Fue precisamente en la expedición que llevó a cabo por el interior de los Estados Unidos mi paisano Francisco Vázquez de Coronado cuando un primer europeo pudo contemplar esa maravilla que cuentan que es el cañón que ha excavado durante milenios el famoso río Colorado. El pobre don Francisco se quedó sin verlo: pero la impresión que le transmitió quien sí tuvo la suerte de echarle el ojo, uno de sus muchachos, García López de Cárdenas, no le dejaría duda alguna de la grandeza del descubrimiento. Al hilo de esto me viene a la cabeza el que Lorca, en la primera carta a su familia desde Nueva York contaba que se sentía asombrado al comprobar el hecho de que una obra de la humanidad –los grandes rascacielos de Manhattan- pudieran sobrecoger tanto como las de la naturaleza. A mí me pasó lo mismo cuando me encaramé en uno de los observatorios del Gobierno Metropolitano y vi esa inmensa aglomeración humana: en Madrid si uno se sube a la última planta del edificio del Corte Inglés y otea, el campo no queda tan a lo lejos. En Tokyo no sucede lo mismo y esa realidad sobrecoge a los que tenemos el pelo de la dehesa un poco intransigente. Eso sí: la segunda vez ya es casi como si uno lo hubiera visto desde el día en que nació. Por contraste, observar el sol que se pone sobre las montañas de enfrente de mi casa es un espectáculo que, aún después de tantos años, todavía me obliga cotidianamente a abandonar mi tarea y a contemplarlo.
Árboles y ríos son las dos presencias naturales que más me impresionan: los primero como cantos a la vida, poemas perfectos y mudos, cada uno diferente, cada uno irrepetible e incomparable. Lo escribió en ripio de tierna ingenuidad uno de esos “war poets” de la Primera Guerra Mundial de los que tengo ganas de escribir algo, el sargento Joyce Kilmer, del 165 de Infantería del ejército de los Estados Unidos: “I think I shall never see / A poem lovely as a tree.”
Los ríos me fascinan por motivos muy diferentes de los de los árboles. El fundamental –además de su majestuosa grandeza-, por los diferentes caracteres y matices que adquieren en su recorrido, y también, por los el contraste de éstos entre un río y otro. Con respecto a lo primero, de los tonos cambiantes de una corriente al fluir, tomó nota de forma extraordinaria Smetana en la composición dedicada al que recorre gran parte de su tierra: el Moldava. Si alguien no ha escuchado esta pieza desde aquí le recomiendo que lo haga: gozará con su ingenuidad descriptiva.
Mencionad los nombres de los ríos y, aunque no los conozcamos en persona, los recuerdos, las sensaciones, los sueños volverán: el Sena, y con fondo de música de acordeón aparecen siluetas de amantes recortadas sobre las primeras luces de las farolas y las últimas del crepúsculo; en el Arno sentimos la tristeza del Dante por esa Beatrice que entreviera sobre sus aguas; al Rubicón, humilde arroyuelo, tanto que no creo que mucha gente –yo el primero- lo pudiera localizar en un mapa mudo, lo vemos teñido por los siglos de legendaria historia romana; el Ebro, para los españoles de la posguerra era sinónimo de masacre, como también lo sería el Marne para los franceses o el Oder para los alemanes.
Existen ríos con nombres misteriosos. El que para mí se lleva el premio será sin duda el Támesis, el “río de la muerte” de los celtas británicos. De muchos de ellos los indoeuropeístas han podido descifrar o, como poco, conjeturar, su significado: a los interesados recomiendo Los indoeuropeos y los orígenes de Europa, de D. Francisco Villar, sin duda el mayor especialista mundial en hidronimia y su origen. Según el profesor Villar podemos rastrear tres estratos fundamentales: uno superior, histórico; un segundo, paleo-indoeuropeo; y un tercero pre-indoeuropeo. Con respecto al primero no hay demasiado que decir: se trata de los nombres que dieron a las corrientes de agua nuestros antepasados directos: los romanos, los griegos, germanos, celtas y eslavos. El paleo-indoeuropeo nos habla de pueblos que dominaron nuestro continente hará unos cinco milenios. Esta gente, no obstante, hablaban idiomas emparentados con los nuestros. El tercero, profundo y mucho más misterioso: se trata de etnias de las que desconocemos casi todo por lo que respecta a su lengua, pero de los que, gracias a restos arqueológicos abundantes y al trabajo detectivesco llevado por la gran arqueóloga americana Marja Gymbutas, sabemos que eran gentes con una gran cultura, gentes que contaban, por ejemplo, con comunicaciones agilísimas (restos de materiales producidos en el Mar Negro se han encontrado en Britania y viceversa). Como digo, desconocemos casi todo: pero nos quedan los nombres de sus ríos.
La gente de las letras ha jugado graciosamente con ellos: algunos ejemplos un poco al tuntún. Todos aprendimos las Coplas de Jorge Manrique en las que “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir…”. Lo que separaba la tierra de muertos y de vivos en el mundo fantástico de la antigüedad era una extensión acuática, a veces un lago; las más, un río. El Rhin cuenta con una presencia decisiva en toda mitología germánica, la literatura alemana e inevitablemente, en Wagner. Las ninfas que “estaban en el río metidas” salen del Tajo y “somorgujan su cabeza” en los versos de Garcilaso. Fue En las orillas del Sar donde la entrañable Rosalía escribe su obra Castellana. Mi añorado Tormes aparece varias veces en nuestras letras, alguna con tintes no muy positivos. El "aprendiz de río", el Manzanares, era ya conocido en la literatura -en la picaresca, por ejemplo- mucho antes de que la periodística deportiva lo inmortalizara gracias al nombre de un estadio…
Heráclito decía que uno “no se puede bañar dos veces en el mismo río”. Pero ya se sabe: “Con el tiempo hasta los tiempos se cambian.” Por fortuna el Guadiana, el Wad-anas de los árabes, el río Anas de aquellas tribus desconocidas que poblaron nuestra Península mucho antes que nosotros, ése, nunca cambiará: inevitablemente acabará pasando, al final, por Valladolid…
Árboles y ríos son las dos presencias naturales que más me impresionan: los primero como cantos a la vida, poemas perfectos y mudos, cada uno diferente, cada uno irrepetible e incomparable. Lo escribió en ripio de tierna ingenuidad uno de esos “war poets” de la Primera Guerra Mundial de los que tengo ganas de escribir algo, el sargento Joyce Kilmer, del 165 de Infantería del ejército de los Estados Unidos: “I think I shall never see / A poem lovely as a tree.”
Los ríos me fascinan por motivos muy diferentes de los de los árboles. El fundamental –además de su majestuosa grandeza-, por los diferentes caracteres y matices que adquieren en su recorrido, y también, por los el contraste de éstos entre un río y otro. Con respecto a lo primero, de los tonos cambiantes de una corriente al fluir, tomó nota de forma extraordinaria Smetana en la composición dedicada al que recorre gran parte de su tierra: el Moldava. Si alguien no ha escuchado esta pieza desde aquí le recomiendo que lo haga: gozará con su ingenuidad descriptiva.
Mencionad los nombres de los ríos y, aunque no los conozcamos en persona, los recuerdos, las sensaciones, los sueños volverán: el Sena, y con fondo de música de acordeón aparecen siluetas de amantes recortadas sobre las primeras luces de las farolas y las últimas del crepúsculo; en el Arno sentimos la tristeza del Dante por esa Beatrice que entreviera sobre sus aguas; al Rubicón, humilde arroyuelo, tanto que no creo que mucha gente –yo el primero- lo pudiera localizar en un mapa mudo, lo vemos teñido por los siglos de legendaria historia romana; el Ebro, para los españoles de la posguerra era sinónimo de masacre, como también lo sería el Marne para los franceses o el Oder para los alemanes.
Existen ríos con nombres misteriosos. El que para mí se lleva el premio será sin duda el Támesis, el “río de la muerte” de los celtas británicos. De muchos de ellos los indoeuropeístas han podido descifrar o, como poco, conjeturar, su significado: a los interesados recomiendo Los indoeuropeos y los orígenes de Europa, de D. Francisco Villar, sin duda el mayor especialista mundial en hidronimia y su origen. Según el profesor Villar podemos rastrear tres estratos fundamentales: uno superior, histórico; un segundo, paleo-indoeuropeo; y un tercero pre-indoeuropeo. Con respecto al primero no hay demasiado que decir: se trata de los nombres que dieron a las corrientes de agua nuestros antepasados directos: los romanos, los griegos, germanos, celtas y eslavos. El paleo-indoeuropeo nos habla de pueblos que dominaron nuestro continente hará unos cinco milenios. Esta gente, no obstante, hablaban idiomas emparentados con los nuestros. El tercero, profundo y mucho más misterioso: se trata de etnias de las que desconocemos casi todo por lo que respecta a su lengua, pero de los que, gracias a restos arqueológicos abundantes y al trabajo detectivesco llevado por la gran arqueóloga americana Marja Gymbutas, sabemos que eran gentes con una gran cultura, gentes que contaban, por ejemplo, con comunicaciones agilísimas (restos de materiales producidos en el Mar Negro se han encontrado en Britania y viceversa). Como digo, desconocemos casi todo: pero nos quedan los nombres de sus ríos.
La gente de las letras ha jugado graciosamente con ellos: algunos ejemplos un poco al tuntún. Todos aprendimos las Coplas de Jorge Manrique en las que “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir…”. Lo que separaba la tierra de muertos y de vivos en el mundo fantástico de la antigüedad era una extensión acuática, a veces un lago; las más, un río. El Rhin cuenta con una presencia decisiva en toda mitología germánica, la literatura alemana e inevitablemente, en Wagner. Las ninfas que “estaban en el río metidas” salen del Tajo y “somorgujan su cabeza” en los versos de Garcilaso. Fue En las orillas del Sar donde la entrañable Rosalía escribe su obra Castellana. Mi añorado Tormes aparece varias veces en nuestras letras, alguna con tintes no muy positivos. El "aprendiz de río", el Manzanares, era ya conocido en la literatura -en la picaresca, por ejemplo- mucho antes de que la periodística deportiva lo inmortalizara gracias al nombre de un estadio…
Heráclito decía que uno “no se puede bañar dos veces en el mismo río”. Pero ya se sabe: “Con el tiempo hasta los tiempos se cambian.” Por fortuna el Guadiana, el Wad-anas de los árabes, el río Anas de aquellas tribus desconocidas que poblaron nuestra Península mucho antes que nosotros, ése, nunca cambiará: inevitablemente acabará pasando, al final, por Valladolid…