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viernes, 23 de noviembre de 2007

Cata Francia, Montesinos, / cata París, la ciudad, / cata las aguas del Duero / do van a dar a la mar …

Fue precisamente en la expedición que llevó a cabo por el interior de los Estados Unidos mi paisano Francisco Vázquez de Coronado cuando un primer europeo pudo contemplar esa maravilla que cuentan que es el cañón que ha excavado durante milenios el famoso río Colorado. El pobre don Francisco se quedó sin verlo: pero la impresión que le transmitió quien sí tuvo la suerte de echarle el ojo, uno de sus muchachos, García López de Cárdenas, no le dejaría duda alguna de la grandeza del descubrimiento. Al hilo de esto me viene a la cabeza el que Lorca, en la primera carta a su familia desde Nueva York contaba que se sentía asombrado al comprobar el hecho de que una obra de la humanidad –los grandes rascacielos de Manhattan- pudieran sobrecoger tanto como las de la naturaleza. A mí me pasó lo mismo cuando me encaramé en uno de los observatorios del Gobierno Metropolitano y vi esa inmensa aglomeración humana: en Madrid si uno se sube a la última planta del edificio del Corte Inglés y otea, el campo no queda tan a lo lejos. En Tokyo no sucede lo mismo y esa realidad sobrecoge a los que tenemos el pelo de la dehesa un poco intransigente. Eso sí: la segunda vez ya es casi como si uno lo hubiera visto desde el día en que nació. Por contraste, observar el sol que se pone sobre las montañas de enfrente de mi casa es un espectáculo que, aún después de tantos años, todavía me obliga cotidianamente a abandonar mi tarea y a contemplarlo.

Árboles y ríos son las dos presencias naturales que más me impresionan: los primero como cantos a la vida, poemas perfectos y mudos, cada uno diferente, cada uno irrepetible e incomparable. Lo escribió en ripio de tierna ingenuidad uno de esos “war poets” de la Primera Guerra Mundial de los que tengo ganas de escribir algo, el sargento Joyce Kilmer, del 165 de Infantería del ejército de los Estados Unidos: “I think I shall never see / A poem lovely as a tree.”

Los ríos me fascinan por motivos muy diferentes de los de los árboles. El fundamental –además de su majestuosa grandeza-, por los diferentes caracteres y matices que adquieren en su recorrido, y también, por los el contraste de éstos entre un río y otro. Con respecto a lo primero, de los tonos cambiantes de una corriente al fluir, tomó nota de forma extraordinaria Smetana en la composición dedicada al que recorre gran parte de su tierra: el Moldava. Si alguien no ha escuchado esta pieza desde aquí le recomiendo que lo haga: gozará con su ingenuidad descriptiva.

Mencionad los nombres de los ríos y, aunque no los conozcamos en persona, los recuerdos, las sensaciones, los sueños volverán: el Sena, y con fondo de música de acordeón aparecen siluetas de amantes recortadas sobre las primeras luces de las farolas y las últimas del crepúsculo; en el Arno sentimos la tristeza del Dante por esa Beatrice que entreviera sobre sus aguas; al Rubicón, humilde arroyuelo, tanto que no creo que mucha gente –yo el primero- lo pudiera localizar en un mapa mudo, lo vemos teñido por los siglos de legendaria historia romana; el Ebro, para los españoles de la posguerra era sinónimo de masacre, como también lo sería el Marne para los franceses o el Oder para los alemanes.

Existen ríos con nombres misteriosos. El que para mí se lleva el premio será sin duda el Támesis, el “río de la muerte” de los celtas británicos. De muchos de ellos los indoeuropeístas han podido descifrar o, como poco, conjeturar, su significado: a los interesados recomiendo Los indoeuropeos y los orígenes de Europa, de D. Francisco Villar, sin duda el mayor especialista mundial en hidronimia y su origen. Según el profesor Villar podemos rastrear tres estratos fundamentales: uno superior, histórico; un segundo, paleo-indoeuropeo; y un tercero pre-indoeuropeo. Con respecto al primero no hay demasiado que decir: se trata de los nombres que dieron a las corrientes de agua nuestros antepasados directos: los romanos, los griegos, germanos, celtas y eslavos. El paleo-indoeuropeo nos habla de pueblos que dominaron nuestro continente hará unos cinco milenios. Esta gente, no obstante, hablaban idiomas emparentados con los nuestros. El tercero, profundo y mucho más misterioso: se trata de etnias de las que desconocemos casi todo por lo que respecta a su lengua, pero de los que, gracias a restos arqueológicos abundantes y al trabajo detectivesco llevado por la gran arqueóloga americana Marja Gymbutas, sabemos que eran gentes con una gran cultura, gentes que contaban, por ejemplo, con comunicaciones agilísimas (restos de materiales producidos en el Mar Negro se han encontrado en Britania y viceversa). Como digo, desconocemos casi todo: pero nos quedan los nombres de sus ríos.

La gente de las letras ha jugado graciosamente con ellos: algunos ejemplos un poco al tuntún. Todos aprendimos las Coplas de Jorge Manrique en las que “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir…”. Lo que separaba la tierra de muertos y de vivos en el mundo fantástico de la antigüedad era una extensión acuática, a veces un lago; las más, un río. El Rhin cuenta con una presencia decisiva en toda mitología germánica, la literatura alemana e inevitablemente, en Wagner. Las ninfas que “estaban en el río metidas” salen del Tajo y “somorgujan su cabeza” en los versos de Garcilaso. Fue En las orillas del Sar donde la entrañable Rosalía escribe su obra Castellana. Mi añorado Tormes aparece varias veces en nuestras letras, alguna con tintes no muy positivos. El "aprendiz de río", el Manzanares, era ya conocido en la literatura -en la picaresca, por ejemplo- mucho antes de que la periodística deportiva lo inmortalizara gracias al nombre de un estadio…

Heráclito decía que uno “no se puede bañar dos veces en el mismo río”. Pero ya se sabe: “Con el tiempo hasta los tiempos se cambian.” Por fortuna el Guadiana, el Wad-anas de los árabes, el río Anas de aquellas tribus desconocidas que poblaron nuestra Península mucho antes que nosotros, ése, nunca cambiará: inevitablemente acabará pasando, al final, por Valladolid…

domingo, 11 de noviembre de 2007

Sushi de morcilla de Burgos

Son las ocho de la noche, acabo de meter a mi heredero en el futón y por fin me pongo a escribir. Como hoy mi santa esposa tenía un trabajo relacionado con el famoso jardín de infancia, me ha tocado hacer de padre y madre en una pieza y no se me ha ocurrido cosa mejor que llevar al niño al acuario de Enoshima, a ver los pingüinos, los delfines, los tiburones y demás maravillas marinas. El momento cumbre de la visita ha sido cuando me ha dicho: "Papa, ¿me compras un pingüino?" He respondido que me parecía muy buena idea, que seguramente a su madre le iba a gustar para la cena. Él me ha dedicado una mirada de incredulidad idéntica a la de mis estudiantes cuando les suelto esas bromas que invariablemente nunca entienden. Creo que me ha salido más japonés de lo que yo pensaba desde que le vi aquella cara de pícaro que traía al nacer. A la vuelta no me ha perdonado la visita a la biblioteca de Atsugi (ya sabéis, donde tenía su garaje Mac Arthur), ni la cenita en un restaurante de por allí, con postre salvaje incluido. He llegado agotado y ahora pensaba resarcirme contando prolijamente este día en el que me he comportado como padre modelo. Después de leer la polémica que ha generado mi último artículo me voy a ahorrar la bitácora del dominguero y puntualizaré algunas cositas que creo que debería haber aclarado antes, porque nunca es tarde. Como parece que el problema principal son los números, o sea, las cifras de lo que ha costado el Cervantes de Tokyo, voy a empezar hablando de ellas, en fin, poniendo un poco las cosas en contexto.

Cuando D. Francisco Villar, nuestro profesor de Indoeuropeo de mis años mozos, nos hablaba del sistema de numeración solía empezar su discurso refiriéndose al más primitivo que se conoce. Según parece hay algunos grupos lingüísticos -seguramente sería mejor usar el pasado- cuyas matemáticas se reducen a cuatro números: "uno, dos, tres, muchos". A cuatro parece ser que no llegan, o si lo hacen, no distinguen más allá. Son gente que no tienen necesidad o preocupación de contar ganado, lentejas, ni mucho menos monedas. Los japoneses, seguramente por suerte para ellos, gozan de un sistema mucho más sofisticado. Bueno, por suerte para ellos, pero no para los que de vez en cuando nos vemos en la papeleta de traducir discursos de gente importante. Me explico.

Hará unos tres años teníamos una fiestecilla de esas otoñales de la "Asociación 'Universidad de Salamanca en Japón'", de la que, como es sabiduría mostrenca, yo soy uno de los insignes directores. Bueno, pues al entrar por la puerta, se me acercó el secretario y me dice muy amablemente: "Profesor, ¿podría usted traducir unas palabritas, un brindis de unos cuantos segundos, del Sr. X, presidente de la sección lingüística de la Fundación Japón?" Yo, como nunca aprendo, dije que sí. Por si a alguno de los que puedan leer esto le sirve de algo lo digo: ante una situación similar, se suelte un no, no se salga de ahí, y punto. El consejo no es mío, sino de Donald Keene, el más importante japonólogo contemporáneo a quien yo he tratado realmente poco, y eso me da mucha pena. Él me lo dio a toro pasado varios minutos después, cuando ya no había remedio. "Pero, hijo -me regañó-, ¿sabes tan poco de la cultura de este país como para creer de verdad que un brindis de un intelectual que desempaña un cargo político durará solamente unos segundos?"

Ya os lo habréis imaginado: el señor en cuestión habló durante unos quince minutos. De vez en cuando se paraba, me miraba y yo tenía que traducir a toda velocidad sus palabras, y eso sin contar tan siquiera con la ayuda de una libretita para ir tomando notas, la herramienta básica de todo traducteta, incluso el amateur. Bueno, la cosa es que en un momento determinado yo traduje algo así como que la Fundación Japón debía de tener por el mundo unos diez millones de profesores y que los alumnos ascendían a varias veces la cantidad de los habitantes actuales de nuestro planeta. Esto me pasó -además de por bobo- a causa del susodicho sistema de numeración nipónico: mientras nosotros contamos en unidades, decenas, centenas, millares, decenas de millares y tal, ellos lo hacen un poco a su manera: hasta llegar al millar la cosa no cambia, pero en las decenas de millar introducen una unidad de la que nosotros carecemos: el man, y esto complica la cosa. Lo explicaré simplificando un poco: lo que nosotros llamamos "un millón", para ellos serán "cien manes"; diez millones nuestros, se convierten en mil manes; y cien millones occidentales, en un oku. En definitiva, que entre manes, okus y mandangas, o uno escribe la cifra y la traduce leyéndola directamente del cuaderno, o le puede suceder lo que a mí: que toda la población del globo, gracias a la Fundación Japón, acabe estudiando la lengua de estas islas.

Yo me pasé varios pueblos con mi desatino; pero lo que sí es cierto es que La Fundación cuenta con un gran número de profesores por el mundo. Y esto lo digo para aclarar una cosa en la que el bueno de D. Ricardo erra de plano: si él, o alguno de sus hijos o nietos, estudian alguna vez japonés en una universidad española hay una probabilidad digamos como del cincuenta por ciento, de que lo estén haciendo no a costa del erario de nuesto Estado Español, sino de los sufridos contribuyentes del Japonés, entre los cuales me incluyo. En el caso de que don Ricardo fuera árabe, hispanoamericano, africano o nacional de algún país del sudeste o del centro de Asia, esa probabilidad de que el profesor que enseñe la lengua japonesa reciba su sueldo íntegramente de la Fundación Japón es muy alta. Esta Fundación de la que hablo no es otra cosa que la agencia nacional que se encarga de las relaciones culturales con el resto de los países. Una de sus labores es proporcionar enseñantes de idioma japonés a las universidades que, por motivos económicos fundamentalmente, les sería muy difícil conseguirlos por sus propios medios. En algunos casos, como es el de España, apoyan proyectos en naciones no tercermundistas, países que, si se lo proponen, tienen toda la capacidad del mundo para hacer frente a la minuta de un niponólogo.

¿Por qué malgasta así el dinero del contribuyente el Gobierno de Japón? Me imagino que sólo por seguir la que es consigna nacional de cualquier empresa exitosa de estas tierras: Kyakusama, Kamisama, o sea: "El cliente es Dios". Aunque la conducta de los últimos gobiernos parece desmentirlo, los japoneses no tienen un pelo de tonto: saben que gran parte de su riqueza procede del exterior, del comercio global, y están al tanto de que sin una buena relación con sus clientes la prosperidad se acabaría. Se trata del "macizar" que tan gráficamente nos ha mentado Paco de la Vega.

Maestros del macizamiento nipónico han sido siempre los franceses: cátedras de lengua y cultura japonesa en gran parte de las universidades del país, cantidades (y calidades) notables de expertos en la literatura y el idioma nipón, relaciones bilaterales cuidadas con mimo (un ejemplo rotundo es el centro de Tokyo del que hablaba ayer). ¿Resultados de todo ese desperdicio de carnada? En cualquier kiosko del país, en cualquier supermercado por mínimo que sea, cuando uno pide agua mineral la primera botella que aparece es de Evian, Valvert, Vittel... El vino, el queso, el champán, la moda, los coches, los restaurantes... Para no hacerme prolijo relataré sólo una anécdota que me contó hace unos diez años un diplomático español: el acero japonés goza de la reputación de ser el mejor del mundo. ¿Por qué, entonces, la mayor parte de los hornos de panadería y pastelería del país están importados de Francia? Sencillamente gracias a un prejuicio cultural positivo hacia la superioridad culinaria del mundo francés, un prejuicio alimentado muy sabiamente a lo largo de décadas por por nuestros queridos hermanos gabachillos, en muchos casos a costa del erario público galo.

¿Es el Cervantes de Tokyo parte de una campaña paralela de promoción a la realizada por Francia? ¿Le va a mermar un euro a la pensión de D. Ricardo? Ni mucho menos: el Cervantes de Tokyo -como explica Moisés "El Fotero" en su intervención- es un negocio, un gran negocio que, a pesar de los costos de la inversión en infraestructura propia de cualquier otro proyecto empresarial, dará con toda seguridad unos pingües beneficios. La prueba de que esto es así la proporciona el observar en qué momento se emprende la aventura: en uno en el que la divisa japonesa y el precio del suelo edificable se encuentran al nivel más bajo de las últimas décadas. Hace veinte años una empresa de este tipo habría sido un esfuerzo de promoción de la imagen de España a costos desorbitados; hoy en día, habida cuenta de la gran masa de clientes potenciales que en la década siguiente tendrá el Cervantes, no haberlo abierto habría sido escandaloso. "¿Qué clientes potenciales?" Se podría preguntar D. Ricardo. Yo, todas las semanas, me encuentro por lo menos con alguna persona de más de cincuenta años que me cuenta la misma historia: "Pues yo estudié español en la universidad. Me da mucha pena haberlo dejado; pero, bueno, ya verás cuando me jubile..." Pues ahí están: ávidos de conocimiento, sin problemas de dinero, con todo el tiempo del mundo a su disposición...

España tiene una imagen extraordinaria en Japón: es Jonetsu no kuni, "el país de la pasión." Dentro de la mitología nacional los hispanos somos gente que realmente sabemos disfrutar de la vida, con intensidad. Nos envidian como a pocos. Si de verdad fuéramos inteligentes no se habría abierto el Instituto de Tokyo ahora: a estas alturas existirían ya, como poco, otros en Yokohama, Osaka, Kobe, Kyoto, Fukuoka, Sapporo... Y ya la morcilla de Burgos sería seguramente el plato nacional.

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