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martes, 1 de marzo de 2011

El maestro de piano que nunca tocó un piano


Como ya saben mis eruditos lectores, el primer título que logré en mi vida fue el de licenciado en filología clásica. A pesar de haberme pasado ocho años estudiando latín y siete griego, cuando acabé con el diploma en la mano era incapaz de descifrar un texto en esas lenguas sin la artillería pesada de un buen diccionario y su largo rato de reflexión. Eso me causó el convencimiento de que era un verdadero negao con los idiomas; para mi sorpresa pasaron los años y logré, con menos tiempo y esfuerzo que le había echado a las parlas clásicas, no solo llegar a leer esta y aquella, sino hasta entender y hablar con soltura una supuestamente tan esotérica como es la japonesa.

¿Cuál era el secreto? No me voy a extender en explicarlo, porque lo hace mucho mejor Carlos Martínez en este artículo extraordinario, que he recuperado gracias a la sagacidad de Alvarus Alonsus, quien ha tenido la energía y sapiencia de traducirlo con no poca donosura a la lengua de Virgilio.

¿Qué aprendemos de esta fábula latina? Vete tú a saber, pero yo, esto: si uno quiere comprender realmente qué sea la literatura, llegará más lejos intentando escribir un relato, un romance o una comedia que metiéndose entre pecho y espalda diez tomos de una historia de la cosa. Si quieres saber de música, deja el aparato reproductor y aprende a tocar un instrumento, escribe la canción del verano o solfea La vaca lechera.

Sólo la práctica hace al maestro. Ya lo decía Woody en La última noche de Boris Grouchenko: "–¡Qué bien haces el amor!" "-Es que practico mucho solo..."



lunes, 14 de septiembre de 2009

Humanismo en cáscara de nuez


Según se dice, las facultades que el humanismo pretende desarrollar son la capacidad crítica de análisis, la curiosidad que no respeta dogmas ni ocultamientos, el sentido de razonamiento lógico, la sensibilidad para apreciar las más altas realizaciones del espíritu humano, la visión de conjunto ante el panorama del saber, etc. Francamente, no conozco ningún argumento serio para probar que el estudio del latín y el griego favorecen más estas deseables cualidades que el de las matemáticas o la química. [...]
Aquí está el secreto: la virtud humanista y formadora de las asignaturas que se enseñan no estriba en su contenido intrínseco, fuera del tiempo y del espacio, sino en la concreta manera de impartirlas, aquí y ahora. No es cuestión del qué, sino del cómo. Si el latín o el griego se convierten en jeroglíficos atrabiliarios para atrapar a perezosos, si enseñan esas lenguas sabios truculentos que parecen convencidos de que Eurípides escribió sólo para proponer ejemplos de aoristo, si los atisbos de la poesía y el drama del esplendor clásico son reprimidos con ociosas desviaciones a la severa dedicación gramatical, tales estudios no son más humanistas y desde luego pueden resultar menos útiles que la reparación de automóviles.

Dos citas sacadas de El valor de educar (Fernando Savater)


lunes, 6 de octubre de 2008

Un recuerdo emocionado


Paco Cortés y Julián Méndez escriben hoy en El País un obituario de D. Antonio López Eire. No he querido evitar incluirlo aquí, fundamentalmente porque nadie podría haberlo hecho mejor que estos dos extraordinarios discípulos del maestro. Del primero siento mucho no haber sido alumno en las aulas; del segundo sólo diré que, aunque recibí los tres suspensos más justos de toda mi vida académica (junio, setiembre y febrero) su asignatura fue una verdadera "adquisición para siempre". 






martes, 23 de septiembre de 2008

La muerte de un maestro



Me acaba de llegar la tristísima noticia de la muerte en accidente de D. Antonio López Eire. Al Prof. López Eire (y no en menor medida a su alumno, el Prof. Méndez Dosuna) debo uno de los regalos más preciosos que puede recibir un ser humano en los años mozos: la pasión por Homero. Ha pasado ya un cuarto de siglo, pero todavía recuerdo vivamente la atención exaltada con la que le seguía en clase, aquella forma tan brillante de recitar el texto original griego y después sus endecasílabos castellanos. Seguramente hoy el mejor homenaje que podamos hacerle sea releer aquella versión excepcional de la Ilíada. Descanse en paz.





miércoles, 13 de febrero de 2008

Yo soy aquel negrito

Ya quedó dicho por varias entradas anteriores: en mi juventud de la única insensatez de la que me tengo que arrepentir es, me parece, de la de haber sido tan sensato. "Quien de pollo por Séneca se tiene, de viejo en lo más lerdo que deviene" ha sido siempre uno de mis refranes favoritos; de defender su prístina verdad creo que puedo excusarme: basta mirar alrededor para encontrar ejemplos doblados que lo confirmen.

Pues bueno, quizá el despropósito más grande que cometiera en aquellos primeros años de mi vida, un despropósito del que ahora me enorgullezco y creo que con fundamento, es el de haber dedicado siete años de ella a estudiar griego clásico, y el haberlo hecho a tumba abierta, de forma apasionada, intensiva, irreponsable, haciendo oídos sordos a los consejos de los sabios que me zumbaban alrededor con la cantinela de otro refrán tan ponderado como el primero: "Trabajar en lo inútil es peor que no hacer nada". La lectura a pelo, libre, sin el uso del diccionario, intuyendo este significado, equivocándose en el otro, dándose de mollerazos contra los textos, es desde luego el placer más grandes que disfruta uno cuando comienza a pasar el nivel picapedrérico gramatical al que se ve inevitablemente condenado el neófito del estudio de cualquier sistema lengüero que el mundo haya parido. Los catecúmenos del idioma de Herodoto experimentan esa dicha casi universalmente enfrentándose a los discursos de Lisias, "la abeja ática", ese leguleyo meteco que, aún sin poder gozar de los beneficios de la ciudadanía ateniense, manejaba el idioma de sus vecinos con una gracia suprema, con una sencillez llena de hermosura que aún hoy en día, desde la otra orilla de los milenios, con tal de poseer una sensibilidad mínima, cualquier jovenzuelo alevín de helenista puede disfrutar.

Es precisamente esa condición de meteco, de inmigrante que diríamos ahora, la que me ha traído la figura de Lisias a la memoria. Atenas fue -por lo menos en su época de esplendor- lo que hoy llamaríamos "un lugar de acogida": gentes de todos los rincones del mundo conocido paseaban sus calles, pregonaban mercancías, discutían la última teoría de la naturaleza de las cosas, recitaban sus yambos o perseguían sus amores. Como ya sabéis eran los atenienses gente muy orgullosa de su ciudadanía, un orgullo que les llevaba a hacer casi imposible la naturalización a la gran cantidad de venidos de otras polis griegas; eso no impedía el que incluso desde el estado se estimulara la incorporación de nuevos y valiosos elementos extranjeros a la ciudad: si el propio Lisias nació en Atenas fue precisamente a causa de una de esas invitaciones, la que el mismo Pericles extendió al padre del orador animándole a asentarse en la ciudad de la que era mandamás primero. Los jerifaltes atenienses, gente lista y avisada como en el mundo ha habido pocas, bien sabían que su puesto de privilegio en la liga militar que comandaban, origen de su fortuna y su bonanza, no se podría mantener sin una sociedad dinámica y una economía pujante que hicieran al estado poderoso y enérgico, y estaban al tanto de que sólo en un ambiente de libertad que permitiera el ir y venir las mercancías, las ideas y las gentes podrían crear esa riqueza que exigía el exagerado tren de vida que necesitaba el mantenimiento del Imperio marítimo de cuyos diezmos y primicias gozaban con bastante cara dura. Mientras el negocio fue viento en popa las cosas, para todo el mundo, inmejorables. Pero ya se sabe: llegó el día de la ira, en la guerra a los atenienses les tocó perder y el gobierno de los Treinta Tiranos -en un gesto repetido y multiplicado en Alemania dos mil quinientos años después- destruyó contando con la pasividad de su población a la minoría de metecos ricos y, como aquel que no quiere la cosa, se fueron repartiendo alicuotamente los beneficios del pillaje por las esquinas y las sombras más recogidas.

Vaya, que este asunto de los derechos de ciudadanos contra inmigrantes, de la necesidad, conveniencia o no de admitir a gentes venidas de otros aires no es cosa de anteayer. La regla, entonces y ahora, ha sido siempre la misma: el rico, el que paga, pone siempre las condiciones, y las pone, obviamente, movido no por su buen corazón, sino por amor del bolsillo. Si Atenas no hubiera necesitado a gente emprendedora como el padre de Lisias -a su muerte, uno de los hombres más ricos de la ciudad- no se le habría invitado a cambiar de domicilio. Pero para todo hay excepciones, porque ¿qué tiene que ver esto con la masa de gente deshidratada que verbenea por las playas del Mediterráneo? Obviamente si los admitimos a nuestro paraíso es por mera humanidad, porque ¿a quién va a beneficiar tanta harapiencia, sin estudios, sin oficio, sin beneficio en este país nuestro, valhalla de licenciados, doctores e ingenieros? Por eso, y porque todo tiene un límite, habrá que decir algún día "basta", ¿no?

Los especialistas de la cosa que lean lo que sigue habrán de perdonarme. Háganlo con el afán de benevolencia que se le debe a un buen amigo: por dedicarme a ese despropósito de estudiar el griego no me dio tiempo a ponerme al tanto de cómo funciona el mundo tan complicado de los intríngulis económicos, de modo que las frases que vienen a continuación no son sino cuatro despropósitos que se me ha ocurrido hilar, en mi ignorancia, con el único fin de que quien de verdad entiende me corrija, me amoneste y me castigue: para eso esto es un blog y por lo mismo tenemos abajo comentarios.

Como veo que lo de las pateras les preocupa tanto a los políticos ahí les sugiero una solución barata, contundente y hacedera. La verdad es que no he tardado ni cinco minutos en pensarla, pero, en fin, aplicándola, el problema se acaba en cuatro semanas: se hace una legislación que condene a veinte años de cárcel (o al máximo que la ley permita) al desaprensivo que emplee a cualquier trabajador sin los papeles de regularización por delante y problema concluido. Los de las pateras serán pobres; pero tontos, no: si se juegan la vida es por la certeza de que van a encontrar trabajo, un trabajo, obviamente, remunerado por debajo de los límites legales, con cuatro perrillas, vaya. Desde su punto de vista el trato merece la pena; pero quien más se beneficia con la componenda es sin duda el "capital", ese ente abstracto tras el que estamos, en mayor medida, todos los que nos vemos a este lado de la raya, amparados bajo la santidad de la ley, las buenas costumbres y el sagrado "droît de sang".

Persiguiendo implacablemente al ejército que se aprovecha -nos aprovechamos- del inmigrante paterero los políticos acabarían con su flujo, sí; pero no sólo con él: también con la gallina de los huevos de oro. Toda la economía sostenida por la mano de obra ilegal -hay quien dice que un diez por ciento del tinglado, me parece- se hundiría sin remedio. La "legal", la que se beneficia de los salarios mínimos a la baja que provoca por mera ley de mercado la gran bolsa de mano de obra de la inmigración "no regulada", se vería gravemente malherida por la revaloración de los salarios de los currelas nativos: en cuatro días la señora que nos quita la canguinga de la letrina, la cocinera ecuatoriana de la abuela, el senegalés que recoge la pera en Lérida -bueno, sus sustitutos hispanos, ahora libres de competencia darwinista- iban a verse cobrando un sueldo superior al de un letrado: hasta seguramente alguno de éstos últimos se remangaría la camisa y dejaría el despacho aprovechándose de la coyuntura de la coyuntura.

Resultado: esta subida meteórica del precio de la mano de obra produciría efectos colaterales divertidísimos: sectores enteros de la economía legal, sufriendo nuevos salarios "reales", a la quiebra, y, por tanto, aumento furioso del desempleo; disminución en picado de las cotizaciones a la Seguridad Social; inflación desmandada consecuente, debida al aumento de costes en las empresas que lograran sobrevivir; menor competitividad en el mercado exterior y más paro por lo tanto... en fin, que lo del veintinueve, cosa de criaturas.

No sé del nivel de la cátedra de Economía en la facultad de Derecho de la universidad de Santiago hará unas tres décadas; por si acaso al santo de guardia le voy a ir poniendo unas velas retrospectivas para que no haya sido excesivamente bajo, para que los estudiantes que pasaran por sus aulas cuenten hoy con una formación competente en tan delicada disciplina y para que los despropósitos que oímos estas kalendas no tengamos que interpretarlos más que como mera estrategia para mantener contentos a tirios y troyanos y así conseguir los votos de ambos: del que paga cuatro cuartos al trabajador africano que le recoge la cosecha y de la abuelita algo aprensiva que pega un brinco cada vez que se cruza con uno de éstos yendo de camino a donde el pan. Porque si lo que se escucha por ahí es lo que nuestras lumbreras de verdad proyectan, si lo que dicen lo manifiestan de corazón sin darse cuenta de las consecuencias económicas que esa política que defienden nos traería, si de verdad y de la buena piensan practicar lo que predican; entonces, oye: apaga y vámonos.


domingo, 10 de febrero de 2008

αἰ δὲ μὴ φίλει, ταχέως φιλήσει...

Estos días, no estando muy católico del ánimo, me he visto incapaz de escribir cosa de sustancia: sólo he incluido en la cabecera del blog un verso sacado del Himno a Afrodita, no tanto por lo que dice (si ella no te quiere, pronto que lo hará) sino por lo que para mí, como sabéis, suponen esos caracteres griegos al principio de mis palabras. Aunque tal vez no se note, mis escasos -pero selectísimos- lectores me merecéis un respeto cercano a la idolatría y, así, cuando no tengo nada que deciros, porque del caletre no me sale, o porque el trabajo no me da tregua, en lugar de saldar el expediente largando lo primero que me viene, os quiero informar de mi vida incluyendo aquí fragmentillos de mamotretos que voy medio leyendo, de las poesías que me salen al paso o de las imágenes hermosas que veo por estos mundos que las ninfas electrónicas nos dieron. Me parece que, si no mi prosa -desde hace un tiempo de capa caída- por lo menos esas explosiones de alegría, las obras de los maestros del pasado, servirán para recordaros en momentos de desánimo la primera obligación que tenemos ante nosotros mismos: apurar todos los días la copa de la vida, y de apurarla hasta las heces...

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