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viernes, 21 de mayo de 2010

Miré los muros de la patria mía...


La crisis, el caso Garzón, el Gürtel, mogollón del Estatuto Catalán... Olvídense ya de cosas de minucia: el verdadero escándalo está ¡aquí!

Contemplen la foto: ¿concebirán mayor ruina de la patria? Miren al barbas, ¿por qué no se afeita? ¿No tiene pa yilete? ¡No!; es cosa de fachada: señorito sin oficio ni beneficio, que nunca ha hincado un codo, fulano que vive del cuento y que con esta apariencia de intelectual nos la quiere dar con queso. ¿Qué les diré del pelos? ¿Habrán visto mayor imagen de la decadencia que ésta, oscarwaildeña? Seguro se levanta diariamente al crepúsculo; en la cara se le ve que no sabe lo que es hacerlo al amanecer para preparar un día de honesto trabajo...

Y lo peor son las fotos que no salen en el reportaje, cuando se fueron a catar el Rioja, ¡Y no me invitaron! (Bueno, vale: sí lo hicieron) ¡Y no me mandaron siquiera una botellita de un tercio! ¡Qué vergüenza!


domingo, 21 de junio de 2009

Leyendo Lolita en Teheran


Que yo sepa, hay dos gallardas palabras en nuestro idioma que tienen su origen en la lengua persa: jaque, el lance del juego del ajedrez (de shah, o sea, "rey"), y azul. De estas dos palabras me acuerdo siempre cuando veo alguna noticia de ese país del Asia. Bueno, de esas dos palabras y del profesor Fallah, un erudito epidemiólogo con el que trabé amistad hará unos doce años.

Este médico iraní era una persona de una educación y unos modos exquisitos: amable, generoso, siempre alegre. Nos contaba que lo que más echaba de menos de su estancia en Japón era la compañía de su hijo pequeño al que generalmente atendía él porque su mujer estaba en estos años demasiado ocupada con su propia tesis de doctorado.

En el momento de despedirnos le pedí su dirección en Irán. Fue la única vez que noté una cierta tensión entre nosotros. Cuando años después encontré en mi librería de lance preferida un ejemplar a precio irrisorio de Reading Lolita in Tehran lo comprendí: recibir correspondencia de gente extranjera no estaba bien visto, ni tan siquiera entre los intelectuales.

Al día siguiente de marchar él me llevé una pequeña sorpresa: en una estantería de la residencia, donde abandonábamos nuestros libros ya leídos para que los otros hicieran uso de ellos, apareció uno misterioso en farsi: era la Biblia. Según parecía había sido su lectura nocturna los seis meses que pasó entre nosotros. Conservo el libro entre los míos como un memento de aquella breve pero, para mí por lo menos, hermosa amistad.

Me pregunto qué hará en toda la turbamulta el profesor Fallah. Esté donde esté, hoy quiero enviarle, aunque sea con el pensamiento solo, mi más cariñoso recuerdo.




lunes, 22 de septiembre de 2008

Tres congratuleishions


Como me suele ocurrir ya desde antiguo, acabo de caer en la cuenta de tres celebraciones que, aun con retraso de unos días, no quiero dejar pasar intonsas: la primera es la de la entrada del otoño, esa estación que siempre será mi preferida; la segunda, los doce meses que acaba de cumplir este mi blog; la tercera -y con mucho la más importante- el cumpleaños de una amiga muy querida a la que hace ya más de un lustro que no veo y cuyo afecto me acompaña desde que éramos casi unos críos. A ella y a todos, felicidades por la estación y por la vida; y a mí, por haber podido compartir este blog con vosotros. Muchas gracias. Un abrazo grande.






lunes, 17 de marzo de 2008

Natalia


Вашу мысль
мечтающую на размягченном мозгу,
как выжиревший лакей на засаленной кушетке,
буду дразнить об окровавленный сердца лоскут:
досыта изъиздеваюсь, нахальный и едкий.

У меня в душе ни одного седого волоса,
и старческой нежности нет в ней!
Мир огромив мощью голоса,
иду - красивый,
двадцатидвухлетний.



Your thoughts,
dreaming on a softened brain,
like an over-fed lackey on a greasy settee,
with my heart's bloody tatters I'll mock again;
impudent and caustic, I'll jeer to superfluity.

Of Grandfatherly gentleness I'm devoid,
there's not a single grey hair in my soul!
Thundering the world with the might of my voice,
I go by -- handsome,
twenty-two-year-old.


Vladimir Mayakovsky

(From the prologue of A Cloud in Trousers)



¡Uf, que alivio! Ya acabé con lo de la conferencia y puedo vivir tranquilo. Para los que no estuvistéis allí (la mayoría): la cosa salió no mal del todo, el público, correcto, soportó muy estoicamente los ataques de sopor, reprimió de forma educada sus pulsiones, no arrojó ningún objeto contundente al conferenciante y hasta tuvo la amabilidad de preguntar varias cosillas al final y de aplaudirme casi más de a Pavarotti la última vez que por aquí anduvo. El punto cumbre de la faena fue –para mí por lo menos- éste: nada más abierta la entrada del auditorio pasan unas simpatiquísimas abuelitas decimonónicas, me echan un ojo de patriarca gitano experto tasador de burros y lanzan de sobaquillo un “¡qué profesor más guapo!” que me llegó al alma; pero, vaya, hasta los más encerrados columbros de su séptimo sótano. Hacía ya casi dos décadas que nadie me dedicaba palabras tan estupefacientes, y lo cierto es que la última vez me lo pusieron más a tiro que a Fernando séptimo: fue cuando estrenándome como docente en un instituto femenino de mi tierra compartía el tablao con un equipo de profesores de los cuales el más joven me llevaría unos treinta y pico años de ventaja. Más regalado, imposible…

En fin, que al día siguiente, ya libre de la losa del negocio de la víspera, decidí hacer algo de provecho y, recordando que tres días después regresaba a Moscú mi compañera Natalia, la profesora invitada de Ruso, la llamé y, como despedida, nos fuimos a comer a “Hidamari”, el restaurante que aparece en el margen del blog. A Natalia la conocí a principios del pasado abril, cuando empieza el curso académico por estas latitudes. Resulta que entonces, todos los años y delante de unos seis mil nuevos alumnos (tres mil cada día) me toca a mí hablar unos minutillos sobre la maravilla que es el aprender el idioma este en el que escribo ahora, de su gran utilidad, hermosura y beneficio general para mentes educandas urbi et orbe. En fin, que ese día fatídico para mí (porque lo paso fatal) a Natalia le tocaba también salir a la palestra acompañada por otros seis nativos de las lenguas principales que enseñamos en el Centro (ruso, coreano, chino, alemán, francés, inglés y español). En el escenario, puestos en fila, cada uno saluda en versión original, improvisa alguna frase y se despide. De este cirquillo –dura unos diez minutos- yo me veo libre: otra profesora es tan compasiva de hacerlo en mi lugar; yo ya he tenido suficiente explicando unos momentos antes lindezas como el que los hinchas del Real Madrid vociferan precisamente more cervantino y el que en Venezuela no se habla inglés o, en su defecto, venezolano, como alguno parece en su juvenil inocencia todavía creer. Cuando Natalia estaba esperando a que le tocara la vez para convertirse instantáneamente en una estrella del show business se acercó una de las secretarias y me preguntó en japonés: “¿No podría hacer usted algo? La profesora de ruso debe de estar helada (la sala de detrás del escenario goza del microclima perfecto para la cría en cautividad del pingüino emperador), además hasta dentro de una hora no tiene que salir…” Inmediatamente me volví hacia mi compañera y le pregunté: “¿No querrías tomar un café o algo?” Ella me miró con cara de sorpresa, pero de una sorpresa bastante esperable, de algo así como “ya sabía yo que estos latinos todos son unos tíos de un ligón incorregible…” La cosa es que Natalia no entendía una palabra del habla de esta tierra y, por consiguiente, no había podido descifrar el significado de las que había pronunciado la amable muchachita japonesa.

En fin, nos fuimos hasta una de las salas de profesores, nos servimos el brevaje –una máquina las expende- y le di un somero “tour” por las dos bibliotecas del campus que teníamos más a mano. En una de ellas, mientras yo le enseñaba los libros en ruso de las estanterías, encontrándome con una traducción de unos relatos de Cortázar, tontamente comenté: “Es un autor argentino muy interesante. Seguramente no lo conoces…” Ella me miró, entre sorprendida e indignada, y respondió: “¿Por quién me tomas? No es que lo conozca: he leído gran parte de su obra…” Ni que decir tiene que, como añadiría bobamente el otro, “aquel fue el principio de una hermosa amistad”; hermosa, pero breve y limitada casi a cuatro charlas sobre literatura a trashoras en las oficinas de nuestro negocio…

Para mí Rusia, y en particular su idioma, siempre ha tenido un atractivo grande. Hoy en día sigo considerando a esta lengua como la más eufónica de todas las europeas y a sus gentes, (por lo menos las que yo he conocido) como unas de las que mejor entienden qué sea eso del vivir disfrutando de nuestra estancia en este mundo lacrimoso. Mi relación con la parla de Pushkin comenzó una tarde de otoño de hace casi treinta años. Aquel verano había estudiado francés intensivamente y pensaba matricularme en el instituto de idiomas de la Universidad. Con todo, dudaba: también quería aprender alemán, había oído que era cosa difícil y pensaba si sería conveniente iniciarse en ello a la edad más temprana posible… En fin, que ante la ventanilla de admisión, en lugar de marcar la cruz en una de las dos lenguas por las que no acababa de decidirme, la puse en la última de la lista: el ruso.

Lo estudié sólo un curso, pero lo hice con esa intensidad con la que seguimos las pasiones de nuestra primera juventud, eché toda la energía que me permitían mis años mozos (que era mucha) y eso me llevó a conseguir una base sólida que me ha hecho posible el continuar durante estas tres décadas el estudio por mi propia cuenta, disfrutando de ello como sólo sabemos hacerlo los viciosos de los flipes lingüísticos. A estas alturas ni puedo hablar con soltura, ni leer un periódico sin mucho diccionario, pero la vuelta sobre alguno de los manuales de aprendizaje que guardo entre mis libros o la labor de desciframiento, con ayuda de una versión bilingüe, de un poema como el que pongo arriba, es uno de los placeres más subidos que he experimentado en mi vida…

Qué más decir: a estas horas Natalia estará ya embarcada en su avión rumbo a las vegas bullentes del Moscova; y yo me quedaré aquí, contemplando infinitamente el Potemkin, espiando los amores prohibidos del insolente, del irresponsable, del maldito, imperecedero y genial Maiakovski; me quedaré aquí, escuchando a Borodín y ensoñando con un paisaje de nieve sobre el que, mientras al fondo se elevan las cúpulas de la catedral de San Basilii, la momia de Vladimir Ilich, aburrida, al fin, de su siesta ya casi centenaria, harta sin remedio de esa eterna y celestial pereza de que gozan los muertos, se levanta, se desentumece y, pícara, por entre las murallas, incrédulas, del Kremlin, persigue a una horda adolescente y terrorífica de turistas americanas macdonáldicas.





miércoles, 19 de diciembre de 2007

Dos amigos

Decía mi abuela (y Chus Lampreave en "La Flor de Mi Secreto") que "en mi casa hasta el culo me descansa." Bueno, pues tras una semana de no parar por la Piel de Toro, ya estoy otra vez en la mía, y aunque sea brevemente quiero dejar constancia ahora de mi particular y odiseico periplo.

Empezaré por lo malo: me ha causado mucha tristeza el no poder disfrutar de más tiempo con mi familia (unos minutos perdidos aquí y allí) y no encontrarme en absoluto -en un caso muy brevemente- a mis maestros y amigos, a varias de las personas que, aún sin verlas durante mucho tiempo, siguen siendo tan importantes en mi vida: no las nombro porque ellas saben quienes son. Con todo, después de cinco años sin volver por mi tierra de origen esta semana ha estado llena de sorpresas, casi todas gratas. La primera es que, por primera vez, he disfrutado de un simposio, del que, con el título "Civilizaciones y fronteras" hemos celebrado en la suave Salmántica. A mí estas cuestiones de congresos académicos siempre me han dado muchos repeluses. Soy de los que pienso que casi todo está en los libros: que si el contenido de lo que se dice merece la pena al final se publica y uno puede disfrutar de esas actas en su casa tranquilamente. En fin, viendo estas cosas como mero turismo camuflado, siempre que había podido declinaba mi participación. Ahora me estaba vetado hacer lo mismo por el simple motivo de que fue precisamente mi Universidad la que me encomendó la organización del evento y que, por mera cortesía, no podía negarme.

Para no ser prolijo lo diré en cuatro palabras: hasta el tener que hacer de moderador, presentar una ponencia y contestar a las preguntas de los sabios, me ha divertido no poco; pero lo mejor de todo es que he hecho un montón de amigos a los que espero ver, si es posible, en el próximo simposio internacional del año que viene, el que según me dicen se organiza en Canadá.

Estas nuevas amistades son fundamentalmente miembros del equipo de investigación japonológica de la Universidad Han'yang, dirigidos por la profesora Chung, la gran señora de los estudios de Niponología de Corea. Por el Museo del Prado, la Alhambra y los edificios de Gaudí he disfrutado de su sentido personal del humor, humanidad y sencillez, así como del de los otros quince miembros de la expedición de ese país. Cuando nos despedimos para regresar cada uno a nuestra tierra les dije "me iría con ustedes a Corea" y no era retórica.

En aquellos programas históricos de televisión de nuestra infancia siempre había alguien que tras llevarse las mil pesetas -de la época- o el apartamento en Lloret de Mar preguntaba "¿Puedo saludar?" Yo aquí, antes que nada, quiero reverdecer aquella regia costumbre y enviar los mejores deseos de felicidad a las hermanas de Paco de la Vega, que por lo que me cuenta él, sin conocerme de nada, son lectoras de estas líneas y que, además, son tan amables hasta para reírse con mis ocurrencias. Muchísimas gracias.

Hablar con mi familia después de tanto tiempo, el simposio, la compañía de mis colegas, el viaje y las risas que le han acompañado, todo ha sido excelente, pero una de las mejores cosas que me han pasado ha sido el poder ver después de diez años a mi queridísimo amigo Paco y haberle encontrado tan bien como le dejé la última vez que nos despedimos, aquella resplandeciente tarde de verano, en un pueblito de su tierra donde vivía. Las canas inevitables a mayores que ahora luce no hacen sino darle aún más el aire de filósofo antiguo con el que pintábamos en la facultad a ese Séneca que nos aparecía en el magín durante las clases de aquella tonante profesora por la que sentíamos el mismo temor reverencial -imagino- que los romanos por sus dioses penates. En fin, que esas siete horas que pasamos juntos en los Madriles ya son para mí inolvidables y casi míticas. Me llevó a cenar a un restaurante "de toda la vida" de la parte antigua donde lo peor no era sin duda la mulatita caribeña que nos servía las viandas. Nos pusimos al día de nuestras cuitas, esperanzas y temores; regamos la comida con un vino estupendo de Rioja y a su hilo recitamos sus poemas y los míos -muy indecentes, en su mayor parte- para asombro, supongo, de los comensales de las mesas vecinas. Cuando, después de un largo paseo -tradición nuestra-, a las dos de la madrugada me dejó en el hotel de la Gran Vía en el que me hospedaba con mi grupo, al despedirme de él, me vi en un estado de euforia como hacía mucho tiempo que no me encontraba. Supongo que se debería a esa verdad que hace tanto ya nos descubrieran los griegos y que a fuerza de repetida hemos venido olvidando: sin nadie a nuestro lado que nos entienda, la vida, de verdad, es que no vale medio duro.

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