Вашу мысль
мечтающую на размягченном мозгу,
как выжиревший лакей на засаленной кушетке,
буду дразнить об окровавленный сердца лоскут:
досыта изъиздеваюсь, нахальный и едкий.
У меня в душе ни одного седого волоса,
и старческой нежности нет в ней!
Мир огромив мощью голоса,
иду - красивый,
двадцатидвухлетний.
Your thoughts,
dreaming on a softened brain,
like an over-fed lackey on a greasy settee,
with my heart's bloody tatters I'll mock again;
impudent and caustic, I'll jeer to superfluity.
Of Grandfatherly gentleness I'm devoid,
there's not a single grey hair in my soul!
Thundering the world with the might of my voice,
I go by -- handsome,
twenty-two-year-old.
Vladimir Mayakovsky
(From the prologue of A Cloud in Trousers)
¡Uf, que alivio! Ya acabé con lo de la conferencia y puedo vivir tranquilo. Para los que no estuvistéis allí (la mayoría): la cosa salió no mal del todo, el público, correcto, soportó muy estoicamente los ataques de sopor, reprimió de forma educada sus pulsiones, no arrojó ningún objeto contundente al conferenciante y hasta tuvo la amabilidad de preguntar varias cosillas al final y de aplaudirme casi más de a Pavarotti la última vez que por aquí anduvo. El punto cumbre de la faena fue –para mí por lo menos- éste: nada más abierta la entrada del auditorio pasan unas simpatiquísimas abuelitas decimonónicas, me echan un ojo de patriarca gitano experto tasador de burros y lanzan de sobaquillo un “¡qué profesor más guapo!” que me llegó al alma; pero, vaya, hasta los más encerrados columbros de su séptimo sótano. Hacía ya casi dos décadas que nadie me dedicaba palabras tan estupefacientes, y lo cierto es que la última vez me lo pusieron más a tiro que a Fernando séptimo: fue cuando estrenándome como docente en un instituto femenino de mi tierra compartía el tablao con un equipo de profesores de los cuales el más joven me llevaría unos treinta y pico años de ventaja. Más regalado, imposible…
En fin, que al día siguiente, ya libre de la losa del negocio de la víspera, decidí hacer algo de provecho y, recordando que tres días después regresaba a Moscú mi compañera Natalia, la profesora invitada de Ruso, la llamé y, como despedida, nos fuimos a comer a “Hidamari”, el restaurante que aparece en el margen del blog. A Natalia la conocí a principios del pasado abril, cuando empieza el curso académico por estas latitudes. Resulta que entonces, todos los años y delante de unos seis mil nuevos alumnos (tres mil cada día) me toca a mí hablar unos minutillos sobre la maravilla que es el aprender el idioma este en el que escribo ahora, de su gran utilidad, hermosura y beneficio general para mentes educandas urbi et orbe. En fin, que ese día fatídico para mí (porque lo paso fatal) a Natalia le tocaba también salir a la palestra acompañada por otros seis nativos de las lenguas principales que enseñamos en el Centro (ruso, coreano, chino, alemán, francés, inglés y español). En el escenario, puestos en fila, cada uno saluda en versión original, improvisa alguna frase y se despide. De este cirquillo –dura unos diez minutos- yo me veo libre: otra profesora es tan compasiva de hacerlo en mi lugar; yo ya he tenido suficiente explicando unos momentos antes lindezas como el que los hinchas del Real Madrid vociferan precisamente more cervantino y el que en Venezuela no se habla inglés o, en su defecto, venezolano, como alguno parece en su juvenil inocencia todavía creer. Cuando Natalia estaba esperando a que le tocara la vez para convertirse instantáneamente en una estrella del show business se acercó una de las secretarias y me preguntó en japonés: “¿No podría hacer usted algo? La profesora de ruso debe de estar helada (la sala de detrás del escenario goza del microclima perfecto para la cría en cautividad del pingüino emperador), además hasta dentro de una hora no tiene que salir…” Inmediatamente me volví hacia mi compañera y le pregunté: “¿No querrías tomar un café o algo?” Ella me miró con cara de sorpresa, pero de una sorpresa bastante esperable, de algo así como “ya sabía yo que estos latinos todos son unos tíos de un ligón incorregible…” La cosa es que Natalia no entendía una palabra del habla de esta tierra y, por consiguiente, no había podido descifrar el significado de las que había pronunciado la amable muchachita japonesa.
En fin, nos fuimos hasta una de las salas de profesores, nos servimos el brevaje –una máquina las expende- y le di un somero “tour” por las dos bibliotecas del campus que teníamos más a mano. En una de ellas, mientras yo le enseñaba los libros en ruso de las estanterías, encontrándome con una traducción de unos relatos de Cortázar, tontamente comenté: “Es un autor argentino muy interesante. Seguramente no lo conoces…” Ella me miró, entre sorprendida e indignada, y respondió: “¿Por quién me tomas? No es que lo conozca: he leído gran parte de su obra…” Ni que decir tiene que, como añadiría bobamente el otro, “aquel fue el principio de una hermosa amistad”; hermosa, pero breve y limitada casi a cuatro charlas sobre literatura a trashoras en las oficinas de nuestro negocio…
Para mí Rusia, y en particular su idioma, siempre ha tenido un atractivo grande. Hoy en día sigo considerando a esta lengua como la más eufónica de todas las europeas y a sus gentes, (por lo menos las que yo he conocido) como unas de las que mejor entienden qué sea eso del vivir disfrutando de nuestra estancia en este mundo lacrimoso. Mi relación con la parla de Pushkin comenzó una tarde de otoño de hace casi treinta años. Aquel verano había estudiado francés intensivamente y pensaba matricularme en el instituto de idiomas de la Universidad. Con todo, dudaba: también quería aprender alemán, había oído que era cosa difícil y pensaba si sería conveniente iniciarse en ello a la edad más temprana posible… En fin, que ante la ventanilla de admisión, en lugar de marcar la cruz en una de las dos lenguas por las que no acababa de decidirme, la puse en la última de la lista: el ruso.
Lo estudié sólo un curso, pero lo hice con esa intensidad con la que seguimos las pasiones de nuestra primera juventud, eché toda la energía que me permitían mis años mozos (que era mucha) y eso me llevó a conseguir una base sólida que me ha hecho posible el continuar durante estas tres décadas el estudio por mi propia cuenta, disfrutando de ello como sólo sabemos hacerlo los viciosos de los flipes lingüísticos. A estas alturas ni puedo hablar con soltura, ni leer un periódico sin mucho diccionario, pero la vuelta sobre alguno de los manuales de aprendizaje que guardo entre mis libros o la labor de desciframiento, con ayuda de una versión bilingüe, de un poema como el que pongo arriba, es uno de los placeres más subidos que he experimentado en mi vida…
Qué más decir: a estas horas Natalia estará ya embarcada en su avión rumbo a las vegas bullentes del Moscova; y yo me quedaré aquí, contemplando infinitamente el Potemkin, espiando los amores prohibidos del insolente, del irresponsable, del maldito, imperecedero y genial Maiakovski; me quedaré aquí, escuchando a Borodín y ensoñando con un paisaje de nieve sobre el que, mientras al fondo se elevan las cúpulas de la catedral de San Basilii, la momia de Vladimir Ilich, aburrida, al fin, de su siesta ya casi centenaria, harta sin remedio de esa eterna y celestial pereza de que gozan los muertos, se levanta, se desentumece y, pícara, por entre las murallas, incrédulas, del Kremlin, persigue a una horda adolescente y terrorífica de turistas americanas macdonáldicas.
En fin, que al día siguiente, ya libre de la losa del negocio de la víspera, decidí hacer algo de provecho y, recordando que tres días después regresaba a Moscú mi compañera Natalia, la profesora invitada de Ruso, la llamé y, como despedida, nos fuimos a comer a “Hidamari”, el restaurante que aparece en el margen del blog. A Natalia la conocí a principios del pasado abril, cuando empieza el curso académico por estas latitudes. Resulta que entonces, todos los años y delante de unos seis mil nuevos alumnos (tres mil cada día) me toca a mí hablar unos minutillos sobre la maravilla que es el aprender el idioma este en el que escribo ahora, de su gran utilidad, hermosura y beneficio general para mentes educandas urbi et orbe. En fin, que ese día fatídico para mí (porque lo paso fatal) a Natalia le tocaba también salir a la palestra acompañada por otros seis nativos de las lenguas principales que enseñamos en el Centro (ruso, coreano, chino, alemán, francés, inglés y español). En el escenario, puestos en fila, cada uno saluda en versión original, improvisa alguna frase y se despide. De este cirquillo –dura unos diez minutos- yo me veo libre: otra profesora es tan compasiva de hacerlo en mi lugar; yo ya he tenido suficiente explicando unos momentos antes lindezas como el que los hinchas del Real Madrid vociferan precisamente more cervantino y el que en Venezuela no se habla inglés o, en su defecto, venezolano, como alguno parece en su juvenil inocencia todavía creer. Cuando Natalia estaba esperando a que le tocara la vez para convertirse instantáneamente en una estrella del show business se acercó una de las secretarias y me preguntó en japonés: “¿No podría hacer usted algo? La profesora de ruso debe de estar helada (la sala de detrás del escenario goza del microclima perfecto para la cría en cautividad del pingüino emperador), además hasta dentro de una hora no tiene que salir…” Inmediatamente me volví hacia mi compañera y le pregunté: “¿No querrías tomar un café o algo?” Ella me miró con cara de sorpresa, pero de una sorpresa bastante esperable, de algo así como “ya sabía yo que estos latinos todos son unos tíos de un ligón incorregible…” La cosa es que Natalia no entendía una palabra del habla de esta tierra y, por consiguiente, no había podido descifrar el significado de las que había pronunciado la amable muchachita japonesa.
En fin, nos fuimos hasta una de las salas de profesores, nos servimos el brevaje –una máquina las expende- y le di un somero “tour” por las dos bibliotecas del campus que teníamos más a mano. En una de ellas, mientras yo le enseñaba los libros en ruso de las estanterías, encontrándome con una traducción de unos relatos de Cortázar, tontamente comenté: “Es un autor argentino muy interesante. Seguramente no lo conoces…” Ella me miró, entre sorprendida e indignada, y respondió: “¿Por quién me tomas? No es que lo conozca: he leído gran parte de su obra…” Ni que decir tiene que, como añadiría bobamente el otro, “aquel fue el principio de una hermosa amistad”; hermosa, pero breve y limitada casi a cuatro charlas sobre literatura a trashoras en las oficinas de nuestro negocio…
Para mí Rusia, y en particular su idioma, siempre ha tenido un atractivo grande. Hoy en día sigo considerando a esta lengua como la más eufónica de todas las europeas y a sus gentes, (por lo menos las que yo he conocido) como unas de las que mejor entienden qué sea eso del vivir disfrutando de nuestra estancia en este mundo lacrimoso. Mi relación con la parla de Pushkin comenzó una tarde de otoño de hace casi treinta años. Aquel verano había estudiado francés intensivamente y pensaba matricularme en el instituto de idiomas de la Universidad. Con todo, dudaba: también quería aprender alemán, había oído que era cosa difícil y pensaba si sería conveniente iniciarse en ello a la edad más temprana posible… En fin, que ante la ventanilla de admisión, en lugar de marcar la cruz en una de las dos lenguas por las que no acababa de decidirme, la puse en la última de la lista: el ruso.
Lo estudié sólo un curso, pero lo hice con esa intensidad con la que seguimos las pasiones de nuestra primera juventud, eché toda la energía que me permitían mis años mozos (que era mucha) y eso me llevó a conseguir una base sólida que me ha hecho posible el continuar durante estas tres décadas el estudio por mi propia cuenta, disfrutando de ello como sólo sabemos hacerlo los viciosos de los flipes lingüísticos. A estas alturas ni puedo hablar con soltura, ni leer un periódico sin mucho diccionario, pero la vuelta sobre alguno de los manuales de aprendizaje que guardo entre mis libros o la labor de desciframiento, con ayuda de una versión bilingüe, de un poema como el que pongo arriba, es uno de los placeres más subidos que he experimentado en mi vida…
Qué más decir: a estas horas Natalia estará ya embarcada en su avión rumbo a las vegas bullentes del Moscova; y yo me quedaré aquí, contemplando infinitamente el Potemkin, espiando los amores prohibidos del insolente, del irresponsable, del maldito, imperecedero y genial Maiakovski; me quedaré aquí, escuchando a Borodín y ensoñando con un paisaje de nieve sobre el que, mientras al fondo se elevan las cúpulas de la catedral de San Basilii, la momia de Vladimir Ilich, aburrida, al fin, de su siesta ya casi centenaria, harta sin remedio de esa eterna y celestial pereza de que gozan los muertos, se levanta, se desentumece y, pícara, por entre las murallas, incrédulas, del Kremlin, persigue a una horda adolescente y terrorífica de turistas americanas macdonáldicas.
lo que dices está muy bien, pero no te funciona el correo. he intentado varias veces mandarte un mensaje y me lo devuelven. dicen que lo tienes saturado.
ResponderEliminarDos cosas:
ResponderEliminar1. El problema creo que es del servidor de la Universidad: me enviaron un mensaje hace quince días de que borrara lo que estaba en la basura y ya lo hice. Ahora he limpiado más drásticamente el buzón. Espero que no haya problema. Te acabo de mandar un mail. Si no te llega, dímelo. En el peor de los casos puedes intentar esto: haz clik en "perfil" y allí hay un enlace "e-mail". Aparece una dirección alternativa a la que se puede escribir. He comprobado el que allí sí me llegan los mensajes.
2. Lo que digo no es que "esté muy bien": es que no sé cómo, a estas alturas, no me han dado todavía el premio Nobel de literatura :~) ...