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sábado, 26 de abril de 2008

La casa del parque


Finalmente ya estamos asentados en la nueva casa del parque. Aunque no se trate de un lugar tan bucólico como el de la pintura, lejos no le anda. Por las mañanas, cuando voy al trabajo, lo hago por el camino de un río desde el que me saludan las ánades reales y un solitario cormorán -negro, impresionante- que a esas horas están procurándose el desayuno. Hace unos días, cuando volvía por la tarde, me topé con una víbora de más o menos dos metros que plácidamente tomaba el sol sobre un bloque de cemento.

Estamos todavía rodeados de cajas, pero esperamos salir con el oficio durante la pequeña vacación de golden week.

Es conocimiento público que, desde hace más de treinta años, me pegan bajones anímicos de intensidad variable durante la primavera: este año los estoy combatiendo, además de con paseos por el monte, con sesiones de escritura poética -he vuelto a los sonetos eróticos- y ensayos musicales pianeros. Otro día intentaré explicar cuál es el motivo por el que creo que éstos (amén de la práctica del dibujo) me parecen que sean los mejores tratamientos para los ataques de la bilis negra que, por lo que nos dicen los libros, han acechado a la humanidad desde que el mundo es mundo.

Eso es todo: el niño lleva ya dos horas de siesta y si no lo despierto ya, por la noche no hay quien lo acueste. Aunque esté lloviendo nos vamos a dar un paseo hasta la biblioteca de Tsurumaki a tomar prestado algún librito: la paternidad, ya se sabe...




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