Decía mi abuela (y Chus Lampreave en "La Flor de Mi Secreto") que "en mi casa hasta el culo me descansa." Bueno, pues tras una semana de no parar por la Piel de Toro, ya estoy otra vez en la mía, y aunque sea brevemente quiero dejar constancia ahora de mi particular y odiseico periplo.
Empezaré por lo malo: me ha causado mucha tristeza el no poder disfrutar de más tiempo con mi familia (unos minutos perdidos aquí y allí) y no encontrarme en absoluto -en un caso muy brevemente- a mis maestros y amigos, a varias de las personas que, aún sin verlas durante mucho tiempo, siguen siendo tan importantes en mi vida: no las nombro porque ellas saben quienes son. Con todo, después de cinco años sin volver por mi tierra de origen esta semana ha estado llena de sorpresas, casi todas gratas. La primera es que, por primera vez, he disfrutado de un simposio, del que, con el título "Civilizaciones y fronteras" hemos celebrado en la suave Salmántica. A mí estas cuestiones de congresos académicos siempre me han dado muchos repeluses. Soy de los que pienso que casi todo está en los libros: que si el contenido de lo que se dice merece la pena al final se publica y uno puede disfrutar de esas actas en su casa tranquilamente. En fin, viendo estas cosas como mero turismo camuflado, siempre que había podido declinaba mi participación. Ahora me estaba vetado hacer lo mismo por el simple motivo de que fue precisamente mi Universidad la que me encomendó la organización del evento y que, por mera cortesía, no podía negarme.
Para no ser prolijo lo diré en cuatro palabras: hasta el tener que hacer de moderador, presentar una ponencia y contestar a las preguntas de los sabios, me ha divertido no poco; pero lo mejor de todo es que he hecho un montón de amigos a los que espero ver, si es posible, en el próximo simposio internacional del año que viene, el que según me dicen se organiza en Canadá.
Estas nuevas amistades son fundamentalmente miembros del equipo de investigación japonológica de la Universidad Han'yang, dirigidos por la profesora Chung, la gran señora de los estudios de Niponología de Corea. Por el Museo del Prado, la Alhambra y los edificios de Gaudí he disfrutado de su sentido personal del humor, humanidad y sencillez, así como del de los otros quince miembros de la expedición de ese país. Cuando nos despedimos para regresar cada uno a nuestra tierra les dije "me iría con ustedes a Corea" y no era retórica.
En aquellos programas históricos de televisión de nuestra infancia siempre había alguien que tras llevarse las mil pesetas -de la época- o el apartamento en Lloret de Mar preguntaba "¿Puedo saludar?" Yo aquí, antes que nada, quiero reverdecer aquella regia costumbre y enviar los mejores deseos de felicidad a las hermanas de Paco de la Vega, que por lo que me cuenta él, sin conocerme de nada, son lectoras de estas líneas y que, además, son tan amables hasta para reírse con mis ocurrencias. Muchísimas gracias.
Hablar con mi familia después de tanto tiempo, el simposio, la compañía de mis colegas, el viaje y las risas que le han acompañado, todo ha sido excelente, pero una de las mejores cosas que me han pasado ha sido el poder ver después de diez años a mi queridísimo amigo Paco y haberle encontrado tan bien como le dejé la última vez que nos despedimos, aquella resplandeciente tarde de verano, en un pueblito de su tierra donde vivía. Las canas inevitables a mayores que ahora luce no hacen sino darle aún más el aire de filósofo antiguo con el que pintábamos en la facultad a ese Séneca que nos aparecía en el magín durante las clases de aquella tonante profesora por la que sentíamos el mismo temor reverencial -imagino- que los romanos por sus dioses penates. En fin, que esas siete horas que pasamos juntos en los Madriles ya son para mí inolvidables y casi míticas. Me llevó a cenar a un restaurante "de toda la vida" de la parte antigua donde lo peor no era sin duda la mulatita caribeña que nos servía las viandas. Nos pusimos al día de nuestras cuitas, esperanzas y temores; regamos la comida con un vino estupendo de Rioja y a su hilo recitamos sus poemas y los míos -muy indecentes, en su mayor parte- para asombro, supongo, de los comensales de las mesas vecinas. Cuando, después de un largo paseo -tradición nuestra-, a las dos de la madrugada me dejó en el hotel de la Gran Vía en el que me hospedaba con mi grupo, al despedirme de él, me vi en un estado de euforia como hacía mucho tiempo que no me encontraba. Supongo que se debería a esa verdad que hace tanto ya nos descubrieran los griegos y que a fuerza de repetida hemos venido olvidando: sin nadie a nuestro lado que nos entienda, la vida, de verdad, es que no vale medio duro.
Empezaré por lo malo: me ha causado mucha tristeza el no poder disfrutar de más tiempo con mi familia (unos minutos perdidos aquí y allí) y no encontrarme en absoluto -en un caso muy brevemente- a mis maestros y amigos, a varias de las personas que, aún sin verlas durante mucho tiempo, siguen siendo tan importantes en mi vida: no las nombro porque ellas saben quienes son. Con todo, después de cinco años sin volver por mi tierra de origen esta semana ha estado llena de sorpresas, casi todas gratas. La primera es que, por primera vez, he disfrutado de un simposio, del que, con el título "Civilizaciones y fronteras" hemos celebrado en la suave Salmántica. A mí estas cuestiones de congresos académicos siempre me han dado muchos repeluses. Soy de los que pienso que casi todo está en los libros: que si el contenido de lo que se dice merece la pena al final se publica y uno puede disfrutar de esas actas en su casa tranquilamente. En fin, viendo estas cosas como mero turismo camuflado, siempre que había podido declinaba mi participación. Ahora me estaba vetado hacer lo mismo por el simple motivo de que fue precisamente mi Universidad la que me encomendó la organización del evento y que, por mera cortesía, no podía negarme.
Para no ser prolijo lo diré en cuatro palabras: hasta el tener que hacer de moderador, presentar una ponencia y contestar a las preguntas de los sabios, me ha divertido no poco; pero lo mejor de todo es que he hecho un montón de amigos a los que espero ver, si es posible, en el próximo simposio internacional del año que viene, el que según me dicen se organiza en Canadá.
Estas nuevas amistades son fundamentalmente miembros del equipo de investigación japonológica de la Universidad Han'yang, dirigidos por la profesora Chung, la gran señora de los estudios de Niponología de Corea. Por el Museo del Prado, la Alhambra y los edificios de Gaudí he disfrutado de su sentido personal del humor, humanidad y sencillez, así como del de los otros quince miembros de la expedición de ese país. Cuando nos despedimos para regresar cada uno a nuestra tierra les dije "me iría con ustedes a Corea" y no era retórica.
En aquellos programas históricos de televisión de nuestra infancia siempre había alguien que tras llevarse las mil pesetas -de la época- o el apartamento en Lloret de Mar preguntaba "¿Puedo saludar?" Yo aquí, antes que nada, quiero reverdecer aquella regia costumbre y enviar los mejores deseos de felicidad a las hermanas de Paco de la Vega, que por lo que me cuenta él, sin conocerme de nada, son lectoras de estas líneas y que, además, son tan amables hasta para reírse con mis ocurrencias. Muchísimas gracias.
Hablar con mi familia después de tanto tiempo, el simposio, la compañía de mis colegas, el viaje y las risas que le han acompañado, todo ha sido excelente, pero una de las mejores cosas que me han pasado ha sido el poder ver después de diez años a mi queridísimo amigo Paco y haberle encontrado tan bien como le dejé la última vez que nos despedimos, aquella resplandeciente tarde de verano, en un pueblito de su tierra donde vivía. Las canas inevitables a mayores que ahora luce no hacen sino darle aún más el aire de filósofo antiguo con el que pintábamos en la facultad a ese Séneca que nos aparecía en el magín durante las clases de aquella tonante profesora por la que sentíamos el mismo temor reverencial -imagino- que los romanos por sus dioses penates. En fin, que esas siete horas que pasamos juntos en los Madriles ya son para mí inolvidables y casi míticas. Me llevó a cenar a un restaurante "de toda la vida" de la parte antigua donde lo peor no era sin duda la mulatita caribeña que nos servía las viandas. Nos pusimos al día de nuestras cuitas, esperanzas y temores; regamos la comida con un vino estupendo de Rioja y a su hilo recitamos sus poemas y los míos -muy indecentes, en su mayor parte- para asombro, supongo, de los comensales de las mesas vecinas. Cuando, después de un largo paseo -tradición nuestra-, a las dos de la madrugada me dejó en el hotel de la Gran Vía en el que me hospedaba con mi grupo, al despedirme de él, me vi en un estado de euforia como hacía mucho tiempo que no me encontraba. Supongo que se debería a esa verdad que hace tanto ya nos descubrieran los griegos y que a fuerza de repetida hemos venido olvidando: sin nadie a nuestro lado que nos entienda, la vida, de verdad, es que no vale medio duro.