
No me molestaré en templar ninguna gaita: esa campaña internacional ha excitado todos los sensibles resortes de mi anti-nacionalismo feroz. Que el Tíbet sea parte de China o de Andorra la Bella me trae absolutamente sin cuidado; no así el que los ciudadanos de ese rincón del globo gocen de los beneficios de la libertad, a saber: derecho a la vida, a la salud y a la cultura. Si hoy en día los habitantes de la altiplanie en cuestión carecen de esos derechos básicos no lo es tanto porque su pasaporte sea éste o aquél -el Paraíso de los Lamas, por otro lado, no fue nunca un ejemplo de libertades públicas-, sino por la simple y llana razón de que en China no existe una democracia que merezca tal nombre. Ése debería ser el legítimo objetivo de la protesta: exigir inmediatamente elecciones plurales y transparentes en el Gran país del Centro, buscar caminos para reforzar a todos los heroicos opositores que en cualquier punto de su interior luchan contra la férrea tiranía comunista.
El desgarro de una parte sustancial de esa nación, multiétnica desde casi sus orígenes, traería consecuencias gravísimas en la estabilidad del planeta, también de aquellos territorios cuyos dirigentes ahora jalean la tan insensata causa tibetana. Se lo tendrían merecido, claro; pero ya se sabe: no es siempre el que agita tontamente el árbol de castañas quien recibe en su cabeza el castañazo inaugural, o ni siquiera el más contundente...