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domingo, 17 de febrero de 2008

La mandarina de Amaterasu

Hoy domingo ha sucedido algo muy habitual en mi vida nipónica en mañanas como ésta: cuando a las seis y media estaba en lo mejor del sueño ha sonado el teléfono: era la Sra. Yaguchi, la madre de uno de los colegas de mi hijo: el suyo, su esposo y Taku-chan, otro crío de la guardería, iban a subir al monte Kobo dentro de, digamos, veinte minutos. Como tengo a mi señora en cama con un gripazo impresionante, me ha parecido un plan de perlas para pasar el día, así que, a velocidad de trueno, nos hemos dispuesto con la ropa de monte, hemos cargado las mochilas y no nos ha dado tiempo a más, porque enseguida ha vuelto a sonar el aparato: Yaguchi-san -el padre- y los dos pequeñajos nos esperaban para llevarnos en su todoterreno hasta su casa, que está, a diez minutos de aquí, en la ladera de la cordillera de Tanzawa, a la que pertenece el monte Kobo.

Pues dicho y hecho: en hora y media nos hemos puesto en la cumbre. Entre naranjos y cerezos aún invernales el camino de ascenso, suave, se nos ha hecho trabajado de verdad (estamos un poco faltos de forma), pero delicioso y estimulante. A la derecha de nuestra marcha teníamos el monte Fuji en todo su gloria invernal, nevado y grandioso como sólo lo es él. Cuando uno lo ve todos los días comprende precisamente por qué los artístas plásticos han tenido siempre tanta obsesión por su figura: no hay dos momentos en que la muestre igual, sus tonos varían de la mañana a la noche y de jornada a jornada. Yo muchas veces no haría otro trabajo que admirarlo. Desde nuestra casa, por una mala suerte de la perspectiva, no se ve; pero veinte metros hacia el sur ya se entremira el punto más alto de su nevada corona y desde el edificio de mi despacho, a un medio kilómetro, la vista es impresionante. En invierno, claro; porque vendrá abril, y despídete hasta el otoño.

Al contrario de lo que sucede en mi tierra, la estación del frío en la Japonia, meteorológicamente hablando, es la temporada más alegre. Será por mi contumaz e inmarcesible pelo de la dehesa; lo cierto es que demasiado no me puedo acostumbrar a este -para mí- trastueque ocioso y aun perverso del calendario natural del mundo. En fondo de temperaturas primaverales, el paisaje de cerezos primorosamente florecidos recortándose sobre un cielo de color tul de novia negligente me descoloca las mollejas, me agobia, no se me hace abril. Los nativos, en especial "mi santa" se ríen cuando les hago ver mi desconcierto. Para ellos un azul intenso sobre sus cabezas en esos días sería una paradoja: les daría repelús, esa luz pura les pondría frío en los tuétanos y la carne de gallina.

Bueno, lo cierto es que sí que hay días de cielos inmaculados en el verano: en junio, cuando pasa algún tifón fortísimo, el día siguiente nace del mismo color que lo haría en el Mediterráneo. Cuando eso sucede, dos o tres veces al año, yo no puedo trabajar. Tenga lo que tenga que hacer (salvo que sea dar clase, obviamente) dejo mi labor y me voy a la calle. El día aquel del 2002 en el que jugaron por primera y única vez en un mundial los equipos de Brasil e Inglaterra, coincidió con el efecto que acabo de describir. Yo no soy aficionado al fútbol, me interesa como fenómeno social y nada más; pero ese día habría dado cualquier cosa por poder disfrutar del partido en el estadio de Shizuoka, abarrotado mitad y mitad de profes de inglés venidos de todos los rincones del país y de inmigrantes "nikkei" de origen japonés cuyos abuelos habían marchado hasta América en búsqueda de esa tierra prometida que ahora reencontraban sus descendientes en la primitiva de sus ancestros. Parecía que un demonio guasón hubiera preparado la contienda, porque precisamente quiso la casualidad que el combate se dirimiera en una provincia en la que en muchas de sus ciudades la lengua oficial no es el japónico, sino el portugués, tanto que hasta se la conoce popularmente como "Shizuoka de Janeiro". No voy a recordar la fiesta posterior al pitido final que me relataron mis amigos brasileños -sajones y cariocas remezclados- porque si lo hago a lo mejor no paro de gimotear en toda una semana.

Pues bueno, que hoy, gracias a los más generosos de los kamis, los dioses locales que velan de nosotros, hemos podido disfrutar, desde lo alto del monte Kobo, de una mañana preciosa de invierno japonés. Como ya sabéis, no soy fotógrafo. Y lo he sentido, porque me habría gustado regalaros dos imágenes muy grandes: el Fuji, como digo, a nuestra derecha y, al otro lado, a lo lejos, el brillo glauco de las aguas del Pacífico en la costa de Odawara. Si Amaterasu, la diosa del Sol, patrona de estas tierras, se nos hubiera aparecido sobre ellas nos habría resultado incluso natural. De haber sido así, le habríamos invitado a las mandarinas que devorábamos en aquel momento; bueno, a una sola: otra cosa no habrían permitido ni de broma los tres golfales de nuestra tribu.



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