Esta mañana me desperté remolón; el catarro era mínimo ya, pero se estaba tan bien entre los futones que decidí quedarme un rato y escuchar otro capitulillo del Quijote.
Después de la hora de la comida, me levanté, me duché (llevaba no sé cuántos días sin hacerlo) y me fui a la calle con mi mujer y mi hijo porque hacía una tarde espléndida.
Nos compramos unos bollitos en una panadería estupenda que hay por aquí cerca, nos los comimos en el parque y mientras mi señora hacía llamadas a sus amigas de Kanto, nosotros jugábamos a esto y a lo otro. Mi hijo es un crío enormemente activo que se sube a los árboles como un mono. Yo, cuando era como él, en las horas de los recreos, me quedaba en una sala jugando al ajedrez. Así que me resulta dificilísimo estar a la altura de su energía y acabo agotado.
Fui padre exactamente al poco de cumplir cuarenta años. Una de las pocas cosas de las que me arrepiento en mi vida es de no haberlo sido antes y poder disfrutar con más energía eso tan maravilloso que es ser padre. En fin, más vale tarde que nunca, claro.
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