miércoles, 19 de diciembre de 2007

Dos amigos

Decía mi abuela (y Chus Lampreave en "La Flor de Mi Secreto") que "en mi casa hasta el culo me descansa." Bueno, pues tras una semana de no parar por la Piel de Toro, ya estoy otra vez en la mía, y aunque sea brevemente quiero dejar constancia ahora de mi particular y odiseico periplo.

Empezaré por lo malo: me ha causado mucha tristeza el no poder disfrutar de más tiempo con mi familia (unos minutos perdidos aquí y allí) y no encontrarme en absoluto -en un caso muy brevemente- a mis maestros y amigos, a varias de las personas que, aún sin verlas durante mucho tiempo, siguen siendo tan importantes en mi vida: no las nombro porque ellas saben quienes son. Con todo, después de cinco años sin volver por mi tierra de origen esta semana ha estado llena de sorpresas, casi todas gratas. La primera es que, por primera vez, he disfrutado de un simposio, del que, con el título "Civilizaciones y fronteras" hemos celebrado en la suave Salmántica. A mí estas cuestiones de congresos académicos siempre me han dado muchos repeluses. Soy de los que pienso que casi todo está en los libros: que si el contenido de lo que se dice merece la pena al final se publica y uno puede disfrutar de esas actas en su casa tranquilamente. En fin, viendo estas cosas como mero turismo camuflado, siempre que había podido declinaba mi participación. Ahora me estaba vetado hacer lo mismo por el simple motivo de que fue precisamente mi Universidad la que me encomendó la organización del evento y que, por mera cortesía, no podía negarme.

Para no ser prolijo lo diré en cuatro palabras: hasta el tener que hacer de moderador, presentar una ponencia y contestar a las preguntas de los sabios, me ha divertido no poco; pero lo mejor de todo es que he hecho un montón de amigos a los que espero ver, si es posible, en el próximo simposio internacional del año que viene, el que según me dicen se organiza en Canadá.

Estas nuevas amistades son fundamentalmente miembros del equipo de investigación japonológica de la Universidad Han'yang, dirigidos por la profesora Chung, la gran señora de los estudios de Niponología de Corea. Por el Museo del Prado, la Alhambra y los edificios de Gaudí he disfrutado de su sentido personal del humor, humanidad y sencillez, así como del de los otros quince miembros de la expedición de ese país. Cuando nos despedimos para regresar cada uno a nuestra tierra les dije "me iría con ustedes a Corea" y no era retórica.

En aquellos programas históricos de televisión de nuestra infancia siempre había alguien que tras llevarse las mil pesetas -de la época- o el apartamento en Lloret de Mar preguntaba "¿Puedo saludar?" Yo aquí, antes que nada, quiero reverdecer aquella regia costumbre y enviar los mejores deseos de felicidad a las hermanas de Paco de la Vega, que por lo que me cuenta él, sin conocerme de nada, son lectoras de estas líneas y que, además, son tan amables hasta para reírse con mis ocurrencias. Muchísimas gracias.

Hablar con mi familia después de tanto tiempo, el simposio, la compañía de mis colegas, el viaje y las risas que le han acompañado, todo ha sido excelente, pero una de las mejores cosas que me han pasado ha sido el poder ver después de diez años a mi queridísimo amigo Paco y haberle encontrado tan bien como le dejé la última vez que nos despedimos, aquella resplandeciente tarde de verano, en un pueblito de su tierra donde vivía. Las canas inevitables a mayores que ahora luce no hacen sino darle aún más el aire de filósofo antiguo con el que pintábamos en la facultad a ese Séneca que nos aparecía en el magín durante las clases de aquella tonante profesora por la que sentíamos el mismo temor reverencial -imagino- que los romanos por sus dioses penates. En fin, que esas siete horas que pasamos juntos en los Madriles ya son para mí inolvidables y casi míticas. Me llevó a cenar a un restaurante "de toda la vida" de la parte antigua donde lo peor no era sin duda la mulatita caribeña que nos servía las viandas. Nos pusimos al día de nuestras cuitas, esperanzas y temores; regamos la comida con un vino estupendo de Rioja y a su hilo recitamos sus poemas y los míos -muy indecentes, en su mayor parte- para asombro, supongo, de los comensales de las mesas vecinas. Cuando, después de un largo paseo -tradición nuestra-, a las dos de la madrugada me dejó en el hotel de la Gran Vía en el que me hospedaba con mi grupo, al despedirme de él, me vi en un estado de euforia como hacía mucho tiempo que no me encontraba. Supongo que se debería a esa verdad que hace tanto ya nos descubrieran los griegos y que a fuerza de repetida hemos venido olvidando: sin nadie a nuestro lado que nos entienda, la vida, de verdad, es que no vale medio duro.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Mi vida como padre turulato


Aquella mañana, a eso de las siete, mi madre se acercó muy despacito a donde yo dormía (no quería despertar a mi hermano que estaba al lado) y me dijo susurrando: “No hace falta que te levantes: hoy no hay colegio.” A las nueve tomé el desayuno, cogí mi pelotita y me fui al campo de fútbol. Sin clase –imaginaba- todos los niños ya estarían allí dando patadas a destajo. La sorpresa fue que el terreno estaba vacío y no fue sino media hora después cuando empezaron a llegar mis amigos: “¿Por qué no has venido a la escuela”. “Mi madre me dijo que no había.” “¿Y cómo lo sabía tu madre?”

A la hora de comer, al volver a casa, se lo pregunté. “Pero hijo, ¿cómo iba a haber clase el día en que se ha muerto Franco?” No pude sino sentir orgullo: la mía había sido la única que, usando solamente el sentido común, había razonado y no había enviado a sus hijos al colegio.

Agradezco a la fortuna el que, por haber nacido tarde, mis recuerdos del franquismo no estén cargados de amargura: me viene a la cabeza la foto que, junto al crucifijo, presidía nuestra primera escuela, las pintadas en la piedra de los edificios del centro hechas con plantilla en las que se veía la imagen negra del perfil del dictador sobre un “¡Viva España!” y la Cruz de los Caídos que dominaba el Campo de San Francisco. La única noticia indirecta de la represión de aquellos años eran las que en los veranos nos daba mi abuelo, portero de la finca en la que se alojaban los Peces-Barba durante las vacaciones estivales. A veces nos contaba que el joven don Gregorio ese año no podría bañarse en Ondarreta porque “estaba a la sombra.” Tengo todavía la imagen precisa del primer día que lo vi. En su apartamento veraniego no había teléfono. El insigne jurista (un muchacho de treinta y pocos o ventimuchos) necesitaba comunicarse urgentemente con alguien en Madrid y mi abuelo le habría dicho: “Vete a casa y llama. Allí está el niño.” Tocaron el timbre y yo, contraviniendo todo lo que me habían advertido, abrí. Recuerdo todavía la imagen de un gigante gordo, inmenso, que en pantalones cortos me dijo: “Me manda tu abuelo para que use el teléfono.” Yo contesté: “Aquí no hay nadie” y, a pesar de sus insistencias, no le permití pasar. El que aceptara la negativa de un niño de seis años, se fuera tras sus pasos y no forzara su entrada en el apartamento siempre lo he tenido como una muestra de su talante personal y cuando años después lo veía en su tribuna del Parlamento –con una figura infinitamente más esbelta que aquella con la que apareció por primera vez en mi vida- me venía a la memoria su respeto a la voluntad de ese chiquitajo que había sido yo y no podía por menos que considerar que, como poco, la dirección del Congreso estaba en manos de alguien que sabía respetar a las minorías. En fin, que para mí el franquismo en la infancia era exclusivamente el efecto causante del hecho inexplicable de que una persona tan amable e inofensiva como don Gregorio hijo tuviera que pasar los veranos sin disfrutar de las jornadas donostiarras que tanto le agradaban.

Estas consideraciones sobre las épocas pretéritas de irracionalidad fascista –pretéritas al menos por el momento- me han venido a la cabeza a causa del primer “shock” importante que he recibido como padre. Ayer, cuando mi hijo y yo íbamos paseando con intención de admirar las hojas del otoño que están en su mejor sazón, esperando la luz verde de un semáforo, cruzó, como alma que Saturnino a sus azufres lleva, uno de esos furgones negros que, con lunas tintadas y la bandera japonesa en sus latas, iba soltando a toda ganga música de marchas militares. Esta imagen, aunque no cosa de todos los días, es más o menos común en este país: las jaurías de la extrema derecha emplean tal sistema para recordar al público su existencia. Imagino que, dada la nula representación en el parlamento y los medios tan rudimentarios que tienen que emplear para hacerse sentir (“Perro ladrador, poco mordedor”) deben de ser cuatro nostálgicos que, acabada la faena, finiquitarán la jornada en el bareto más cutre de la zona intercambiando bravatas o planeando una próxima visita a algún “soap-lando”, uno de esos burdeles con baño incluido a los que yo imagino abonada a esta gente.

Cuando pasó el cacharro miré a mi peque y le dije: “Qué pesados, ¿verdad?”. Él, muy serio, me respondió: “No, papa: ellos defienden Japón de los malos.” Oír esta frase en labios de un renacuajo de cuatro años que casi no levanta los mismos palmos del suelo es una experiencia surrealista; si ese epsilón resulta ser tu hijo, la cosa se convierte en traumática sin paliativos. Yo, presa del atontamiento, no respondí nada en aquel instante. Más tarde, comentándolo con mi mujer, llegamos a la conclusión de que se debe de tratar de una frase que habrá oído en el jardín de infancia de labios de otro niño y que –metería la mano en el fuego- tal indeterminado ñajo lo habrá aprendido de alguno de sus abuelos.

Como ya he dicho en anterior ocasión, que persona con dos dedos de frente sienta simpatía aquí por la extrema derecha no puede sino achacarse a la estulticia más irreductible. Basta leer cuatro líneas de historia para comprender que, por encima de todo, quienes llevaron al Japón a un combate tan desigual como fue la Guerra del Pacífico no eran tanto unos fanáticos, como, plana y sencillamente, unos gilipollas. Los archivos están repletos de diarios, cartas y papeles de todo tipo en los que los altos mandos militares dan constancia del sinsentido de un enfrentamiento a enemigo tan absolutamente superior. ¿Por qué esos mandos, muchos de ellos responsables de las acciones más inteligentes y exitosas de la guerra, no se plantaron ante los catéticos mentales que gobernaban la nación? Para mí es un misterio, como lo es más aún el hecho constatable de que, incluso en los momentos en que el desastre ya era claro, gran parte de la ciudadanía mantuvo una actitud arrogante y suicida con respecto a la contienda. Por una vez lo que escribo no lo he aprendido en los libros: mi propio suegro me ha contado que si él no combatió como piloto kamikaze fue, sencillamente, porque debido a su corta edad no se lo permitían, y que lo mismo les sucedió a todos los amigos de sus años.

Gracias al padre de mi dómina he podido conocer de primera mano el relato de la angustia de los bombardeos, cuando el Japón ya derrotado tuvo que sufrir los crímenes contra la humanidad que supusieron los ataques incendiarios, las ráfagas de los helicópteros o, quizá aún más patético y destructivo para los adolescentes que aquella época, el que, al día siguiente de un discurso poliflamígero en el que se les exhortaba a la muerte por la patria, tuvieran que soportar el oír de los labios de sus queridos maestros la información alucinante de que lo bueno y lo fetén era de verdad el sistema parlamentario, y América -literalmente la víspera, el enemigo-, ahora, el paraíso que habían buscado a tiros y bombazos durante todos aquellos años.

En fin, creo que lo mejor será que me haga un poco el sordo a la frase de mi chiqui. En mi caso la suerte ha querido que tenga fácil el remedio: si dentro de unos años repite la misma insensantez, sencillamente le enviaré a donde su abuelo, que le diga cuatro cosas.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

El amor de mi vida

Cuando yo tenía veinte años era piadosa tradición de los tiempos que, mientras los chicos perseguían a la mozuelas de su edad, ellas –por lo menos las que merecían la pena- se vieran más inclinadas por el “madurito interesante”, ese prototipo de varón misterioso al que le empiezan a brillar los primeros grises del cabello y que, como decía la gran Martirio en una de las canciones de su primera época, “lo saben todo de vinos.”

Por contra de lo que les sucedía a los muchachos de mi generación, incluso antes de leer  En brazos de la mujer madura siempre he tenido preferencia por las señoras de solera, y hoy, cuando ya incluso he pasado la edad sobre la que cantaba Martirio, más todavía. Si observo a mis estudiantes –a las chicas digo- las admiro estéticamente: pocos objetos naturales existen más hermosos que ellas; pero nunca se me pasaría por la cabeza el buscar ningún acercamiento que no sea el que me corresponde por oficio, esto es, el de enseñante y paternal mentor. De esa extraña e incomprensible pasión lolitista que acosa, por lo que parece, a un tanto por ciento de la profesión me creo totalmente libre. Supongo que gozaré de esta gracia por haber considerado bastante eso que le dice a Calisto tan donosamente su criado: “Lo al, mejor lo hacen las bestias en el prado.” Y es que a la postre –por lo menos cuando uno cuenta con alguna madurez- lo que convierte a una relación en algo diferente es, sin duda, el resto, lo que no tiene que ver con los breves ratos “aparejados a deleite,” la complicidad, la conversación inteligente, el hacer de los momentos de compañía lo más parecido a una danza graciosa en la que cada uno lleva su parte y el conjunto es algo más que esa suma de contrarios.

No se crea que lo que digo arriba es producto y fruto sólo de una noche de insomnio. No, que hablo desde la propia experiencia. La mayoría de los que leéis esto os vais a llevar una sorpresa, pero algún día había que confesarlo: estoy enamorado de una señora que ya no cumple los sesenta abriles y esta pasión no es cosa de hace dos días. Veréis.

Como dicen que sucede bastante, lo nuestro comenzó también en una boda. Fue en el verano de 1981, en julio con toda seguridad y posiblemente el veintimuchos. Yo no tenía más que dieciocho recién cumplidos. Ella, treinta y tantos. Esta diferencia de edad no fue –por lo menos para mí- impedimento. El amor surgió a primera vista -bueno, a primer oído- y todavía, a pesar del tiempo y de la distancia, persiste inmutado y sospecho que inmutable hasta el final de mis días.

Lo curioso es que a esa boda ninguno de los dos estábamos invitados. Eso sí, es posible que fuera la ceremonia nupcial que más personas hayan contemplado nunca: aquella que en Londres unió a Carlos, príncipe de Gales, y Diana Spencer.

Ese día yo empezaba mi trabajo como camarero en un hotelito torremolineño de medio pelo. Como la concurrencia británica no era pequeña el director dispuso que se instalara un aparato de televisión sobre el mostrador de la terraza, junto a la piscina. Mientras las abuelitas albiónicas eran incapaces de reprimir sus lagrimones, yo las iba consolando a golpes –no pequeños- de gin-tonic (Gordons, obviamente) y, de vez en cuando echaba una miradita furtiva a la pantalla king size tan henchida de tules. Estaba yo distraído y entonces la oí. Un verso de “El poema de los dones” de Jorge Luis Borges es: “Gracias por el amor, que nos hace ver a los demás con los ojos con los que los ve la divinidad.” Años después, cuando leyera esa línea, habría de evocar precisamente aquel momento. Ella cantaba –lo investigué después- Triumph now with joy and mirth, una de las graciosas piezas que Thomas Giles compuso a principios del XVII conmemorando el “soñado y místico matrimonio entre Escocia e Inglaterra.”

La verdad es que Emma y yo formamos lo que se llama una pareja perfecta: ella en Oxford, yo en Salamanca, completamos estudios similares; ambos somos fanáticos del negocio de las lenguas raras y –oh, felicidad- nuestra pasión por la música vocal del Renacimiento nos convierte en un dúo inmejorable. Pero -¿qué hay perfecto en este mundo?-, un pequeño inconveniente entorpece nuestra relación: el destino, envidioso del gozo de los mortales, ha dispuesto que nadie hasta ahora haya tenido la genial idea de presentarnos.

Yo, mientras espero a que ella lea esta mi declaración de amor, voy escuchando las grabaciones de su maravillosa voz. La de Dido y Eneas, contemporánea a la boda de los príncipes sobrementados, me pone en un estado catatónico, en especial su interpretación del aria final. Ese Sol alto, salvaje y fantástico de la segunda sílaba del “remember” (“remember me, but forget my fate”) sería, creo, el último sonido que quisiera escuchar en este mundo y, como decía Cortázar de cierto acorde de trompeta mágica, así saborearlo en mis oídos por toda la eternidad.

Para Emma pasan los años como pasan por todos nosotros; pero su voz, no tan brutal como la que nos enamoraba a los treinta de su edad, ha ganado ese empaque de sabiduría, de grandeza del maestro que hace suya la música; una grandeza que la lleva a que, durante toda una existencia, consagrada, la viva en sus huesos, con esfuerzo, reflexión y madurez, y al final –igual que le sucedió a Richter con Bach- nos la devuelva de tal modo que nos hace olvidar que esa obra es cosa ajena y que como por azar fue concebida por otro ser allende el tiempo.

Emma: los dioses –la florida Diana que tanto te debe- te bendigan para siempre; mi amor, mi dulce Emma Kirkby.

Nuevos lectores en "Epistulae ex Japonia"

Aquí el blog en Latín.

Hoy me han escrito algunos lectores nuevos. No tengo ánimo -ni tiempo- para usar el latín, pero he decidido escribir dos líneas a estos nuevos amigos. He leído vuestros mensajes con mucha alegría. Muchas gracias.

sábado, 24 de noviembre de 2007

A la cerveza le invito yo




Por causas que no me apetece contar, estos días hace exactamente una década tuve que entretener brevemente, con un buen amigo japonólogo, a cierto político español, a su esposa y a un asistente del primero. El mismo día de la llegada de los tres, a la hora de la comida, les esperábamos en el lobby de su hotel, uno de los más afamados entre la extranjería pasajera por esta tierra. El prohombre nos saludó con esa seguridad campechana que exhiben muchos de nuestros padres de la patria y tras los protocolos de rigor nos soltó casi sin tomar aliento: “Venga, vamos a comer, que ya es hora. Invito yo, ¿eh?” “Bueno, -contesté- la verdad es que no conozco muchos restaurantes por aquí.” El político, con tono de hombre viajado -era la segunda vez que venía al Japón- arqueó las cejas, movió la cabeza un poquito hacia un lado, esbozó una sonrisa de conmiseración y con un aplomo de película ensayado seguramente frente a un espejo dijo: “Hombre, Japón, Japón, ya se sabe: ternera de Kobe. Sí, sí, venga, carne de Kobe, no se hable más.” “Vaya -dijo mi amigo-. Habría que mirar si hay algún restaurante que la sirva por aquí. Además, eso es cosa bastante cara...” “Nada, nada, un día es un día. Por el dinero, no preocuparse: ya he dicho que invito yo." Ese “yo” era más bien colectivo: quien iba a pagar sería la institución a la que él representaba, y, en último término, el contribuyente hispano. "Casualmente -continuó- yo conozco un restaurante en la última planta de este hotel donde la sirven buenísima.”

El experto exhibió su mejor sonrisa: no todos los días podía hacer gala de su sabiduría extrema en cosas del Oriente, y más aún delante de fulanos a los que se les suponía un conocimiento suficiente del negocio. Es que, claro, el que sabe, sabe...

Mientras subíamos en el ascensor, aunque yo tomaba parte en la conversación intrascendente que se iba desarrollando, la verdad es que lo hacía con el piloto automático: iba calculando mentalmente cuánto nos podría costar una comida de ese tipo en una de las zonas donde los restaurantes presentan las minutas más caras del planeta. Para qué lo voy a negar: siempre me ha parecido ridículo y hasta vergonzoso el gastarse esos dinerales en banquetes en los que uno paga más por mantel, sonrisas y ceremonia que por lo que vale la pitanza en sí. Comidas como ésta no las podré disfrutar, ni tengo ninguna pretensión de llegar a hacerlo nunca. En este caso el hecho de que el dinero tirado a la basura -por lo menos en mi caso- fuera a venir de los impuestos que pagaba la gente de mi país (o del que fuera, que es lo mismo) me ponía en un estado que no sabía definir: entre la risa falsa y el escándalo de quien durante gran parte de su vida -como yo- aunque afortunadamente no ha pasado penurias extremas ha tenido que contentarse con lo justo.

Entramos en el restaurante y la cosa fue como esperaba: lujo niponero, esos ventanales exagerados de los últimos pisos de los rascacielos por los que entraba la luz alegre del invierno, zalemas inacabables. Nos sentaron no en una mesa, sino en un pequeño mostrador circular en cuyo centro tomó posiciones un cocinero de media edad, bien afeitado, piel cuidada, muy en su papel de artista de alta cocina japónica. Delante de él había una plancha de cocina, impoluta, brillante como un espejo.

A todo el que ya lo sepa le pido disculpas por explicar lo obvio. La carne de Kobe no es cara a causa de un capricho de sus productores. El proceso de engorde es realmente laborioso: se somete al ganado a masajes continuos, se les hace escuchar música (he oído que las óperas de Mozart y los Preludios de Chopin son sus favoritos) y reciben una dieta muy cuidada, en la que se incluye la cerveza. Se me perdonará mi inexcusable e irreplimible sinceridad plebeya si afirmo que el único día que me fue dado el probarla -éste que ahora relato- no pude descubrir la diferencia entre la exquisita y deliciosa ternera de Kobe y la común vaca vulgaris.

Una camarera toda reverencias nos trajo un menú pequeñito, encuadernado en piel. Nos entregó un ejemplar a cada uno; el primero, claro, al gran hombre. Éste se sentaba imediatamente a mi derecha. Abrió con decisión la libretilla y, en aquel momento, sentí el respingo. No quiero ni mentir ni exagerar: la reacción fue levísima, el temblar de su voz casi duró sólo una fracción de segundo: enseguida recuperó la compostura. “Bueno, bueno, la verdad es que yo no tengo mucha hambre -maravillas de la letra impresa: seis caracteres y un espacio (10000 ¥) se la habían quitado instantáneamente-. Con cien gramitos voy servido.” Miré entonces yo mi menú: cien gramos de ternera de Kobe, el plato más barato del restaurante, costaban precisamente diez mil yenes, al cambio actual unos sesenta euros: hace diez años la divisa japonesa estaba por los cielos; entonces habría que haber añadido un treinta por ciento. Mi amigo japonólogo, todavía no ilustrado en precios y con su menú cerrado, apostilló: “Pero eso es muy poco: te vas a quedar con hambre.” En aquel momento el político demostró por qué era lo que era: “No, no, si es que, ya sabes, en el avión, en business, la comida... Me he tomado un desayuno de ésos y todavía no me ha dado tiempo ni a digerir el café.” (ni, con seguridad, le daría en toda la jornada después del corte de digestión que le iba a suponer la llegada de la cuenta). La señora, el asistente, mi amigo -después de caer en el ajo- y yo accedimos al mismo pedido, tomamos nuestros cien gramitos y salimos del restaurante. Los dos residentes en el país, tras agradecer al padre de la patria su buen uso de los presupuestos del estado, nos marchamos e inmediatamente nos dirigimos dos estaciones de metro más allá a un restaurante de ramen -fideos chinos- a saciar nuestro apetito. Por el camino, imitando con mi mejor registro de bajo la voz de Jean Paul Belmondo, acerté a mascullar: “No te preocupes, un día es un día: la cuenta -unos seiscientos yenes- la pago yo. Y si quieres tomar una cerveza, sin problemas.”

La historia de arriba me ha venido de repente a la memoria por ciertos artículos de la prensa hispana en los que se cuenta que la Guía Michelin ha repartido como el doble de estrellas más por la capital de Japón que en la de Francia. Si alguien recuerda lo que yo escribía hace poco acerca del Instituto Cervantes y de la especial relación que conservan los franceses con este país creo que tendrá una pista del porqué de esta amabilidad extrema de los sabios galos de la cocina. No sé si a uno de los restaurantes de campanillas a los que he ido alguna vez -siempre en categoría de invitado y por causas como la de arriba- le habrá tocado la chinita. De lo que sí estoy cierto es de que a los que yo frecuento, y en los que me gasto como mucho dos mil yenes por sesión, no los habrán visitado ni pensado visitar. Y es una pena porque ni al mismo precio, cambiaría por la comida del sobredicho restaurante de la carnecilla de Kobe al gran establecimiento regentado por Tomoko-san, Hidamari de Hadano, o a esos genios del “natural pork” que son, en Fujisawa, los cocineros de Gombachi o de Hekkorodani.

Tomoko-san, la gran dama que regenta Hidamari, yo la veo como una institución dentro de la ciudad donde vivo, Hadano. Su restaurante es el centro de actividad de mucha de la gente que hace algo que merezca la pena por aquí. El local es realmente pequeño: no cabrán más de dos docenas de personas, y aún así con dificultad. Los conciertos, el ambiente, el calor humano de las tres señoras que lo atienden, es para mí lo que le hace entrañable. Obviamente la calidad de la comida, y sobre todo del café, también ayudan. Pero yo creo que, aunque el menú no fuera tan extraordinario, incluso entonces me tendrían asegurado como cliente.

De los dos restaurantes de Fujisawa de los que hablo arriba se podría decir tres cuartos de lo mismo. Aunque aquí la comida sea lo fundamental -la carne de cerdo, como digo- el ambiente también ayuda. Cada tanto celebran lo que llaman “la noche de las velas”, en la que, a su luz tenue, clientes y camareros participan en conciertos improvisados e inolvidables.

Tiempo atrás, durante una de esas cenas a las que me veo obligado a asistir de vez en cuando, en cierto tugurio fino de Roppongi, una de las zonas de mogollón nocturno más afamadas de la capital, un camarero me informó: “Precisamente donde usted está ahora es el lugar en el que se sentó hace unos días el Presidente Bush.” Pegué un respingo, pero, habiendo aprendido ya mucho de gentes como el político de antes, contaré orgulloso que lo disimulé muy bien. En efecto, en su visita a Tokyo, el populachero primer ministro Koizumi había querido mostrar a su amigo americano -y a los trescientos que le acompañaban- un trocito del jaleo capitalino y le había llevado a la tasca en la que yo me encontraba. En fin, cuando algún día lea esto -o, en su defecto, cuando lo hagan los de la Michelín- si le apetece, que no se corte y me pegue una llamada; que lo haga, por ejemplo, dentro de un año, cuando deje definitivamente el mando (y yo esté de vacaciones de primavera). Aquí me tiene muy dispuesto a darle un paseo por los mejores restaurantes de la comarca. Seguramente se lo pasará pipa y aprenderá cosas importantes, para el día en que él mismo de su bolsillo tenga que pagar la cuenta, digo. En el periplo prometo invitarle; bueno, por lo menos a una cerveza. Qué puñetas, un día es un día: a toda la que quiera.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Cata Francia, Montesinos, / cata París, la ciudad, / cata las aguas del Duero / do van a dar a la mar …

Fue precisamente en la expedición que llevó a cabo por el interior de los Estados Unidos mi paisano Francisco Vázquez de Coronado cuando un primer europeo pudo contemplar esa maravilla que cuentan que es el cañón que ha excavado durante milenios el famoso río Colorado. El pobre don Francisco se quedó sin verlo: pero la impresión que le transmitió quien sí tuvo la suerte de echarle el ojo, uno de sus muchachos, García López de Cárdenas, no le dejaría duda alguna de la grandeza del descubrimiento. Al hilo de esto me viene a la cabeza el que Lorca, en la primera carta a su familia desde Nueva York contaba que se sentía asombrado al comprobar el hecho de que una obra de la humanidad –los grandes rascacielos de Manhattan- pudieran sobrecoger tanto como las de la naturaleza. A mí me pasó lo mismo cuando me encaramé en uno de los observatorios del Gobierno Metropolitano y vi esa inmensa aglomeración humana: en Madrid si uno se sube a la última planta del edificio del Corte Inglés y otea, el campo no queda tan a lo lejos. En Tokyo no sucede lo mismo y esa realidad sobrecoge a los que tenemos el pelo de la dehesa un poco intransigente. Eso sí: la segunda vez ya es casi como si uno lo hubiera visto desde el día en que nació. Por contraste, observar el sol que se pone sobre las montañas de enfrente de mi casa es un espectáculo que, aún después de tantos años, todavía me obliga cotidianamente a abandonar mi tarea y a contemplarlo.

Árboles y ríos son las dos presencias naturales que más me impresionan: los primero como cantos a la vida, poemas perfectos y mudos, cada uno diferente, cada uno irrepetible e incomparable. Lo escribió en ripio de tierna ingenuidad uno de esos “war poets” de la Primera Guerra Mundial de los que tengo ganas de escribir algo, el sargento Joyce Kilmer, del 165 de Infantería del ejército de los Estados Unidos: “I think I shall never see / A poem lovely as a tree.”

Los ríos me fascinan por motivos muy diferentes de los de los árboles. El fundamental –además de su majestuosa grandeza-, por los diferentes caracteres y matices que adquieren en su recorrido, y también, por los el contraste de éstos entre un río y otro. Con respecto a lo primero, de los tonos cambiantes de una corriente al fluir, tomó nota de forma extraordinaria Smetana en la composición dedicada al que recorre gran parte de su tierra: el Moldava. Si alguien no ha escuchado esta pieza desde aquí le recomiendo que lo haga: gozará con su ingenuidad descriptiva.

Mencionad los nombres de los ríos y, aunque no los conozcamos en persona, los recuerdos, las sensaciones, los sueños volverán: el Sena, y con fondo de música de acordeón aparecen siluetas de amantes recortadas sobre las primeras luces de las farolas y las últimas del crepúsculo; en el Arno sentimos la tristeza del Dante por esa Beatrice que entreviera sobre sus aguas; al Rubicón, humilde arroyuelo, tanto que no creo que mucha gente –yo el primero- lo pudiera localizar en un mapa mudo, lo vemos teñido por los siglos de legendaria historia romana; el Ebro, para los españoles de la posguerra era sinónimo de masacre, como también lo sería el Marne para los franceses o el Oder para los alemanes.

Existen ríos con nombres misteriosos. El que para mí se lleva el premio será sin duda el Támesis, el “río de la muerte” de los celtas británicos. De muchos de ellos los indoeuropeístas han podido descifrar o, como poco, conjeturar, su significado: a los interesados recomiendo Los indoeuropeos y los orígenes de Europa, de D. Francisco Villar, sin duda el mayor especialista mundial en hidronimia y su origen. Según el profesor Villar podemos rastrear tres estratos fundamentales: uno superior, histórico; un segundo, paleo-indoeuropeo; y un tercero pre-indoeuropeo. Con respecto al primero no hay demasiado que decir: se trata de los nombres que dieron a las corrientes de agua nuestros antepasados directos: los romanos, los griegos, germanos, celtas y eslavos. El paleo-indoeuropeo nos habla de pueblos que dominaron nuestro continente hará unos cinco milenios. Esta gente, no obstante, hablaban idiomas emparentados con los nuestros. El tercero, profundo y mucho más misterioso: se trata de etnias de las que desconocemos casi todo por lo que respecta a su lengua, pero de los que, gracias a restos arqueológicos abundantes y al trabajo detectivesco llevado por la gran arqueóloga americana Marja Gymbutas, sabemos que eran gentes con una gran cultura, gentes que contaban, por ejemplo, con comunicaciones agilísimas (restos de materiales producidos en el Mar Negro se han encontrado en Britania y viceversa). Como digo, desconocemos casi todo: pero nos quedan los nombres de sus ríos.

La gente de las letras ha jugado graciosamente con ellos: algunos ejemplos un poco al tuntún. Todos aprendimos las Coplas de Jorge Manrique en las que “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir…”. Lo que separaba la tierra de muertos y de vivos en el mundo fantástico de la antigüedad era una extensión acuática, a veces un lago; las más, un río. El Rhin cuenta con una presencia decisiva en toda mitología germánica, la literatura alemana e inevitablemente, en Wagner. Las ninfas que “estaban en el río metidas” salen del Tajo y “somorgujan su cabeza” en los versos de Garcilaso. Fue En las orillas del Sar donde la entrañable Rosalía escribe su obra Castellana. Mi añorado Tormes aparece varias veces en nuestras letras, alguna con tintes no muy positivos. El "aprendiz de río", el Manzanares, era ya conocido en la literatura -en la picaresca, por ejemplo- mucho antes de que la periodística deportiva lo inmortalizara gracias al nombre de un estadio…

Heráclito decía que uno “no se puede bañar dos veces en el mismo río”. Pero ya se sabe: “Con el tiempo hasta los tiempos se cambian.” Por fortuna el Guadiana, el Wad-anas de los árabes, el río Anas de aquellas tribus desconocidas que poblaron nuestra Península mucho antes que nosotros, ése, nunca cambiará: inevitablemente acabará pasando, al final, por Valladolid…

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Μe enloquece tu parte, la postrera...

(Para el poema, click aquí)

Hace un año Günter Grass, poco antes de publicar un volumen de memorias, reveló que durante el final de la Guerra Mundial había pertenecido a las SS. Como mis lectores son todos gente culta y literata me ahorraré ahora comentar la batalla que se entabló entre críticos y defensores del genial autor de Die Blechtrommel (El tambor de hojalata) porque ya resulta archiconocida. Sólo diré que en aquellos días me encontraba entre los segundos, o sea, los aliados de Grass, y no a causa de motivos sentimentales o humanitarios, ni mucho menos: mi simpatía por el esqueleto que nuestro premio Nobel había sacado de su armario estaba movida por razones muy egoístas. El caso es que yo también tenía, en el fondo de mi guardarropa, sin que nadie en el mundo lo supiera, un hermoso ejemplar osamentario que, como el del escritor alemán, esperaba su turno para orearse en la terraza de mi casa. Aprovechando lo de que el Guadiana pasa por Valladolid, en lo más crudo de la polémica grasseña me planteé dar yo también el paso adelante y decir con voz firme: “Aquí estoy, ¿algún problema?”. No fui valiente y de verdad que lo siento mucho. Pero, como pasó con lo del Tercer Secreto de Fátima, algún día tenía que ser; hoy llegó el momento y allá va la bomba: Yo, la verdad, es que nunca me he leído El Quijote

Sí, sí; ya oígo el rechinar de dientes, los cielos que se hunden sobre mi cabeza, siento al velo del templo rasgándose a modo y la tierra que, temblona bajo mis pies, se abre amenazando engullirme con sus fauces… Vale, vale, que me explico. Cuando afirmo que “no he leído El Quijote” lo que realmente quiero decir es que no lo he hecho como todo el mundo, o sea, empezando por “En un lugar de la Mancha…” y terminando por la palabra “Fin” del segundo tomo.

Como a todos los españolitos de mi generación la tabarra que sufrí desde mi primera infancia con la obra de Cervantes fue de no contar: a la tierna edad de seis añitos el maestro –una bestia corrupia de la que ya he hablado hace algún tiempo- se empeñó en leernos todos los días un capitulo del librito –le tocaría en una tómbola- a la hora teórica de la siesta: recuerdo ahora que escuchaba esa lectura como si fuera música concreta. Entendía que aquellos párrafos estaban escritos en mi idioma, que debería comprender lo que decían, pero por mucho que me concentraba –al principio, luego desistí- era incapaz de sacar una idea, una imagen coherente de aquellas parrafadas en un idioma “que aunque fuera castellano, el lenguaje era el moscovio.” No sé muy bien cómo aquella degradación de bípedo implume había concebido tal idea: me imagino que en esa genialidad habría bastante ingrediente de nacionalismo natural de aquellos años. Sea como fuere yo saqué la impresión de que los libros de los mayores, en especial los escritos hace bastante tiempo, eran infinítamente más insoportables que la misa del domingo, dónde iba a parar. A partir de ahí cuando en mitad del bachillerato –una vez-, en primero de Filología –dos-, en cuarto de Hispánicas –la tercera- me vi obligado a leer los dos dichosos tomos, siempre me las arreglé de alguna modo para persuadir a mis examinadores de la ficción de una labor cumplida que no lo era sino en su apariencia.

¿Cuál es el motivo principal de mi cabezonería? Un rasgo de mi carácter que con seguridad ya conoce todo aquel que a alturas tan avanzadas lee estas líneas: desde mis más tiernos años siempre he odiado el que me mandaran nada y, sin embargo, he soportado cualquier esfuerzo, hasta los irrazonables, para alcanzar aquello que fuera mi puro capricho. Ese es el motivo por el que, sin ir más lejos, cuando tenía que estar traduciendo el griego, Tucídides se me caía de las manos y, sin embargo, ahora, cuando me siento agobiado por el japonés me paso la tarde perdido en La Eneida, y eso sólo porque nadie me obliga. Soy así: ni me enorgullezco ni me avergüenzo. He aprendido a vivir con este demonio particular, le invito a café de vez en cuando y hemos logrado un cierto entendimiento con los años. En fin, como no hay nada nuevo bajo el sol, supongo que a muchos os habrá pasado lo mismo ahora que tenéis unos añitos.

Cuando me vine a Japón, con treinta, jamás había leído ni un solo capítulo de la obra del gran manco. Ese otoño, cuando más añoraba España y sobre todo el uso diario de mi idioma, tomé prestado el libro de la biblioteca y me lo devoré con una avidez que nunca había sentido por la literatura (que ya es decir). Lo leía en cualquier parte: donde más disfrutaba era cuando, por la tarde en el tren, levantaba la cabeza de las aventuras del hidalgo de la Mancha y me encontraba con el paisaje irreal de esa estación –uno de los más hermosos de la tierra-, con esa luz dorada de los crepúsculos, con los rostros de la gente, lo que contrastaba tanto con aquella ficción de la España de hace ya tres siglos.

Me divertí enormemente. Ahora alguien preguntará “Pero no decías que no lo habías leído como todo el mundo.” Así es: será que soy demasiado cabezón, o que era incapaz de sobrellevar el putativo trauma de veinticinco años negándome a romper el tabú. En fin, que me lo fui devorando a saltos, a golpes, a brincos. Comencé por el principio del segundo tomo y fui dejándome llevar por el capricho. Cuando un capítulo, un párrafo, alguna frase se me atragantaba buscaba en el índice y, un poco a la buena de Dios, me decidía por tal o cual capítulo que no había leído y seguía el hilo hasta que, otra vez aburrido, repetía la operación. Al final, excepción hecha de la novelilla de “El Celoso Impertinente”, de la que di cuenta tiempo después, creo que acabé por leérmelo todo. En estos catorce años habré vuelto otras tres o cuatro veces al libro, pero nunca de una forma sistemática, como mandan los cánones. Lo más que me habré aproximado a la ortodoxia reconocida será cuando hace un lustro más o menos, comencé otra vez por el principio del segundo tomo, me lo leí de seguido, sin saltos ni interrupciones, volví al principio y di fin al primer volumen, eso sí, saltándome otra vez el “Impertinente”, que siempre se me hace demasiado demasiado.

Mi reacción inicial tras aquella lectura fue una mezcla de alegría y rabia: lo segundo, por haberme privado de un libro tan hermoso durante muchos años de mi vida; lo primero, por todo lo que había disfrutado, especialmente, cómo me había reído. Para mí El Quijote es sobre todo un libro divertido, posíblemente el más divertido que conozco. Hay un pasaje, “La aventura de los leones”, que siempre me ha hecho reír a carcajada. Cuando pienso en este pasaje una imagen sobresale: el enorme felino enseñando sus “postreras partes” a D. Quijote. Esta expresión, “postreras partes,” es seguramente la que se me hace más presente de todo el libro y en lo que queda de artículo voy a explicar por qué.

Ya lo dicen los ingleses “Last but not least,” y es que cuántas veces lo que viene al final acaba siendo lo más importante. Ejemplos sobran y postres hay de todo tipo; ninguno será lo peor de la comida. Con respecto a los valores de esas “partes postreras” no de los leones, sino de los humanos, hay ejemplos de sobra: ahí están los negritos de tal desierto a los que, cuando la comida abunda, no paran de trasegar y acumulan toda su energía precisamente allí, de modo que si viene la sequía, se convierte en la parte fundamental de la que sacan fuerzas para ir sobreviviendo. Con respecto a la importancia en los procesos intelectuales que algunos atribuyen a la zona glútea contaré la opinión de Emmanuel Lasker, el gran campeón de ajedrez de principios del siglo pasado, quien sostenía que el patrimonio más querido de cualquier profesional era su “carne de sentarse”, y que él había comprobado que precisamente había una correlación positiva entre éxito en el noble juego y volumen de la susodicha zona. Cualquiera que haya participado en un campeonato medianamente serio y haya tenido que pasarse cuatro o cinco horas sentado comprenderá perfectamente al genio alemán.

Si uno se pone pesado y empieza a citar lo que va diciendo por ahí la gente de ciencia con respecto a ese elemento posterior de nuestra anatomía habría de incluir pasajes muy jugosos. Recuerdo ahora, por ejemplo, que hará unos veinte años se hizo pública una encuesta entre el público femenino (seguramente americano, de dónde si no) que revelaba que la zona del cuerpo masculino a la que las mujeres concedían más importancia era precisamente ésa. Ellas –contrariando la sabia filosofía gurruchaguesca- los preferían mínimos: cuanto más pequeños mejor. No faltó tampoco en el jubileo el antropólogo de guardia que apuntaba que esa inclinación no era sino un atavismo de aquella época, en la que el mozo que más corría, más proteína aportaba a la unidad familiar en forma de carne de antílope praderero. “Culo zapatérico, difícil de cargar,” sería un refrán muy repetido por las señoritas casaderas del África original durante esos milenios remotos y el muchacho al que la nalga le llegaba al suelo se quedaría para vestir santos.

Bueno, la historia del trasero masculino es -lógico- sólo la mitad del trayecto. Porque, unos quince años antes de la encuesta de la que hablo, publicó Desmond Morris, un egregio súbdito de su majestad británica, su obra más conocida The Naked Ape y en ella ya sabéis todos lo que argumentaba: que, ahora sí, al igual que aquella sabia caterva de profundos pensadores –la Orquesta Mondragón- ellos también las preferían gordas, por lo menos cuando las veían por detrás. Y es que una buena popa era el elemento de mayor atractivo para nuestros antepasados masculinos: esa generosa y “levantada grupa” que decía Alejo Carpentier, y la amplia cavidad pélvica que la acompaña, se vería como la mejor prueba de facilidad para el embarazo y, por tanto, promesa de la descendencia numerosa imprescindible para el sobrevivir del grupo familiar.

Sean verdad las causas que nos cuentan los antropólogos o no, lo cierto es que “ese lugar donde la espalda pierde su casto nombre” resulta uno de los puntos más eróticos del cuerpo humano, o, por lo menos, para mí lo es. Desde los años del bachillerato, cuando levantando el cuello me hacía jirafa si salía a la pizarra Julita (la llamábamos en secreto “Julito”, por su “culito” rozagante) hasta hoy, cuando todavía se me alegran las pajarillas ante un trasero en pompa, no hay parte de las señoras que me parezca más atractiva. Personalmente creo que, viviendo en este país, tengo mucha suerte. Me explico.

La primera vez que leí Historia de Roma del genial periodista italiano Indro Montanelli me pasó como con El Quijote: no paré de reírme: todas esa hilarantes aventuras de los emperadores, sus extravagancias y ridiculeces son una forma más inteligente de aficionar a las nuevas generaciones a la historia antigua que el palo y tentetieso de los manuales de bachillerato. Al principio de su narrativa nos hace una confidencia: las mujeres romanas –al igual que las italianas contemporáneas, dice- sólo tenían un defecto: su trasero bajo y excesivo. De las japonesas no se puede decir ni mucho menos lo mismo. Cuando llegué a este país me encontré con un compatriota mío, el profesor que me precedió en mi plaza y que había pasado a trabajar entonces como enseñante a tiempo parcial. A este profesor tengo muchas cosas que agradecerle: apoyo, consejos, afecto, pero, sobre todo, las valiosas informaciones que me proporcionaba fruto de su larga permanencia en el Oriente. Un día, mientras comíamos me soltó una adivinanza: “¿Tú sabes por qué tantas japonesas son campeonas de natación, vaya, por qué las mujeres de aquí nadan tan bien? Muy sencillo: nada por delante, nada por detrás… Bueno, -añadió poniendo en la voz un tono doctoral- la verdad es que las cosas cambian. Cuando llegué a esta tierra claro que era así. Ahora ya van teniendo más pecho, más… en fin, ya me entiendes.”

Yo, para qué os voy a engañar: en mi desconocimiento y santa inocencia aquello lo tomé como la opinioncilla de un candidato al viejoverdismo más clásico y natural, si bien algo prematuro. Cuando ha ido pasando el tiempo he comprobado empíricamente que la opinión de aquel gran navarro no se retiraba un punto de la verdad. Será por lo que sea: la alimentación, el ejercicio (o la falta de él) por la ingestión de hormonas en la dieta (como dicen algunos) o por cosa de la inevitable expansión del universo de que nos hablan los físicos; el caso es que la parte postrera de las japonesas se está convirtiendo en un auténtico monumento a las glorias de Natura. Ahora se comprende bastante bien eso que contaban que decía un jesuíta ya mayor, uno de los habían abandonado los hábitos para maridar con nativa (nativa a la que por cierto embarazó de siete hijos casi en siete años consecutivos): “Oye, yo es que en España lo llevaba muy bien; pero cuando venía por aquí y me encontraba con una japonesa, que casi no me podía aguantar. Si no me caso hago una desgracia…” Bueno, uno puede comprender que durante el “Siglo Ibérico” no existan casos similares, por lo menos documentados, de misioneros que se volvieran locos por las mozas aborígenes: en comparación con las ardientes latinas de nuestra tierra las pobres tenían poco que ofrecer, por lo menos físicamente.

Aunque a día de hoy las posterioridades de las jóvenes –y no tan jóvenes- hispanas no tengan demasiado desperdicio, cierto es, por lo que yo veo, que las modernas Chōchō-san -la Butterfly de Puccini- comparadas con su triste predecesora juegan con ventaja a la hora de lidiar con los Pinkerton de hoy que, como yo, abundan en el país. Éstos las persiguen y las admiran a destajo; eso sí, si tienen buen criterio, ellos lo harán, del mismo modo que como dicen que va siempre el príncipe Felipe de Edimburgo –aclaro que por motivos bastante diferentes- caminando a unos tres pasitos de distancia, retrasados, obviamente…



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lunes, 19 de noviembre de 2007

De Dionisio el dulce don

Eel horario laboral de la gente de la oficina va de nueve a cinco de la tarde. La jornada comienza y termina del mismo modo: con los altavoces del campus emitiendo a toda pastilla el himno de la Universidad, una melodía compuesta por el actual presidente del consejo de administración. La letra es obra de su padre, el fundador del centro. Para mí durante las tardes de los jueves de bastantes años ese sonsonete se convirtió en el preludio de mi “staff-class”, esa que comenzaba precisamente un cuarto de hora después. Los noventa minutos de la sesión –lo que duran todas las lecciones por aquí- eran una de mis delicias personales de la semana: hasta habría pagado dinero por encargarme de ella.

Asistían todos los años los mismos alumnos, profesores y oficinistas, gente adulta, con un gran interés por España, su idioma y por el aprendizaje de lenguas. A menudo en la encuesta de las clases normales, las de los veintañeros estudiantes, me escriben lindezas como ésta: “Profesor, si no le importa, explique menos etimología y más gramática, que por eso estamos aquí.” Para qué nos vamos a engañar: llevan razón. Pero a veces –como decía ayer- olvido que no es necesariamente universal mi entusiasmo por minucias como, verbigracia, que el kasutera (un dulce importado por los misioneros portugueses en el dieciséis) y Manchester tengan el mismo origen etimológico (el latino castrum). En fin, que en esa clase de “staff” podía no sólo dar rienda suelta a mi afición por la lingüística histórica, sino que incluso los estudiantes me aseteaban a preguntas sobre las relaciones de parentesco entre las lenguas de Europa, su común origen y el de préstamos léxicos. Si todos mis estudiantes eran auténticas joyas, el que se llevaba el premio gordo era el profesor Watanabe. Cuando he acabado de escribir lo anterior, lo de “premio gordo”, he dado un respingo y me ha venido el reflejo de borrar la frase inmediatamente. El motivo es que el profesor Watanabe, con su metro sesenta centímetros, deberá de pesar más de cien kilos. Si dejo la expresión de arriba sin más no es por crueldad, sino todo lo contrario: él era el primero que en la clase hacía chistes acerca su condición de “hombre grande”: me parece que sería algo ridículo el censurar un desliz mío con el que el interesado se partiría de risa.

Este catedrático, especialista en Historia del Pensamiento Económico Mundial, hoy ya retirado, es una de las personas de trato más agradable que yo haya conocido: simpático, cariñoso, un auténtico pedazo de pan. Según me ha contado él mismo se ha convertido en profesor emérito de una universidad de escasos recursos en algún confín perdido del remoto noreste de China. En agradecimiento a su labor el edificio central del campus de ese centro lleva su nombre, “Biblioteca Watanabe.” 

Este entrañable historiador de la economía cuenta con amigos en casi todos los rincones del mundo. Durante sus años universitarios había disfrutado de una beca larga en una universidad de Holanda (creo que era Leiden, pero no estoy muy seguro) y de allí venía este episodio que voy a contar. Un buen día una pareja de amigos le invitaron a una velada en la casa de ambos. Al llegar, los anfitriones le recibieron y mientras que el esposo le servía la bebida, la señora marchaba a la cocina a preparar la cena. El profesor Watanabe, como buen japonés, cuando terminó su trago, a pesar de no haber saciado todavía su sed, permaneció con su vaso vacío sin atreverse a pedir más al dueño de la casa. Al regreso a la suya contó el suceso a una persona de su confianza: “Oye, no me han ofrecido más que la primera cerveza.” “¿Y tú por qué no has dicho nada?” “¿Pero, cómo? Es cosa de ellos preguntar al invitado.” “No en Holanda. Nosotros lo vemos así: con los amigos hay confianza y no existe la necesidad de agobiarlos: si quieren beber más, lo piden y ya está. Si no lo hacen, será que no tienen sed.”

A pesar de esta anécdota no se crea que era una persona muy aficionada a la bebida: las veces que, al acabar el curso, terminábamos en la nomiya de rigor nunca le vi probar más de una jarrita del espumoso y rubio líquido monacal. Supongo que, como persona inteligente y moderada que es –durante las vacaciones de verano se convertía en estudiante de una universidad budista- conocía sus límites. Aunque exitirán diferencias grandes entre individuos, según parece la tolerancia al alcohol de los japoneses es menor que la de los occidentales. Dicen que se debe a la falta en su sistema digestivo de cierta enzima que acelera el metabolismo de esta substancia, y que por eso, a causa de la mayor concentración de alcohol en el riego sanguíneo, el rostro se les enrojece cuando consumen demasiado material espiritoso.

Si bien no me he encontrado todavía con ningún japonés violento a causa de la euforia que produce el alpistillo, sí puedo decir que conozco varios sucesos curiosos, de oídas, claro, pero, sobre todo, por haberlos vivido como protagonista. De los primeros elegiré para referir aquí el que me contó cuando lo conocí un graciosísimo y entrañable colega brasileño que hace mucho que no veo, Miguel, quien, junto a un compañero suyo, auxilió cierta noche en las cercanías de la estación de Shinjuku a un “salaryman” bastante pasado de trago. Según parece, cuando la víctima de la intoxicación alcohólica gracias a la ayuda de estos muchachotes subía al taxi, se quitó su Rolex de la muñeca y se lo entregó a ellos en recompensa por la buena acción. Ni que decir tiene que rechazaron el regalo. No sé si el reloj sería auténtico: Miguel aseguraba que sí y yo no tengo motivos para dudar de su palabra; entre otras cosas porque de oro él sabe más que yo: no en vano precisamente de ese metal era la medalla que le dieron en la olimpiada de Seúl. Más que por otra cosa, para que nadie se quede con la duda añadiré que entonces no se le ocurrió decir que no.

Como en todos los lugares del planeta, el alcohol también en Japón es un elemento importante en la vida social de las gentes. Aunque recientemente se ha iniciado la producción de morapio con uvas nacionales todavía la mayor parte de los caldos que se consumen interiormente proceden del extranjero. El vino francés es la estrella; no obstante, a causa de sus precios, el californiano, el australiano y el chileno gozan de mucha popularidad. En bastantes supermercados es posible encontrar los españoles, fundamentalmente Torres “Sangre de Toro” y algún rioja de calidad media. En las tiendas especializadas de Tokyo la variedad no es problema, pero sí lo es el precio.

Contaba hace unos días cómo el sacerdote del santuario shinto en el que celebramos la fiesta del “shichi-go-san” de mi hijo nos había aconsejado no tomar el sake servido al fin de la ceremonia en caso de que alguno de nosotros tuviera que conducir después. Los japoneses están muy concienciados de los peligros de la bebida al volante. Con todo, y como en cualquier otro lugar de la tierra –a excepción de Arabia Saudí, probablemente- los accidentes por este motivo no son pocos. De cualquier modo, y por lo que veo, es posible que como causa de muerte el suicidio presente en las estadísticas un índice cercano. Casi todos los días, cuando subo al tren, en la pantalla que hay en nuestra estación se nos avisa de retrasos en tal o cual línea a causa de lo que se denomina eufemísticamente en la jerga ferroviaria “jinshin jiko”, o sea literalmente, “accidente de cuerpo humano” (por contraste con el provocado exclusivamente por el mal estado de los raíles o del funcionamiento de las máquinas). Aunque, como digo, se trata de un fenómeno casi cotidiano, no puedo por menos de sentir una y otra vez idéntica tristeza cuando leo la frase en las letras rojas que corren sobre el fondo negro de ese monitor alargado; siempre se me pinta en la imaginación con los mismos tintes tenebrosos la anónima tragedia del hombre –apenas son mujeres- que no encuentra otra salida a su dolor vital que el de terminar con su existencia y que lo hace de una forma sin duda tan horrenda. Mi hijo, siendo un fanático trenero, insiste siempre en que, para ver las maniobras del conductor, de las que no pierde ripio, viajemos en el vagón de cabeza. Esta inocente costumbre de mi pequeñajo me produce desazón: es que algún amigo me ha contado la horripilante experiencia que supone el ir en ese primer vagón del comboy y sentir el golpe seco, el frenazo consiguiente y la media hora de fría espera hasta que las fuerzas del orden, el forense y los camilleros llegan y levantan el cadáver. Creo haber leído en la prensa que estos procedimientos cada vez se van agilizando –cosa de todos los días, como digo- y que ahora ya el asunto entero dura solamente quince o veinte minutos. No deja de ser desasosegante el tratamiento burocrático que inevitablemente tienen en nuestro mundo urbano estas tragedias.

Un día, cuando el sol ya se había puesto, daba mi paseo cotidiano por un camino paralelo a las vías de la línea de Odakyu, la que pasa justo al lado de mi casa. Vi con sorpresa a pocos metros delante de mí a un hombre que lentamente, como dudando si hacerlo o no, intentaba saltar por encima de la verja de hierro de más o menos metro y medio que separa el trazado del ferrocarril del de la calle. Al llegar a su altura le miré y supuse que sus torpes movimientos se debían a algún problema de salud, quizá depresivo, que le atenazaba las articulaciones. Sin pensarlo mucho me dirigí a él y le interpelé: “Lo que está haciendo usted es peligroso”. El hombre me miró sin contestarme. En aquel momento, observé con horror que un tren salía de la estación y se acercaba a toda velocidad a donde estábamos. Pasó inmediatamente por mi cabeza la imagen de este hombre arrojándose delante de mí bajo las ruedas y siendo destrozado en mi presencia. Le así con todas mis fuerzas por la cintura, sentí pasar los vagones y respiré un segundo. En aquel momento el fulano me miró y con aquella mirada lo comprendí todo: “No se preocupe, yo no me quiero suicidar: ‘short-cut, short-cut,’ -con la mano señalaba el otro lado- ¿me entiende?“ Perfectamente: no era más que un borracho que salía del “Doppo,” el afamado tugurio de la esquina, y no queriendo molestarse en caminar doscientos metros hasta el paso a nivel cruzaba por lo sano. “¿De qué parte del Sudeste de Asia es usted?” me preguntó. Estaba perfecta e irremediablemente cocido. Con un cabreo inevitable contra mí mismo no contesté y seguí a trancos firmes y rabiosos mi paseo. Cuando miré para atrás pude ver, ahora ya sin inmutarme, que un tren procedente de la dirección contraria de aquella a la que miraba el individuo había evitado el laminarlo por una mera fracción de segundo. Verdaderamente que los hay con suerte…

sábado, 17 de noviembre de 2007

El Japón heroico y galante

Algunos de mis lectores me han escrito para enviarme piropos pero que muy subidos. Como no puedo ir en absoluto de modesto -porque no lo soy- y como además confío en el criterio de ellos mucho más que en el mío propio, no les contradeciré en absoluto; me limitaré a darles las gracias y a enviarles con esta frase el afecto que desde hace muchos años ellos ya saben que les tengo. Uno me dice que las entradas que más le agradan son las que tratan de tema japonés, o sea, esas en las que yo cuento la vida diaria de mi tierra. Digo “mi tierra”, y lo digo muy a propósito, porque aunque me tenga –eso sí, sin estridencia ninguna- por español (“la patria es la lengua” sostenía alguien que sabía bastante de esto), a Japón le debo mucho de lo que soy, en este país está mi casa, y en él ha nacido más o menos la mitad de las personas que verdaderamente cuentan en mi vida. El desprecio enorme que siento por cualquier nacionalismo se me hace perfectamente compatible con el amor a un pueblo, a un país o a un idioma, sea o no el que uno mamara desde la cuna. En fin, que por circustancias de la vida, de las que no reniego en absoluto, al igual que manifiesta Donald Keene en el título de su libro, voy Viviendo entre dos patrias.

Un conmilitón mío de repente se echó una novia (la primera que se le conocía) y como resultado todos acabamos evitándole; es que terminó por ser incapaz de hilar más conversación que esa que trataba de las maravillas de su amada. Un poco de lo mismo nos pasa a los que andamos por el mundo usando de alguna pasión como combustible vital. Yo creo ser víctima de unas cuantas, entre las que reparto mis energías (y, seguramente, una ligera e innata tendencia al pelmacismo, que dirán algunos): la primera de ellas es el Japón y su cantarina lengua. Lo cierto es que muchas veces temo dejarme llevar en exceso por ese entusiasmo e imponer a mis contertulios o lectores un tema que no les importe demasiado o que sea obvio o manido para la mayor parte de ellos.

Pero mi dificultad principal al exponer temas del Oriente es la que sigue: tras morar casi una década y media por aquí he perdido mi sensibilidad de españolito de la calle. Ahora lo que vivo casi todo me parece intrascendente; de mi sentido común se ha borrado la frontera entre lo trivial y lo digno de interés que poseía durante mis primeros días en estas islas. Ya casi nada me asombra: lo que de verdad se me hace exótico es lo de España. Por ejemplo, si voy leyendo El Quijote en el tren, esa lectura se me convierte en una acción extrañante y evocadora, pero no por el marco japonés, ni mucho menos, sino por el ingrediente que aporta el hidalgo de La Mancha. Cuando paseo por mi barrio me cuesta un esfuerzo grande el sentirme ajeno: esto es mi vida y ya no hay más. La gente, al ver mi cara de extranjero puede considerarme como tal; yo por dentro, haciendo uso de mi libertad, experimento una sensación de pertenencia a ese ámbito de la que no me puedo apartar si no es con un ejercicio consciente de mi voluntad. En mi Salamanca natal me pasará lo contrario, supongo: para la gente que me vea sin conocerme seré un charrito como hay tantos: pero para mí ese paisaje, durante gran parte de mi vida tan familiar, goza ahora del matiz de lo inexplorado, de lo nuevo, de aquello que vemos por primera vez. Puede que alguien piense que exagero para hacerme el interesante, después de todo la Plaza Mayor sigue ahí, la Catedral, tantas cosas. Bien es cierto: pero yo soy ya otro. Mi ancestro que se iba viviendo engastado en ese mundo ya no existe: yo soy su heredero, pero en otro tiempo, en una dimensión diferente, cargado de otros lastres, con ilusiones y con una visión de mí mismo que andan por las australias de ese entonces.

Si pretendo escribir sobre Japón como lo que para mí no es, como una tierra exótica, envuelta en nieblas de misterio, de literatura romántica, me voy a morir de asco. Allá donde uno vaya, imagino, la gente se quiere, se odia, ambiciona, desea mejor suerte; en unos casos teme al futuro y en otros lo espera con ilusión: es el lote que le ha tocado a la humanidad, y ya está. Claro, hombre: no hay tierras iguales, a ésta la azotan los tifones dos veces al año, la superficie tiembla cada tanto, el suelo cultivable es mínimo: todo esto ha obligado a los japoneses a adoptar una visión del mundo con matices diferentes a la de la gente del territorio en el que nací, en donde el espacio sobra y la naturaleza es, por regla general, mucho más benigna.

Vaya, que yo lo veo así: seguiré escribiendo de mi vida japónica porque ser fiel a sus pasiones es una de las cosas más nobles que uno puede hacer. Pero, como yo en el caso de mi España, si no os parece mal, el exotismo lo ponéis vosotros: a mí no me sale.

Y que os quiero, salaos.


viernes, 16 de noviembre de 2007

Vicio puro

Hoy es viernes. Decir viernes con dieciocho años, recién ingresado en la universidad, era mentar la locura. Algunos de mis compañeros no cogieron el tranquillo a la vida nocturna hasta algunos cursos después: y es que mi departamento de Clásicas era un sumidero de muchachos estudiosos, ponderados, de esos que se piensan veinte veces las cosas antes de hacerlas y a los que en muchos casos, de tanto darle al coco, acaba pillándoles el toro (o no pillándolos, lo que a veces es peor). Bueno, pues yo, en aquel tiempo tuve la suerte de juntarme con una pandilla de inadaptados a este mundo -en nuestra mayor parte seguimos siéndolo- y junto a ellos me lancé como loco a disfrutar la noche. La fiesta terminaba de madrugada cuando ya hasta a los camareros del último garito golfo les iba ganando el sueño.

El que, sin conocerme, haya leído lo anterior pensará que soy un amante de la juerga, del descontrole y de la vida nocturna. Nada más lejos de la realidad: todo el mundo se ríe de mi costumbre de acostarme con las gallinas la noche del treinta y uno de diciembre para amanecer fresco la primera mañana del año y así poder pasear las calles vacías sintiendo que la ciudad por unas horas me pertenece. Odio las aglomeraciones, los ruidos, el barullo; pero sobre todo lo que me desquicia los nervios es el tener que apuntarme a una fiesta programada, a ese momento en que, caiga quien caiga y sientas lo que sientas, tienes que divertirte a toque de clarín y seguir la marcha del golpe de tambor del galeote. Una fiesta tal, a hora fija, a mi anarcotizante corazón se le hace como falta de la salsita fundamental, de lo verdaderamente divertido: el capricho, el azar, el aquí te pillo aquí te mato, y leña al mono. Entiendo que se programe el trabajo: para hacer lo mismo con el vicio, por favor, que no cuenten conmigo.

A los veinte años, más o menos, después de uno y pico de desmadre, decidí jubilarme de cachondeo e hincar los codos. Cuando mis colegas salían los fines de semana a los garitos y acababan en la cama con moza obsequiosa y diferente una noche de cada dos; mientras ellos experimentaban con variedad de substancias euforizantes, yo me recogía a hora moderada, me levantaba casi con la del alba y me marchaba a la biblioteca cuando de temprano que era no habían puesto casi ni las calles. Le he oído muchas veces a mi amigo Paco decir que de lo único de lo que se arrepiente es de no haber desbarrado más (él emplea un verbo mucho más rotundo y sonoro, pero creo que me entendéis). A mí me sucede tres cuartos de lo mismo: si pudiera volver atrás veinticinco años sin ninguna duda me juntaría con mis amigos en aquellas correrías nocturnas iniciáticas, protagonizaría infinitamente más calaveradas y así estaría mejor entrenado de lo que estoy en lo que verdaderamente forma a una persona: las lides del trato humano, esas lides en las que comprendemos que uno no debe de buscar a toda costa una seguridad inexistente, sino que tiene que vivir con el riesgo, aprendiendo a dominarlo, a seducirlo y, si es posible, a vencerlo, pero nunca a ignorarlo. Hay otra razón fundamental por la que haría muchas más locuras: las pocas que cometí en aquellos años me sirvieron como experiencia para evitar enormes estupideces en las que no caí en mi edad adulta, y viceversa: las larguísimas horas en las que calenté con mis postreras partes los asientos de aulas y bibliotecas no me sirvieron en absoluto en el momento de intentar no caer eb aquellas de las que acabé siendo responsable.

Cuando hay uno que -especialmente un político- de joven no obra locuras, malo: de mayor será el necio más grande que encontrarse pueda. Entendámonos: no hablo de locuras idiotas como ponerse sin ningún sentido ciego a cocaína todos los días de tu vida, de beneficiarte sin ir provisto de la protección adecuada a todo bicho erotizante que se ponga a tiro, o conducir autos a gran velocidad en sentido contrario por las autopistas, como se dice que hacen por ahí apostando fortunas. Todas estas cosas no son locuras: son puras y simples gilipolleces que no sirven para nada en el proceso de entender qué es de verdad el mundo. Lo que yo aquí llamo “locura” es a esa búsqueda de lo insólito, lo no trillado, de experiencias con los ojos bien abiertos, a la conciencia de rastrear formas desconocidas, nuevos esquemas y sensaciones.

Eso que denominamos sociedad, todas las fuerzas que la contituyen (familia, empresa, gobiernos, escuela) tienen entre otras funciones una muy santa: hacerte vivir una vida que no es la tuya, sino más bien la que ellas desean que tú vivas. Para mí tal verdad es algo que está en la naturaleza de las cosas, nada por lo que debamos tirarnos de los pelos o rasgarnos las vestiduras: si fuera de otra manera, si no existiera ese refreno social, si cada uno viviera segun sus propios patrones de conducta dejándose llevar sólo por sus impulsos primitivos (y seguramente sanos), quién iba a soportar las imposiciones del estado, quién iba a pagar impuestos, quién iba a ser el tonto que marchara el lunes al trabajo con una resaca insoportable. Para conseguir los enormes beneficios que la sociedad moderna nos produce (un buen ejemplo: el que la mortalidad infantil sea del dos por mil y no del muchísimos por ciento como sucedía hace cuatro generaciones), para poder contar con hospitales y escuelas que de verdad funcionen hemos de rendir una parte de nuestra libertad: no nos queda más remedio. Para que ese trato sea equilibrado y no perdamos demasiado en ello debemos de conocernos a nosotros y a los demas. Ese conocimiento no se recibe en lo que se llama con gran certeza "enseñanza reglada": más bien al contrario. La función de ésta es instruir no en lo que nos hace individuos, sino lo que nos convierte en masa, aquello que interesa para que entremos bien en el engranaje. Ahí esta el motivo por el que la historia del país sea una asignatura indispensable, o las matemáticas, o la lengua nacional, estas dos siempre entendidas como elementos funcionales, algo de lo que sacar un provecho más o menos inmediato. Las disciplinas que realmente forman la sensibilidad del ser, la música, el dibujo, la escritura, hasta la filosofia (en el sentido más general), aparecen relegadas, y cuando se imparten se hace de tal manera que se convierten en meras disciplinas pasivas, en las que se aprende a venerar las geniales obras del pasado, a adorar los sonetos de Quevedo y rara vez a experimentar la escritura de uno.

Para equilibrar esa presión natural del “sistema” y construirnos como individuos, necesitamos aprender a torearlo, y mucho; y lo deberíamos hacer cuando mejor podemos: cuando aún estamos tiernos de huesos y flexibles de corazón. Tenemos necesidad en nuestra juventud de salirnos de los caminos trillados, de los de la cordura que no conducen sino a la nada más boba. Los del desmadre, el cachondeo, la experimentación al límite, de lo inusual te pueden llevar a que te des de cabeza contra el granito, a caerte de morros y partírtelos: pero cuando te levantes habrás aprendido no poco. El abrirte muchas veces la cabeza de joven no es gran cosa: a esa edad todo cura rápidamente. Esta experiencia te evitará el que te suceda lo mismo de viejo, y mejor que sea así, porque, entonces, si te pasa una vez, vas listo: de ahí, a la eternidad.

Hay pocas “sabidurías” que merezcan el honor de la piedra negra de los antiguos; pero creo que ésta es una de ellas: “La derrota es maestra de mil victorias; la victoria misma es perfectamente estéril.”





jueves, 15 de noviembre de 2007

Aquellos "maravillosos" años

Aprovechando el que El País haya hecho públicos sus archivos he podido rescatar la reliquia que aquí va. Como se hace con las películas del cine mudo la he restaurado a su antiguo esplendor: tenía algunos errores y, tontamente, el currito del periódico alteró el final. Es curioso que de aquellos años hasta ahora cinco (de los abonados me imagino) hayan votado y me hayan dejado tan bien (me falta media estrellita para el pleno). "Oh, tiempo, implacable escultor..."





LA GLORIA DE OLIMPIA
 12/08/1992

"Si uno por su viveza en los pies, o en la quíntuple prueba, / obtiene el triunfo donde el recinto de Zeus, / junto a las aguas del Pisa, en Olimpia, o vence en la lucha, / o gana en el arte del púgil lastimador, / o en la espantosa porfía que llaman pancracio, es probable / que ya sus vecinos al verlo lo estimen mejor / y que obtenga en los juegos un puesto de honor, destacado, / y que por cuenta del pueblo alimento le den / en la ciudad y un presente que sea un recuerdo; y que saque / todo eso mismo si vence en los carros también, / sin ser como yo acreedor a esos premios: mejor que la fuerza / de hombres o potros es, de verdad, mi saber. / Pero en esta materia se piensa muy mal, y no es justo / que se prefiera la fuerza a un útil saber. / No porque haya entre el pueblo uno que sea un buen púgil / o bueno en la quíntuple prueba o que sepa luchar / o tenga viveza en los pies el más estimado de todos / los ejercicios donde del hombre el vigor / se prueba en los juegos, no está por eso mejor gobernada / la ciudad, ni tendrá una alegría mayor / porque triunfe un atleta en certamen a la orilla del Pisa; / que eso no llena de la ciudad el almacén".

El poema, por supuesto, no lo he escrito yo, sino un señor de hace más de 2.500 años, griego, que se llamaba Jenófanes. La traducción es de Juan Ferrater.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Shichi-go-san

Cierta persona a la que me presentaron hace años durante unas vacaciones en España, al saber que yo vivía por estas tierras, me preguntó asombrado: "Pero, por ejemplo, un martes, ¿qué haces tú en Japón?" Pues ayer fue precisamente martes (y trece, ahora que lo pienso). Como tuve un día completísimo iba a contar mis peripecias desde las cuatro y media de la mañana, cuando me levanté, hasta las once de la noche, en que llegué a casa. Pero me sucedió lo del domingo anterior: un inesperado acontecimiento de hoy, miércoles, ha puesto mi cotidianeidad marteña en segundo plano y, por eso, dejaré ese relato para más adelante.

Estaba tan feliz soñando en mi futón a las seis de la madrugada cuando intuyo una dulce voz femenina que baja del paraíso:

- Anata. Kyō wa, ne, jūichigatsu no saigō no daian dakara, kodomo no Shichi-go-san no koto wo shita hōga ii ja nai kashira?

"Como sueño no está mal, pienso." ¿Será un aviso de algún kami de que vaya preparando el año que viene? Continúo soñando como el que no quiere la cosa. Pero la voz no se da por vencida.

- Nē, nē... Dō omou? Oye, que esto no va a ser un sueño... Abro los ojos y lo primero que veo es la silueta de mi legítima recortándose contra las nubes rosadas de la amanecida. ¿Qué? El Sichi-go-san... Claro, el niño tiene cuatro años, pero, con la forma tradicional de contarlos, salen cinco; vaya que, ahora es precisamente cuando le corresponde la ceremonia de marras. Abro los ojos y me pongo en movimiento. Yo que pensaba que hoy iba a tener un día tranquilo y consagrado por entero a las musas que velan por la ciencia...

Bueno, a estas alturas hay que explicar bastantes cosas, y, voy a ellas. Primero, ¿qué quiere decir esa parrafada japonesa que a propósito he dejado sin traducir para que quien lea este blog disfrute de la eufonía de la lengua del país, con la que yo flipo a diario? Las palabras de mi señora, en nuestro austero romance, quedan más o menos así: Oye, oye. Hoy es el último daian del mes de noviembre. Sería mejor que hiciéramos el Shichi-go-san del niño. ¿Qué te parece? Pues me parece muy bien. Esto del Shichi-go-san (literalmente "Siete-cinco-tres") es una costumbre que consiste en llevar al templo shinto, para una ceremonia de bendición, a las niñas de tres y siete años y a los niños de cinco. Estas ceremonias es mejor aviarlas en un daian, un "dies fastus", que dirían nuestros antepasados latinos. Hasta finales del siglo diecinueve los japoneses, por influencia china, contaban la edad de la gente de esta manera: cuando un niño nacía se consideraba que venía ya con un año (el corto que había estado guardadito en el útero). Cada uno de enero toda la población, en masa, añadía otro más a su edad. Así, en teoría, un bebé que llegara al mundo el treinta y uno de diciembre, al día siguiente tenía ya con los dos añitos. Bueno, pues ahora hay ciertos padres que celebran estas fiestas contando a la occidental y los que quedan -como nosotros hoy- lo hacen a la oriental, o sea, cuando el niño tiene sólo cuatro.

A toda mecha he salido del futón, me he vestido lo mejor que puedo (que no es demasiado), después de desayunar nos hemos metido en el coche y mi esposa -yo no sé conducir- nos ha llevado hasta Hibita Jinja, un hermoso templo en Isehara, a un cuarto de hora de nuestra casa.

Hemos llegado a las nueve de la mañana. El día era espléndido: ni una nube en el cielo; el jinja está en un bosquecito frondoso y las hojas de los árboles se recortaban contra el azul perfecto. El monte Fuji se veía como en los días más claros del invierno. La temperatura era de primavera. Cuando hemos entrado en el patio principal no se oían sino los rumores de la naturaleza. Una miko-san vestida de blanco nos ha recibido. La mamá ha rellenado el impreso de rigor y, como es ya tradición familiar, ha explicado el motivo por el que ella y su hijo tienen el mismo apellido, mientras que el padre va a su aire. Cuando nació, por comodidad para él, lo registré en el Ayuntamiento con el de su progenitora, y en la Embajada, según el sistema hispánico: mi apellido de primero, y el de ella, de segundo. Sé que hay una minoría de habitantes de este país que considera este detalle intrascendente -el que padres e hijos lleven diferentes nombres familiares- como raro y hasta vergonzoso. Mi opinión al respecto es tajante: se trata enteramente de un problema de tal minoría; no mío, o de mi pequeño.

Terminada esta mínima burocracia ha venido el sacerdote, nos ha saludado, ha subido las escaleras del templo y, después de un minuto, ha vuelto para invitarnos a entrar. Se había colocado sobre su túnica blanca otra verde y en la cabeza, un sombrero negro. Su apariencia era exactamente la de esos cortesanos del período de Heian que vemos en los libros y las pantallas de aquella época. Nos hemos sentado en unos taburetes plegables de lienzo blanco enfrente del altar. Lo más llamativo en él era el espejo redondo y un relieve en madera que representaba un dragón. Me ha dado mucha pena no tener con nosotros a nuestro experto familiar en religión japonesa, mi colega y buen amigo Alfonso para que contestara con más fundamento que yo a las preguntas del peque. Por lo menos a mí lo que más impresión me ha dejado ha sido el olor natural y fresco, casi balsámico, del interior del edificio de madera, y el silencio y la luz limpia de la mañana que rasgaba la penumbra de la escena.

La ceremonia habrá durado un cuarto de hora. El sacerdote ha recitado algún Norito (los rituales antiguos), nos ha mandado varias veces hacer reverencias, en alguna de ellas ha agitado sobre nuestras cabezas un penacho blanco formado por papeles de este color y, en otra, unos cascabeles cuyo sonsonete me ha parecido especialmente melodioso. Al final el niño ha ofrecido al dios del templo una rama decorada también con un papel blanco, y, cuando salíamos, se nos ha obsequiado con tres copitas de sake, eso sí, después de advertirnos que quien tuviera que conducir podía hacer meramente el ademán y no beber. Y que, obviamente, lo mismo iba por el niño. El sake era dulce y, aunque no de primera, sí de una calidad bastante pasable. Nuestro caballerito, dentro de su nivel de golfillo de cuatro años, se ha comportado bastante bien. A partir del momento en que antes de entrar al edificio del santuario hemos hecho sonar los cascabeles y dado las palmadas de rigor (se nos había olvidado imperdonablemente lavarnos las manos) el niño ha estado imbuido por su papel de protagonista y eso ha ayudado mucho en la buena marcha del evento.

Me imagino que mis amigos que España, que saben que no somos fieles de ninguna religión, a estas alturas estarán un poco asombrados al enterarse de que hoy hemos participado en una ceremonia de una de ellas -y que hemos pagado cinco mil yenes para hacerlo, añado ahora. Diré que el Shinto, aunque reciba el nombre de religión, es, desde mi punto de vista, más bien un conjunto de costumbres y ceremonias en lo que importa más el color, la pompa y circustancia que el contenido. En cualquier caso, mucha gente estará de acuerdo conmigo que no es muy difícil el participar en los ritos de una iglesia que carece de normas restrictivas (salvo las universales, como el respeto a la vida), que no impone, que no tiene pretensiones de poder terrenal y cuyos templos suelen encontrarse en parajes hermosísimos. Bueno, para mí el mayor atractivo del Shinto es, sin duda, su simplicidad. En fin, que más que en un rito religioso hoy hemos participado en un acto folclórico lleno de sabores y aromas. No lo oculto: de lo que más me siento satisfecho es de que recuerdo de esta mañana, pasada junto a su madre y a su padre, acompañe a nuestro hijo durante toda su existencia.

Eran las diez menos cuarto y en una clínica del vecino Tsurumaki Onsen teníamos cita con el Dr. Andō, el fisioterapeuta que nos atiende una vez cada dos semanas: hoy no sólo nos hemos ocupado del espíritu, sino también del cuerpo.

Pitando nos hemos marchado después al "Estudio de Alice", un negocio de fotografía que regentan un grupo de jovencitas muy risueñas. Es costumbre después de la ceremonia inmortalizar a los niños, y con ésta también hemos cumplido. Las fotógrafas, además de unas santas, eran unas profesionales de quitarse el sombrero. Yo les he preguntado que cada día a cuántos infantes retratan: a veinte o treinta, me han respondido. Si no tienen un sicólogo en plantilla para auxiliarlas -por causa del estrés, digo- no entiendo cómo sobreviven. Nos han vestido al niño de hakama, una ropa tradicional a la que un español llamaría kimono, y ha quedado guapísimo. A mí me ha producido cierta grima una pose en la que, con fondo de armadura del dieciséis aparecía, con una cinta blanca en la frente, sosteniendo una katana: el tufillo bélico era obvio y ambos, Naoko y yo, hemos torcido el morro. Me ha pasado por la cabeza lo incomprensible que resulta el que estas apariencias todavía gocen del favor de los padres tras de lo que ha llovido -hablo de la historia, claro- en este país. Tomé entonces la decisión de descartar la foto, pero cuando he visto como ha quedado he sido incapaz. Es más, me he reído con muchas ganas: la expresión de nuestro pequeñajo era tan irónica que desarmaba con ellla la connotación militarista de la imagen; su cara de fastidio divertido parece estar diciéndonos: "Qué ridículo, ¿no?"

La sesión fotográfica ha sido agotadora. Los señores Yaguchi, los padres de un compañero de nuestros chiquitajo que también ha participado en el posado, han propuesto que nos marcháramos a celebrarlo a "Macarroni Market", un italiano de Odawara y para allí que nos hemos ido. Milanesa y Arrabiata con vistas al Pacífico. ¿Qué más se puede pedir?

En este día tan largo en el que he vuelto a cumplir como padre los ocho millones de dioses del Shinto nos habrán bendecido desde su Ten, su cielo particular. Opinaban algunos de los antiguos que las divinidades sí existían, pero que no se preocupaban en absoluto de los tristes sucesos de los mortales. En los lugares donde habitan los espíritus de la religión japonesa, en la impasibilidad de la roca, la majestad de los ríos o el silencio de los bosques, sentimos su "presencia": si de verdad les somos indiferentes, si de verdad nunca nos han querido otorgar sus bendiciones, oye, que lo disimulan muy bien...

lunes, 12 de noviembre de 2007

Alegato a favor de la libertad de información

Una vez al año, más o menos, se repite la misma escena: llaman a la puerta, salgo y un señor vestido muy correctamente, con una tarjeta de identificación prendida al pecho, me saluda y me dice: "Soy de la NHK. Vengo a cobrar." y al ver mi cara de extranjero añade. "¿Sabe usted a qué me refiero o no?" Yo le respondo que sí, pero que como no tengo aparato televisivo me creo libre de la obligación de pagar el canon. Entonces esa persona -creo que nunca es la misma- pone cara de incredulidad, a veces de fastidio, de alguien que, aunque no le es permitido hacerlo, se muere por soltar: "Eso ya me lo han dicho demasiadas veces..." La comedia continúa con mi parte del libreto: "De verdad que no tengo televisión (me hago a un lado invitando al señor a pasar). Si no lo cree, adelante." Respuesta: "Nosotros sólo cobramos; no podemos entrar en las casas."

No tengo la menor duda de lo que piensa en aquel momento el probo empleado de la Empresa de Radiodifusión Nacional: "Como que me voy a creer que a estas alturas haya una casa sin aparato." Pues lo cierto es que en la nuestra no lo hay. Hará unos tres años que se estropeó y decidimos no comprar uno nuevo. Lo hicimos sobre todo porque no queríamos que el niño se nos pegara demasiado a la pantalla, ni que viera los vergonzosos programas que se proyectan en horario infantil, claro. Sobre eso ya me extendere algun dia. Si soy sincero diré que echo de menos el concierto de la noche de los domingos, un programa estupendo sobre arte que había una hora antes que ése y las películas de "Cinefill Imagica", la cadena privada que sólo emitía películas, y que recibíamos por la módica cantidad de trescientos yenes al mes.

Existe mucha mitología sobre la televisión japonesa. Una vez en la BBC (Creo que en "Foreign Correspondent") vi un debate en el que periodistas de diferentes países hablaban sobre la calidad de las televisiones de aquí o allá. Una de ellos, que había vivido varios años por estas islas, con enorme desparpajo afirmaba: "En cuanto a la japonesa, qué voy a decir: después de la Suiza es la peor del mundo." Inmediatamente le respondió una graciosísima corresponsal de algún periódico escandinavo: "Pero, vamos a ver, ¿qué tal es tu nivel de japonés? Porque, vaya, si alguien que nos esté viendo no entiende el idioma en el que hablamos va a pensar que menudo aburrimiento que somos..." Pues la experta -creo que era de los Estados Unidos, pero no quiero equivocarme- se rio y, con un chiste, eludió la pregunta.

La televisión comercial japonesa es desastrosa, tanto que yo personalmente no puedo ver media hora de ella sin acabar francamente convencido de la estupidez general de la raza humana. De la pública no se puede decir lo mismo sin cometer una injusticia: el canal uno está lleno de documentales sobre biología, arte, historia, música, debates políticos, pequeñas clases de diez minutos de expertos en diferentes campos del conocimiento... De vez en cuando incluso, los domingos, pasan una ópera. En el segundo se pueden aprender media docena de idiomas, recibir clases de danzas variadas, cocina, instrumentos musicales, hay todos los días un cuarto de hora de noticias para los sordos... Los informativos, en muchos casos mera propaganda gubernamental, distan de esa independencia ideológica de la que hace gala, por ejemplo, la BBC. Por desgracia, según he oído, se trata éste de un mal común casi universal a todas las televisiones estatales. Salvo los programas infantiles, considero que la programación de la NHK es de muy alta calidad... para quien entiende el japonés, obviamente.

Además del mencionado evento periódico de la visita del cobrador de la tele hay otro que se repite casi siempre por las primaveras, cuando entran nuevos inquilinos al edificio en que vivimos.

-Buenas tardes, perdone que le moleste. Soy el representante del periódico X. ¿Cuál es el que lee usted actualmente?

He respondido a lo largo de estos años muchas cosas: que no sabía leer, que compraba "El Caso", prestigioso rotativo español (si alguien se preguntaba por qué los estudiantes no cogían mis chistes, aquí tiene una buena pista), que no me gustaban los periódicos, que no me interesaba el mundo contemporáneo... De todo. En cualquier caso procuro no dirigirme a ellos en un tono demasiado cortante, un tono que les pueda herir el amor propio o hacerles pensar que su interlocutor es un grosero. Lo hago, además de por elemental civilidad, por ósmosis cultural -aquí lo manda la buena educación-, pero también, como se verá, por motivos puramente egoístas. Generalmente al llegar a ese punto el vendedor pide disculpas y se marcha. No obstante, hay uno muy persistente que suele preguntarme por mi filiación, oficio, mi país de origen, mis intereses culinarios, estado civil y tal. Dependiendo de la respuesta que doy él me cuenta que la publicación que representa (el Yomiuri, me parece) se ajusta perfectamente a mis caracteristicas naturales, intereses, ideología política, aspiraciones en la vida y que, total, por una suscripción de un mes de prueba, pues no iba a perder nada. El señor lo ha intentado no sé cuantas veces, y con bastante gracia, aunque de tanto en cuanto le falla el tratamiento, o sea, el uso del keigo, la lengua de respeto, de la que otro día prometo escribir un poco. Ahora que lo pienso, la debe de usar bastante mal, cuando hasta yo me doy cuenta...

En definitiva, que con los empleados de la NHK y con estos vendedores de periódicos he practicado mucho el japonés, y gratis. A veces me da pena el no corresponder a sus improbos esfuerzos en favor de mi educación lingüística subscribiéndome a la tele nacional o a cualquiera de sus diarios; este sentimiento me asalta, en especial, cuando recuerdo la exquisita educación de la que siempre hace gala el joven que vende el Nikkei, el periódico económico. No sabe que, en caso de decidirnos algún día, lo último que haríamos sería encargárselo a él: como el tío de mi señora pasó toda su vida activa en esa empresa, gracias a su intervención podríamos conseguir un mejor arreglo -asumo- que el que nos ofrece ese caballero tan amable. No obstante, creo que seguiré sin darles un no definitivo -menos un sí, obviamente. Continuaré con las largas, y no creáis, no es por pura mala fe: si me definiera claramente no volverían jamás a llamar a la puerta. Entonces seguro que les echaría mucho de menos, insoportablemente quizá...

domingo, 11 de noviembre de 2007

Sushi de morcilla de Burgos

Son las ocho de la noche, acabo de meter a mi heredero en el futón y por fin me pongo a escribir. Como hoy mi santa esposa tenía un trabajo relacionado con el famoso jardín de infancia, me ha tocado hacer de padre y madre en una pieza y no se me ha ocurrido cosa mejor que llevar al niño al acuario de Enoshima, a ver los pingüinos, los delfines, los tiburones y demás maravillas marinas. El momento cumbre de la visita ha sido cuando me ha dicho: "Papa, ¿me compras un pingüino?" He respondido que me parecía muy buena idea, que seguramente a su madre le iba a gustar para la cena. Él me ha dedicado una mirada de incredulidad idéntica a la de mis estudiantes cuando les suelto esas bromas que invariablemente nunca entienden. Creo que me ha salido más japonés de lo que yo pensaba desde que le vi aquella cara de pícaro que traía al nacer. A la vuelta no me ha perdonado la visita a la biblioteca de Atsugi (ya sabéis, donde tenía su garaje Mac Arthur), ni la cenita en un restaurante de por allí, con postre salvaje incluido. He llegado agotado y ahora pensaba resarcirme contando prolijamente este día en el que me he comportado como padre modelo. Después de leer la polémica que ha generado mi último artículo me voy a ahorrar la bitácora del dominguero y puntualizaré algunas cositas que creo que debería haber aclarado antes, porque nunca es tarde. Como parece que el problema principal son los números, o sea, las cifras de lo que ha costado el Cervantes de Tokyo, voy a empezar hablando de ellas, en fin, poniendo un poco las cosas en contexto.

Cuando D. Francisco Villar, nuestro profesor de Indoeuropeo de mis años mozos, nos hablaba del sistema de numeración solía empezar su discurso refiriéndose al más primitivo que se conoce. Según parece hay algunos grupos lingüísticos -seguramente sería mejor usar el pasado- cuyas matemáticas se reducen a cuatro números: "uno, dos, tres, muchos". A cuatro parece ser que no llegan, o si lo hacen, no distinguen más allá. Son gente que no tienen necesidad o preocupación de contar ganado, lentejas, ni mucho menos monedas. Los japoneses, seguramente por suerte para ellos, gozan de un sistema mucho más sofisticado. Bueno, por suerte para ellos, pero no para los que de vez en cuando nos vemos en la papeleta de traducir discursos de gente importante. Me explico.

Hará unos tres años teníamos una fiestecilla de esas otoñales de la "Asociación 'Universidad de Salamanca en Japón'", de la que, como es sabiduría mostrenca, yo soy uno de los insignes directores. Bueno, pues al entrar por la puerta, se me acercó el secretario y me dice muy amablemente: "Profesor, ¿podría usted traducir unas palabritas, un brindis de unos cuantos segundos, del Sr. X, presidente de la sección lingüística de la Fundación Japón?" Yo, como nunca aprendo, dije que sí. Por si a alguno de los que puedan leer esto le sirve de algo lo digo: ante una situación similar, se suelte un no, no se salga de ahí, y punto. El consejo no es mío, sino de Donald Keene, el más importante japonólogo contemporáneo a quien yo he tratado realmente poco, y eso me da mucha pena. Él me lo dio a toro pasado varios minutos después, cuando ya no había remedio. "Pero, hijo -me regañó-, ¿sabes tan poco de la cultura de este país como para creer de verdad que un brindis de un intelectual que desempaña un cargo político durará solamente unos segundos?"

Ya os lo habréis imaginado: el señor en cuestión habló durante unos quince minutos. De vez en cuando se paraba, me miraba y yo tenía que traducir a toda velocidad sus palabras, y eso sin contar tan siquiera con la ayuda de una libretita para ir tomando notas, la herramienta básica de todo traducteta, incluso el amateur. Bueno, la cosa es que en un momento determinado yo traduje algo así como que la Fundación Japón debía de tener por el mundo unos diez millones de profesores y que los alumnos ascendían a varias veces la cantidad de los habitantes actuales de nuestro planeta. Esto me pasó -además de por bobo- a causa del susodicho sistema de numeración nipónico: mientras nosotros contamos en unidades, decenas, centenas, millares, decenas de millares y tal, ellos lo hacen un poco a su manera: hasta llegar al millar la cosa no cambia, pero en las decenas de millar introducen una unidad de la que nosotros carecemos: el man, y esto complica la cosa. Lo explicaré simplificando un poco: lo que nosotros llamamos "un millón", para ellos serán "cien manes"; diez millones nuestros, se convierten en mil manes; y cien millones occidentales, en un oku. En definitiva, que entre manes, okus y mandangas, o uno escribe la cifra y la traduce leyéndola directamente del cuaderno, o le puede suceder lo que a mí: que toda la población del globo, gracias a la Fundación Japón, acabe estudiando la lengua de estas islas.

Yo me pasé varios pueblos con mi desatino; pero lo que sí es cierto es que La Fundación cuenta con un gran número de profesores por el mundo. Y esto lo digo para aclarar una cosa en la que el bueno de D. Ricardo erra de plano: si él, o alguno de sus hijos o nietos, estudian alguna vez japonés en una universidad española hay una probabilidad digamos como del cincuenta por ciento, de que lo estén haciendo no a costa del erario de nuesto Estado Español, sino de los sufridos contribuyentes del Japonés, entre los cuales me incluyo. En el caso de que don Ricardo fuera árabe, hispanoamericano, africano o nacional de algún país del sudeste o del centro de Asia, esa probabilidad de que el profesor que enseñe la lengua japonesa reciba su sueldo íntegramente de la Fundación Japón es muy alta. Esta Fundación de la que hablo no es otra cosa que la agencia nacional que se encarga de las relaciones culturales con el resto de los países. Una de sus labores es proporcionar enseñantes de idioma japonés a las universidades que, por motivos económicos fundamentalmente, les sería muy difícil conseguirlos por sus propios medios. En algunos casos, como es el de España, apoyan proyectos en naciones no tercermundistas, países que, si se lo proponen, tienen toda la capacidad del mundo para hacer frente a la minuta de un niponólogo.

¿Por qué malgasta así el dinero del contribuyente el Gobierno de Japón? Me imagino que sólo por seguir la que es consigna nacional de cualquier empresa exitosa de estas tierras: Kyakusama, Kamisama, o sea: "El cliente es Dios". Aunque la conducta de los últimos gobiernos parece desmentirlo, los japoneses no tienen un pelo de tonto: saben que gran parte de su riqueza procede del exterior, del comercio global, y están al tanto de que sin una buena relación con sus clientes la prosperidad se acabaría. Se trata del "macizar" que tan gráficamente nos ha mentado Paco de la Vega.

Maestros del macizamiento nipónico han sido siempre los franceses: cátedras de lengua y cultura japonesa en gran parte de las universidades del país, cantidades (y calidades) notables de expertos en la literatura y el idioma nipón, relaciones bilaterales cuidadas con mimo (un ejemplo rotundo es el centro de Tokyo del que hablaba ayer). ¿Resultados de todo ese desperdicio de carnada? En cualquier kiosko del país, en cualquier supermercado por mínimo que sea, cuando uno pide agua mineral la primera botella que aparece es de Evian, Valvert, Vittel... El vino, el queso, el champán, la moda, los coches, los restaurantes... Para no hacerme prolijo relataré sólo una anécdota que me contó hace unos diez años un diplomático español: el acero japonés goza de la reputación de ser el mejor del mundo. ¿Por qué, entonces, la mayor parte de los hornos de panadería y pastelería del país están importados de Francia? Sencillamente gracias a un prejuicio cultural positivo hacia la superioridad culinaria del mundo francés, un prejuicio alimentado muy sabiamente a lo largo de décadas por por nuestros queridos hermanos gabachillos, en muchos casos a costa del erario público galo.

¿Es el Cervantes de Tokyo parte de una campaña paralela de promoción a la realizada por Francia? ¿Le va a mermar un euro a la pensión de D. Ricardo? Ni mucho menos: el Cervantes de Tokyo -como explica Moisés "El Fotero" en su intervención- es un negocio, un gran negocio que, a pesar de los costos de la inversión en infraestructura propia de cualquier otro proyecto empresarial, dará con toda seguridad unos pingües beneficios. La prueba de que esto es así la proporciona el observar en qué momento se emprende la aventura: en uno en el que la divisa japonesa y el precio del suelo edificable se encuentran al nivel más bajo de las últimas décadas. Hace veinte años una empresa de este tipo habría sido un esfuerzo de promoción de la imagen de España a costos desorbitados; hoy en día, habida cuenta de la gran masa de clientes potenciales que en la década siguiente tendrá el Cervantes, no haberlo abierto habría sido escandaloso. "¿Qué clientes potenciales?" Se podría preguntar D. Ricardo. Yo, todas las semanas, me encuentro por lo menos con alguna persona de más de cincuenta años que me cuenta la misma historia: "Pues yo estudié español en la universidad. Me da mucha pena haberlo dejado; pero, bueno, ya verás cuando me jubile..." Pues ahí están: ávidos de conocimiento, sin problemas de dinero, con todo el tiempo del mundo a su disposición...

España tiene una imagen extraordinaria en Japón: es Jonetsu no kuni, "el país de la pasión." Dentro de la mitología nacional los hispanos somos gente que realmente sabemos disfrutar de la vida, con intensidad. Nos envidian como a pocos. Si de verdad fuéramos inteligentes no se habría abierto el Instituto de Tokyo ahora: a estas alturas existirían ya, como poco, otros en Yokohama, Osaka, Kobe, Kyoto, Fukuoka, Sapporo... Y ya la morcilla de Burgos sería seguramente el plato nacional.

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