Cuando yo tenía veinte años era piadosa tradición de los tiempos que, mientras los chicos perseguían a la mozuelas de su edad, ellas –por lo menos las que merecían la pena- se vieran más inclinadas por el “madurito interesante”, ese prototipo de varón misterioso al que le empiezan a brillar los primeros grises del cabello y que, como decía la gran Martirio en una de las canciones de su primera época, “lo saben todo de vinos.”
Por contra de lo que les sucedía a los muchachos de mi generación, incluso antes de leer En brazos de la mujer madura siempre he tenido preferencia por las señoras de solera, y hoy, cuando ya incluso he pasado la edad sobre la que cantaba Martirio, más todavía. Si observo a mis estudiantes –a las chicas digo- las admiro estéticamente: pocos objetos naturales existen más hermosos que ellas; pero nunca se me pasaría por la cabeza el buscar ningún acercamiento que no sea el que me corresponde por oficio, esto es, el de enseñante y paternal mentor. De esa extraña e incomprensible pasión lolitista que acosa, por lo que parece, a un tanto por ciento de la profesión me creo totalmente libre. Supongo que gozaré de esta gracia por haber considerado bastante eso que le dice a Calisto tan donosamente su criado: “Lo al, mejor lo hacen las bestias en el prado.” Y es que a la postre –por lo menos cuando uno cuenta con alguna madurez- lo que convierte a una relación en algo diferente es, sin duda, el resto, lo que no tiene que ver con los breves ratos “aparejados a deleite,” la complicidad, la conversación inteligente, el hacer de los momentos de compañía lo más parecido a una danza graciosa en la que cada uno lleva su parte y el conjunto es algo más que esa suma de contrarios.
No se crea que lo que digo arriba es producto y fruto sólo de una noche de insomnio. No, que hablo desde la propia experiencia. La mayoría de los que leéis esto os vais a llevar una sorpresa, pero algún día había que confesarlo: estoy enamorado de una señora que ya no cumple los sesenta abriles y esta pasión no es cosa de hace dos días. Veréis.
Como dicen que sucede bastante, lo nuestro comenzó también en una boda. Fue en el verano de 1981, en julio con toda seguridad y posiblemente el veintimuchos. Yo no tenía más que dieciocho recién cumplidos. Ella, treinta y tantos. Esta diferencia de edad no fue –por lo menos para mí- impedimento. El amor surgió a primera vista -bueno, a primer oído- y todavía, a pesar del tiempo y de la distancia, persiste inmutado y sospecho que inmutable hasta el final de mis días.
Lo curioso es que a esa boda ninguno de los dos estábamos invitados. Eso sí, es posible que fuera la ceremonia nupcial que más personas hayan contemplado nunca: aquella que en Londres unió a Carlos, príncipe de Gales, y Diana Spencer.
Ese día yo empezaba mi trabajo como camarero en un hotelito torremolineño de medio pelo. Como la concurrencia británica no era pequeña el director dispuso que se instalara un aparato de televisión sobre el mostrador de la terraza, junto a la piscina. Mientras las abuelitas albiónicas eran incapaces de reprimir sus lagrimones, yo las iba consolando a golpes –no pequeños- de gin-tonic (Gordons, obviamente) y, de vez en cuando echaba una miradita furtiva a la pantalla king size tan henchida de tules. Estaba yo distraído y entonces la oí. Un verso de “El poema de los dones” de Jorge Luis Borges es: “Gracias por el amor, que nos hace ver a los demás con los ojos con los que los ve la divinidad.” Años después, cuando leyera esa línea, habría de evocar precisamente aquel momento. Ella cantaba –lo investigué después- Triumph now with joy and mirth, una de las graciosas piezas que Thomas Giles compuso a principios del XVII conmemorando el “soñado y místico matrimonio entre Escocia e Inglaterra.”
La verdad es que Emma y yo formamos lo que se llama una pareja perfecta: ella en Oxford, yo en Salamanca, completamos estudios similares; ambos somos fanáticos del negocio de las lenguas raras y –oh, felicidad- nuestra pasión por la música vocal del Renacimiento nos convierte en un dúo inmejorable. Pero -¿qué hay perfecto en este mundo?-, un pequeño inconveniente entorpece nuestra relación: el destino, envidioso del gozo de los mortales, ha dispuesto que nadie hasta ahora haya tenido la genial idea de presentarnos.
Yo, mientras espero a que ella lea esta mi declaración de amor, voy escuchando las grabaciones de su maravillosa voz. La de Dido y Eneas, contemporánea a la boda de los príncipes sobrementados, me pone en un estado catatónico, en especial su interpretación del aria final. Ese Sol alto, salvaje y fantástico de la segunda sílaba del “remember” (“remember me, but forget my fate”) sería, creo, el último sonido que quisiera escuchar en este mundo y, como decía Cortázar de cierto acorde de trompeta mágica, así saborearlo en mis oídos por toda la eternidad.
Para Emma pasan los años como pasan por todos nosotros; pero su voz, no tan brutal como la que nos enamoraba a los treinta de su edad, ha ganado ese empaque de sabiduría, de grandeza del maestro que hace suya la música; una grandeza que la lleva a que, durante toda una existencia, consagrada, la viva en sus huesos, con esfuerzo, reflexión y madurez, y al final –igual que le sucedió a Richter con Bach- nos la devuelva de tal modo que nos hace olvidar que esa obra es cosa ajena y que como por azar fue concebida por otro ser allende el tiempo.
Emma: los dioses –la florida Diana que tanto te debe- te bendigan para siempre; mi amor, mi dulce Emma Kirkby.
Por contra de lo que les sucedía a los muchachos de mi generación, incluso antes de leer En brazos de la mujer madura siempre he tenido preferencia por las señoras de solera, y hoy, cuando ya incluso he pasado la edad sobre la que cantaba Martirio, más todavía. Si observo a mis estudiantes –a las chicas digo- las admiro estéticamente: pocos objetos naturales existen más hermosos que ellas; pero nunca se me pasaría por la cabeza el buscar ningún acercamiento que no sea el que me corresponde por oficio, esto es, el de enseñante y paternal mentor. De esa extraña e incomprensible pasión lolitista que acosa, por lo que parece, a un tanto por ciento de la profesión me creo totalmente libre. Supongo que gozaré de esta gracia por haber considerado bastante eso que le dice a Calisto tan donosamente su criado: “Lo al, mejor lo hacen las bestias en el prado.” Y es que a la postre –por lo menos cuando uno cuenta con alguna madurez- lo que convierte a una relación en algo diferente es, sin duda, el resto, lo que no tiene que ver con los breves ratos “aparejados a deleite,” la complicidad, la conversación inteligente, el hacer de los momentos de compañía lo más parecido a una danza graciosa en la que cada uno lleva su parte y el conjunto es algo más que esa suma de contrarios.
No se crea que lo que digo arriba es producto y fruto sólo de una noche de insomnio. No, que hablo desde la propia experiencia. La mayoría de los que leéis esto os vais a llevar una sorpresa, pero algún día había que confesarlo: estoy enamorado de una señora que ya no cumple los sesenta abriles y esta pasión no es cosa de hace dos días. Veréis.
Como dicen que sucede bastante, lo nuestro comenzó también en una boda. Fue en el verano de 1981, en julio con toda seguridad y posiblemente el veintimuchos. Yo no tenía más que dieciocho recién cumplidos. Ella, treinta y tantos. Esta diferencia de edad no fue –por lo menos para mí- impedimento. El amor surgió a primera vista -bueno, a primer oído- y todavía, a pesar del tiempo y de la distancia, persiste inmutado y sospecho que inmutable hasta el final de mis días.
Lo curioso es que a esa boda ninguno de los dos estábamos invitados. Eso sí, es posible que fuera la ceremonia nupcial que más personas hayan contemplado nunca: aquella que en Londres unió a Carlos, príncipe de Gales, y Diana Spencer.
Ese día yo empezaba mi trabajo como camarero en un hotelito torremolineño de medio pelo. Como la concurrencia británica no era pequeña el director dispuso que se instalara un aparato de televisión sobre el mostrador de la terraza, junto a la piscina. Mientras las abuelitas albiónicas eran incapaces de reprimir sus lagrimones, yo las iba consolando a golpes –no pequeños- de gin-tonic (Gordons, obviamente) y, de vez en cuando echaba una miradita furtiva a la pantalla king size tan henchida de tules. Estaba yo distraído y entonces la oí. Un verso de “El poema de los dones” de Jorge Luis Borges es: “Gracias por el amor, que nos hace ver a los demás con los ojos con los que los ve la divinidad.” Años después, cuando leyera esa línea, habría de evocar precisamente aquel momento. Ella cantaba –lo investigué después- Triumph now with joy and mirth, una de las graciosas piezas que Thomas Giles compuso a principios del XVII conmemorando el “soñado y místico matrimonio entre Escocia e Inglaterra.”
La verdad es que Emma y yo formamos lo que se llama una pareja perfecta: ella en Oxford, yo en Salamanca, completamos estudios similares; ambos somos fanáticos del negocio de las lenguas raras y –oh, felicidad- nuestra pasión por la música vocal del Renacimiento nos convierte en un dúo inmejorable. Pero -¿qué hay perfecto en este mundo?-, un pequeño inconveniente entorpece nuestra relación: el destino, envidioso del gozo de los mortales, ha dispuesto que nadie hasta ahora haya tenido la genial idea de presentarnos.
Yo, mientras espero a que ella lea esta mi declaración de amor, voy escuchando las grabaciones de su maravillosa voz. La de Dido y Eneas, contemporánea a la boda de los príncipes sobrementados, me pone en un estado catatónico, en especial su interpretación del aria final. Ese Sol alto, salvaje y fantástico de la segunda sílaba del “remember” (“remember me, but forget my fate”) sería, creo, el último sonido que quisiera escuchar en este mundo y, como decía Cortázar de cierto acorde de trompeta mágica, así saborearlo en mis oídos por toda la eternidad.
Para Emma pasan los años como pasan por todos nosotros; pero su voz, no tan brutal como la que nos enamoraba a los treinta de su edad, ha ganado ese empaque de sabiduría, de grandeza del maestro que hace suya la música; una grandeza que la lleva a que, durante toda una existencia, consagrada, la viva en sus huesos, con esfuerzo, reflexión y madurez, y al final –igual que le sucedió a Richter con Bach- nos la devuelva de tal modo que nos hace olvidar que esa obra es cosa ajena y que como por azar fue concebida por otro ser allende el tiempo.
Emma: los dioses –la florida Diana que tanto te debe- te bendigan para siempre; mi amor, mi dulce Emma Kirkby.