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sábado, 11 de octubre de 2008

La gente feliz no tiene ni historia

Hay tres pequeños países europeos que desde mi juventud me son especialmente queridos; por ellos -con alguna semana de repaso mediante- me podría orientar chapurreando el idioma, pero la pereza me ha impedido ir hasta sus tierras. En distintas épocas de mi vida mi mayor deseo fue perderme por la sombra de la catedral de santa Ana, en Vilnius, por las calles derrengadas del Bucarest antiguo o entre la luz de insegura de primavera de la bahía de las brumas -ésa es la etimología del topónimo- de la bucólica Reykjavík.
Durante esta década y media de mis años en Japón, cuando me atacaba la melancolía murmuraba a mi camisa: ¿Qué haré yo en un rincón de bárbaros si a estas horas debería andar de clase por la Universidad de Islandia? Qué le vamos a hacer: para mí siempre la brisa de la isla del norte me ha traído un poco del rumor del Valhalla: ¿habrá rincón del mundo con mayor saturación de calidad literaria per capita? Si comparamos el gran nivel de sus letras medievales y el magro número de habitantes, no. ¿Habrá población con mayor sensibilidad ecológica? Difícilmente, vaya; con todo, lo que más me ha fascinado inmemorialmente de Islandia ha sido ese empeño de sus nacionales de ir poniendo siempre por delante el afán de vivir una vida centrada en los valores de la ilustración, las artes y las ciencias, el respeto al otro y al entorno, y por encima de todo, a una tradición de austeridad y equilibrio.

Mea culpa por olvidar lo que sé de hace mucho, que también los paraísos esconden su trastienda: esta semana, en las heladas tumbas del cementerio de Keflavíc, los tuétanos de los bisabuelos, sobrios protestantes campeones del ahorro, andarán hirviendo de cólera al ver cómo la carne de su carne ha acabado convirtiéndose en eso que cuarenta generaciones de la recia y orgullosa casta venían abominando:  vulgares idólatras del becerro de oro.
Galbraith, en su magistral exposición del Crack del 29 nos lo dice: no hay sociedad opulenta de la historia que haya sabido parar a tiempo y sustraerse a la locura y a los siete años de las plagas subsiguientes. Pero este conocimiento es tan viejo como el mundo: al tiempo que predicaban el meden agan, su nada en demasía, ya lo sabían los antiguos: o Apolo o Dionisos. Para las naciones nunca habrá término medio. 






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