Otra vez hace un día típico de otoño japonés. Se levantó la mañana limpia, con promesas de traer temperatura de verano; pero ahora, después de comer, unas nubes piadosas han aparecido en el horizonte y ya se ve nublado. Me estoy quedando frito: ayer el niño vino del campo, a donde había ido a pasar el fin de semana largo con cuatro de sus amiguitos (en Japón también hay puentes), y se durmió muy tarde. Esta mañana, como siempre, se ha levantado con el gallo y ha soplado diana. Creo que, porque era el más pequeño, le tocó gastar energía suplementaria y volvió agotado. Pero tiene cuatro años y no perdona el juego de por la tarde. Conque, entre la disyuntiva de quedarse sopa y trastear con los trenes de madera, que le encantan, eligió el sarao. Por el cansancio y el sueño estaba más mimoso de lo normal, así que, entre lloros y zalemas, tardó en dormirse. Es algo que le ha pasado desde que yo recuerde. Cuando tenía sólo un mes y sentía que le vencía el sueño, se enfadaba. Era muy gracioso verle quedarse traspuesto entre cabreo y cabreo. Yo me imaginaba que debía de pensar que quienes teníamos culpa de su sopor eramos -quién si no- sus padres. Obviamente, cuando él quería estar despierto, y no lo conseguía, los responsables de esa antinatura eran la pareja de pendejos que tan malamente le organizaban la vida. Qué monstruo.
Pues se acabó de nublar del todo. No me extrañaría que cayera un chaparrón. Con esta temperatura hasta lo íbamos a agradecer. Me apetece tumbarme a ver un vídeo. No lo hago, porque me pasaría lo que al niño y tiene que venir de un momento a otro el colega de la cooperativa que nos trae las viandas todos los martes al mediodía. Si no le abro inmediatamente me deja los bultos en la entrada y me toca luego a mí acarrearlos como hacían los negros, con perdón (de Cervantes, claro), en esas películas tan estupendas de Tarzán. Bueno, mientras escribo esto rezaré alguna jaculatoria para vencer la modorra como dicen que hacía mi bisabuela.
Tengo que ir al dentista. Me da una pereza horrorosa. La verdad es que, salvo una vez, nunca me ha dolido un pelo. Eso fue cuando, sin anestesia, me hicieron un empaste. Medra por aquí cierta subespecie de odontóptero que aún se resiste a administrar a sus incautas presas, antes de devorarlas, esos agentes atontizantes que tanta felicidad han producido entre la raza humana. Me imagino que ellos argumenten motivos de salud y seguridad de las víctimas. A mí no me engañan: una pasta que se ahorran. Ni decir tiene que fue la última vez que me vio por su chamizo; bueno, por ese salvajismo y por una paranoia que me entró de que parecía que no le iban mucho los clientes forasteros. A lo mejor era paranoia; pero no lo creo. Con respecto a mi extranjería nunca me han dado demasiadas, tanto que a veces (como no me veo a mí mismo) me olvido de que, en este país, soy diferente y cuando alguien se me dirige hablando despacito o marcando las sílabas para que le entienda mejor, en un primer momento me sorprendo, hasta que inmediatamente caigo en la cuenta "Anda, si es yo soy un 'gaijin'. Pues se me había olvidado." Y ya está.
Venga ya, al dentista iré otro día, dentro de dos más bien, porque mañana tengo que marcharme a Shinjuku, que me caduca una tarjeta con la que puedo comprar una película gratis y no es plan de dejarlo. Me va a costar el mismo dinero el viaje, más o menos, pero, hombre, así me oreo un poco.
Shinjuku siempre me ha encantado. Cuando llevaba pocos años por aquí y me entraba la depre me cogía el tren y me sentaba en una esquina a ver la marabunta de la gente. Era algo que me ponía como una moto: después hasta parecía que me había tomado algo. Qué raro que es uno. Menos mal que ya me he acostumbrado. Bueno, ver la gente y todo lo demás. Un día compré el "Nikkei Shimbun" (parezco tonto) y me senté en la puerta de Takashimaya donde tienen, fuera, unos tajos puestos en hilera para que los maridos, mayormente, a los que les da grima el ir de tiendas, esperen a sus señoras. No hace falta que lo diga, pero lo hago: cuentan todos con mi comprensión y mis más efusivas bendiciones. Hice el bobo y no escribí nada. Creo que si hubiera seguido la inspiración de aquel momento habría compuesto en un pispás un poema épico sobre el tema: el de las señoras en los grandes almacenes más nutridos de la galaxia y sus maridos esperando a la puerta mientras un abobado occidental los contemplaba. Comparando, la cólera de Aquiles iba a ser agua de borrajas. Otra vez me paré delante de un árbol, también en Shinjuku, y me pasé una hora, mirando, dibujando, pensándolo. La verdad es que he visto pocas cosas tan impresionantes como esos árboles, tiernos, dóciles, imponentes que, en uno de los lugares más salvajes del planeta (desde el punto de vista del árbol, digo) se agarran a la vida con tanta intensidad. Soy incapaz de imaginar circunstancias menos propicias para el desarrollo de un ser molecular. En esa esquina de Shinjuku, precisamente, el aire debe de acunar niveles espeluznantérrimos de plomo, sulfuro, tugsteno (vete tú a saber) y todas esas porquerías cacoquímicas de las que, por piedad de los númenes sin duda, desconocemos la filiación y que a diario nos envenenan los pulmones. Pues el árbol, casi un recién nacido, ahí estaba, creciendo, aferrándose a la tierra, tan pimpante. Era otoño avanzado y, con sus hojas, parecía una estampa de Durero. Ya digo: no se me cayeron las lágrimas porque no estaba para dar el espectáculo delante del millón de fulanitos que, según alguien me ha contado, pasan por esa esquina a cada hora. Si no me hubiera reprimido palabra que me sacan en la tele: un pirao, un guiri, durante una hora, pasmado, echando el moco en medio de un lugar donde la gente se abre paso a empellones, bolsazos, collejas... Venga, hombre, como si no hubiera ya sueltos suficientes terroristas.
Pues el de la cooperativa no viene. ¿A que el cabrito me ha dejado la impedimenta por en las anteportas? ¿A que me toca ahora pencar? Ay, mísero de mí, ay infelice...