiz del raciocinio ahora he acabado por convencerme de que a la tal puerta, y a Corea en general, en el fondo, no les podría haber sucedido nada mejor. Sé que tengo que explicar esta afirmación tan estupefaciente, si no para mis lectores -a los que os presumo más listos que el mismísimo Lepe reencarnado- al común de los andantes.
Para empezar, gracias al desastre, -imagino- el españolito más desinteresado por las cosas del Oriente, ése incapaz de localizar en un mapa mudo de la tierra a Seul, conoce ya de la existencia de una pieza cultural que confieso sin sonrojo que a mí no me sonaba ni de nombre ayer, a un fulano como yo que ya lleva leída más de una docena de volúmenes de la historia de la "nación de la calma matutina", que ha estudiado los rudimentos de la lengua, que vive en un país en el que es casi imposible no tener amigos coreanos...
A pesar de mis muchos trabucos mentales, algo que lo que no puedo presumir es de ser fetichista o iconero: para mí las cosas en sí no tienen más valor que el espíritu que las anima, la idea que las concibió, ese embrujo de la mente que se atrevió a presentirlas y a sacarlas de la nada. Si la existencia de esta puerta enriquece de algún modo a la especie humana, si es algo más que un vacio timbre de orgullo para el pueblo coreano, lo es sencillamente porque su forma, su diseño, lo que es inmaterial e imperecedero nos ilumina nuestro ser, del mismo modo que -por lo menos para mí- lo hace una partitura de Bach, cierto soneto de Quevedo o tal película italiana de los sesenta: si la partitura o el soneto están impresos en papel de la mejor calidad o en resma de cuatro cuartos, si la película la veo en vídeo, DVD o cualquier formato que puedan inventar nuestros descendientes tecnocráticos, para mí el caso es el mismo: quién duda que la disfrutaré con más placer en una gran pantalla que en la chiquita de mi ordenador, que preferiré que me interprete la pieza Richter a Periquito el de quinto de piano; pero lo que vale de verdad, lo que me emociona o no hasta las lágrimas incluso, no lo altera una u otra circustancia.
Sobre Namdaemun se habrán escrito tesis, manuales, estudios incontables, existirán imágenes bastantes para, puestas en fila, hacer viaje de aquí a la Luna y vuelta. Los arquitectos, artesanos, eruditos, especialistas de pedigríes varios de Corea y del ancho mundo, los grandes capitales deducibles de impuestos, los estados, las agencias de la Unesco, del Consejo de Europa se verán felices de colaborar en el gloriado evento de la restauración... Se celebrarán congresos, simposios, exposiciones sin fin; vaya, que turistas vendrán a miles - veo a los hosteleros secarse ya las lagrimas-, y vendrán a visitar la reconstrucción, primorosísima por supuesto, idéntica al original; perfecta, aún más, seguramente, que ese "original", que no era más que una pieza seriamente retrabajada tras la Guerra de Corea, un conflicto que la dejó, por lo que cuentan, muy maltrecha. Ahora, este nuevo avatar del monumento podrá gozar del beneficio de toda la cañonería de avances eruditos que se habrán producido en los últimos cuarenta años, de la pujante tecnología coreana y de la munificencia financiera universal. ¿Qué se habrá perdido a la postre? Alguna tonelada de madera vieja y ríos de lágrimas de los súbditos de la gran nación del Este, lágrimas que, como sabe cualquiera que sufra, cual mi caso, de ataques intermitentes de "dry eye", acaban siendo presentes divinos para el ojo.
Qué cosa: si hasta ahora que voy terminando estas palabras me dan ganas de enviarle felicitaciones a mi amiga... No sé, pensándolo mejor, y por si acaso, me voy a cortar un pelo.
De la simpatiquísima profesora Lee, y del resto del grupo coreano, me he acordado esta tarde al leer que en la ciudad en la que ella vive ayer mismamente ardió una de las reliquias históricas del país, Namdaemun 南大門, o la "Gran Puerta del Sur". Esa misma puerta en japonés se llama Nandaimon: el parecido de las dos palabras se debe a que ambas están compuestas por tres elementos siníticos (el último 門, "puerta", mun en coreano, mon en japonés y men en chino, no es sino el mismo del final de Tian'anmen 天安門 ("la Puerta de la Tranquilidad Celeste"), la gran plaza de Peking, y el primero, 南 nam "sur", ése con el que acaba Vietnam 越南). Gracias a la influencia china en los países que gozaron de su tutela histórica (también Vietnam) hoy en día a los que conocemos alguno de los idiomas de estos países, se nos hace relativamente fácil el aprender los otros debido al aire de familia que presenta el vocabulario, sobre todo el estrato "culto".
En fin, que, sabiendo del amor casi fanático que profesan los coreanos por todas las manifestaciones de su cultura, el primer impulso que tuve fue de enviarles un mensaje de pesar a mis amigos. Después, cuando lo rumié un poco, caí en la cuenta de que si así lo hiciera obraría de una forma bastante hipócrita. Y es que después de pasar la noticia por el tamiz del raciocinio ahora he acabado por convencerme de que a la tal puerta, y a Corea en general, en el fondo, no les podría haber sucedido nada mejor. Sé que tengo que explicar esta afirmación tan estupefaciente, si no para mis lectores -a los que os presumo más listos que el mismísimo Lepe reencarnado- al común de los andantes.
Para empezar, gracias al desastre, -imagino- el españolito más desinteresado por las cosas del Oriente, ése incapaz de localizar en un mapa mudo de la tierra a Seul, conoce ya de la existencia de una pieza cultural que confieso sin sonrojo que a mí no me sonaba ni de nombre ayer, a un fulano como yo que ya lleva leída más de una docena de volúmenes de la historia de la "nación de la calma matutina", que ha estudiado los rudimentos de la lengua, que vive en un país en el que es casi imposible no tener amigos coreanos...
A pesar de mis muchos trabucos mentales, algo que lo que no puedo presumir es de ser fetichista o iconero: para mí las cosas en sí no tienen más valor que el espíritu que las anima, la idea que las concibió, ese embrujo de la mente que se atrevió a presentirlas y a sacarlas de la nada. Si la existencia de esta puerta enriquece de algún modo a la especie humana, si es algo más que un vacio timbre de orgullo para el pueblo coreano, lo es sencillamente porque su forma, su diseño, lo que es inmaterial e imperecedero nos ilumina nuestro ser, del mismo modo que -por lo menos para mí- lo hace una partitura de Bach, cierto soneto de Quevedo o tal película italiana de los sesenta: si la partitura o el soneto están impresos en papel de la mejor calidad o en resma de cuatro cuartos, si la película la veo en vídeo, DVD o cualquier formato que puedan inventar nuestros descendientes tecnocráticos, para mí el caso es el mismo: quién duda que la disfrutaré con más placer en una gran pantalla que en la chiquita de mi ordenador, que preferiré que me interprete la pieza Richter a Periquito el de quinto de piano; pero lo que vale de verdad, lo que me emociona o no hasta las lágrimas incluso, no lo altera una u otra circustancia.
Sobre Namdaemun se habrán escrito tesis, manuales, estudios incontables, existirán imágenes bastantes para, puestas en fila, hacer viaje de aquí a la Luna y vuelta. Los arquitectos, artesanos, eruditos, especialistas de pedigríes varios de Corea y del ancho mundo, los grandes capitales deducibles de impuestos, los estados, las agencias de la Unesco, del Consejo de Europa se verán felices de colaborar en el gloriado evento de la restauración... Se celebrarán congresos, simposios, exposiciones sin fin; vaya, que turistas vendrán a miles - veo a los hosteleros secarse ya las lagrimas-, y vendrán a visitar la reconstrucción, primorosísima por supuesto, idéntica al original; perfecta, aún más, seguramente, que ese "original", que no era más que una pieza seriamente retrabajada tras la Guerra de Corea, un conflicto que la dejó, por lo que cuentan, muy maltrecha. Ahora, este nuevo avatar del monumento podrá gozar del beneficio de toda la cañonería de avances eruditos que se habrán producido en los últimos cuarenta años, de la pujante tecnología coreana y de la munificencia financiera universal. ¿Qué se habrá perdido a la postre? Alguna tonelada de madera vieja y ríos de lágrimas de los súbditos de la gran nación del Este, lágrimas que, como sabe cualquiera que sufra, cual mi caso, de ataques intermitentes de "dry eye", acaban siendo presentes divinos para el ojo.
Qué cosa: si hasta ahora que voy terminando estas palabras me dan ganas de enviarle felicitaciones a mi amiga... No sé, pensándolo mejor, y por si acaso, me voy a cortar un pelo.
Yo creo que sí, que debieras felicitarla. Quizá ella sea ya una persona liberada, pero si no lo es le harás un gran favor. Creo que ha llegado la hora de iniciar una campaña a gran escala contra el papanatismo que señorea el mundo y del que solo se beneficia el sindicato de hostelería y transportes de ganado... digo turistas.
ResponderEliminarMagnífica entrada.
Pues no sé que decirte. El caso es que me han invitado a su universidad a investigar un rato. Me parece que le daré la enhorabuena cuando la vea personalmente. Bueno, en el mail me dice literalmente: "Espero ser tan buen guía enseñándote Corea como lo fuiste tú conmigo en España". Pensándolo bien se lo diré entonces, mientras vayamos turisteando por el país. ¿No te parece mejor así?
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