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martes, 1 de marzo de 2011

El maestro de piano que nunca tocó un piano


Como ya saben mis eruditos lectores, el primer título que logré en mi vida fue el de licenciado en filología clásica. A pesar de haberme pasado ocho años estudiando latín y siete griego, cuando acabé con el diploma en la mano era incapaz de descifrar un texto en esas lenguas sin la artillería pesada de un buen diccionario y su largo rato de reflexión. Eso me causó el convencimiento de que era un verdadero negao con los idiomas; para mi sorpresa pasaron los años y logré, con menos tiempo y esfuerzo que le había echado a las parlas clásicas, no solo llegar a leer esta y aquella, sino hasta entender y hablar con soltura una supuestamente tan esotérica como es la japonesa.

¿Cuál era el secreto? No me voy a extender en explicarlo, porque lo hace mucho mejor Carlos Martínez en este artículo extraordinario, que he recuperado gracias a la sagacidad de Alvarus Alonsus, quien ha tenido la energía y sapiencia de traducirlo con no poca donosura a la lengua de Virgilio.

¿Qué aprendemos de esta fábula latina? Vete tú a saber, pero yo, esto: si uno quiere comprender realmente qué sea la literatura, llegará más lejos intentando escribir un relato, un romance o una comedia que metiéndose entre pecho y espalda diez tomos de una historia de la cosa. Si quieres saber de música, deja el aparato reproductor y aprende a tocar un instrumento, escribe la canción del verano o solfea La vaca lechera.

Sólo la práctica hace al maestro. Ya lo decía Woody en La última noche de Boris Grouchenko: "–¡Qué bien haces el amor!" "-Es que practico mucho solo..."



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