Como hoy afortunadamente no se ha muerto ningún otro de los mitos de mi adolescencia y me sobraba un rato (¡¿?!) pues me dio por escribir a El País la carta que sigue. No es que vaya con mucha sustancia, pero, con todo, el argumento alguna gracia tiene. Sea como sea, para que quede documentada aquí la dejo.
Nos informa la prensa en estos días de que, como respuesta a la repatriación de nacionales brasileños en aeropuertos españoles, un mayor número de conciudadanos nuestros ven rechazado su ingreso en el "país del eterno futuro". Esta "reciprocidad" es generalmente la piedra angular de las relaciones bilaterales entre estados, por eso, no creo que sea algo falto de razón el suponer que bastantes de los españoles de tierras lejanas hayan sentido temor de que nuestras naciones de acogida se vieran obligadas, por causa de la tal reciprocidad, a aplicarnos un trato paralelo al que el señor Rajoy y sus muchachos pretendían endosar a los inmigrantes que trabajan en nuestro país.
La inmensa mayoría de los españoles que vivimos en Japón somos gente respetuosa de la ley: según las normas del derecho internacional (y las del sentido común) eso es todo lo que se nos puede exigir; la firma de ningún contrato de integración en las costumbres de la tierra lo consideraríamos, con toda seguridad, como una obligación cercana al insulto. Por aquí al delincuente, de cualquier origen, la ley le cae encima con todo su rigor, y ahí ya muere el cuento; los que nos movemos en la más estricta legalidad, si tenemos intención o no de participar en las ceremonias shinto, somos aficionados al sumo, desayunamos pescado o acudimos o no a felicitar a S. M. el Emperador por su cumpleaños, queremos decidirlo nosotros, y no que lo hagan en nuestro lugar, ni aún de forma algo indirecta, unos señores en el otro lado del mundo, en la calle Génova más concretamente.
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