Son las ocho de la noche, acabo de meter a mi heredero en el futón y por fin me pongo a escribir. Como hoy mi santa esposa tenía un trabajo relacionado con el famoso jardín de infancia, me ha tocado hacer de padre y madre en una pieza y no se me ha ocurrido cosa mejor que llevar al niño al acuario de Enoshima, a ver los pingüinos, los delfines, los tiburones y demás maravillas marinas. El momento cumbre de la visita ha sido cuando me ha dicho: "Papa, ¿me compras un pingüino?" He respondido que me parecía muy buena idea, que seguramente a su madre le iba a gustar para la cena. Él me ha dedicado una mirada de incredulidad idéntica a la de mis estudiantes cuando les suelto esas bromas que invariablemente nunca entienden. Creo que me ha salido más japonés de lo que yo pensaba desde que le vi aquella cara de pícaro que traía al nacer. A la vuelta no me ha perdonado la visita a la biblioteca de Atsugi (ya sabéis, donde tenía su garaje Mac Arthur), ni la cenita en un restaurante de por allí, con postre salvaje incluido. He llegado agotado y ahora pensaba resarcirme contando prolijamente este día en el que me he comportado como padre modelo. Después de leer la polémica que ha generado mi último artículo me voy a ahorrar la bitácora del dominguero y puntualizaré algunas cositas que creo que debería haber aclarado antes, porque nunca es tarde. Como parece que el problema principal son los números, o sea, las cifras de lo que ha costado el Cervantes de Tokyo, voy a empezar hablando de ellas, en fin, poniendo un poco las cosas en contexto.
Cuando D. Francisco Villar, nuestro profesor de Indoeuropeo de mis años mozos, nos hablaba del sistema de numeración solía empezar su discurso refiriéndose al más primitivo que se conoce. Según parece hay algunos grupos lingüísticos -seguramente sería mejor usar el pasado- cuyas matemáticas se reducen a cuatro números: "uno, dos, tres, muchos". A cuatro parece ser que no llegan, o si lo hacen, no distinguen más allá. Son gente que no tienen necesidad o preocupación de contar ganado, lentejas, ni mucho menos monedas. Los japoneses, seguramente por suerte para ellos, gozan de un sistema mucho más sofisticado. Bueno, por suerte para ellos, pero no para los que de vez en cuando nos vemos en la papeleta de traducir discursos de gente importante. Me explico.
Hará unos tres años teníamos una fiestecilla de esas otoñales de la "Asociación 'Universidad de Salamanca en Japón'", de la que, como es sabiduría mostrenca, yo soy uno de los insignes directores. Bueno, pues al entrar por la puerta, se me acercó el secretario y me dice muy amablemente: "Profesor, ¿podría usted traducir unas palabritas, un brindis de unos cuantos segundos, del Sr. X, presidente de la sección lingüística de la Fundación Japón?" Yo, como nunca aprendo, dije que sí. Por si a alguno de los que puedan leer esto le sirve de algo lo digo: ante una situación similar, se suelte un no, no se salga de ahí, y punto. El consejo no es mío, sino de Donald Keene, el más importante japonólogo contemporáneo a quien yo he tratado realmente poco, y eso me da mucha pena. Él me lo dio a toro pasado varios minutos después, cuando ya no había remedio. "Pero, hijo -me regañó-, ¿sabes tan poco de la cultura de este país como para creer de verdad que un brindis de un intelectual que desempaña un cargo político durará solamente unos segundos?"
Ya os lo habréis imaginado: el señor en cuestión habló durante unos quince minutos. De vez en cuando se paraba, me miraba y yo tenía que traducir a toda velocidad sus palabras, y eso sin contar tan siquiera con la ayuda de una libretita para ir tomando notas, la herramienta básica de todo traducteta, incluso el amateur. Bueno, la cosa es que en un momento determinado yo traduje algo así como que la Fundación Japón debía de tener por el mundo unos diez millones de profesores y que los alumnos ascendían a varias veces la cantidad de los habitantes actuales de nuestro planeta. Esto me pasó -además de por bobo- a causa del susodicho sistema de numeración nipónico: mientras nosotros contamos en unidades, decenas, centenas, millares, decenas de millares y tal, ellos lo hacen un poco a su manera: hasta llegar al millar la cosa no cambia, pero en las decenas de millar introducen una unidad de la que nosotros carecemos: el man, y esto complica la cosa. Lo explicaré simplificando un poco: lo que nosotros llamamos "un millón", para ellos serán "cien manes"; diez millones nuestros, se convierten en mil manes; y cien millones occidentales, en un oku. En definitiva, que entre manes, okus y mandangas, o uno escribe la cifra y la traduce leyéndola directamente del cuaderno, o le puede suceder lo que a mí: que toda la población del globo, gracias a la Fundación Japón, acabe estudiando la lengua de estas islas.
Yo me pasé varios pueblos con mi desatino; pero lo que sí es cierto es que La Fundación cuenta con un gran número de profesores por el mundo. Y esto lo digo para aclarar una cosa en la que el bueno de D. Ricardo erra de plano: si él, o alguno de sus hijos o nietos, estudian alguna vez japonés en una universidad española hay una probabilidad digamos como del cincuenta por ciento, de que lo estén haciendo no a costa del erario de nuesto Estado Español, sino de los sufridos contribuyentes del Japonés, entre los cuales me incluyo. En el caso de que don Ricardo fuera árabe, hispanoamericano, africano o nacional de algún país del sudeste o del centro de Asia, esa probabilidad de que el profesor que enseñe la lengua japonesa reciba su sueldo íntegramente de la Fundación Japón es muy alta. Esta Fundación de la que hablo no es otra cosa que la agencia nacional que se encarga de las relaciones culturales con el resto de los países. Una de sus labores es proporcionar enseñantes de idioma japonés a las universidades que, por motivos económicos fundamentalmente, les sería muy difícil conseguirlos por sus propios medios. En algunos casos, como es el de España, apoyan proyectos en naciones no tercermundistas, países que, si se lo proponen, tienen toda la capacidad del mundo para hacer frente a la minuta de un niponólogo.
¿Por qué malgasta así el dinero del contribuyente el Gobierno de Japón? Me imagino que sólo por seguir la que es consigna nacional de cualquier empresa exitosa de estas tierras: Kyakusama, Kamisama, o sea: "El cliente es Dios". Aunque la conducta de los últimos gobiernos parece desmentirlo, los japoneses no tienen un pelo de tonto: saben que gran parte de su riqueza procede del exterior, del comercio global, y están al tanto de que sin una buena relación con sus clientes la prosperidad se acabaría. Se trata del "macizar" que tan gráficamente nos ha mentado Paco de la Vega.
Maestros del macizamiento nipónico han sido siempre los franceses: cátedras de lengua y cultura japonesa en gran parte de las universidades del país, cantidades (y calidades) notables de expertos en la literatura y el idioma nipón, relaciones bilaterales cuidadas con mimo (un ejemplo rotundo es el centro de Tokyo del que hablaba ayer). ¿Resultados de todo ese desperdicio de carnada? En cualquier kiosko del país, en cualquier supermercado por mínimo que sea, cuando uno pide agua mineral la primera botella que aparece es de Evian, Valvert, Vittel... El vino, el queso, el champán, la moda, los coches, los restaurantes... Para no hacerme prolijo relataré sólo una anécdota que me contó hace unos diez años un diplomático español: el acero japonés goza de la reputación de ser el mejor del mundo. ¿Por qué, entonces, la mayor parte de los hornos de panadería y pastelería del país están importados de Francia? Sencillamente gracias a un prejuicio cultural positivo hacia la superioridad culinaria del mundo francés, un prejuicio alimentado muy sabiamente a lo largo de décadas por por nuestros queridos hermanos gabachillos, en muchos casos a costa del erario público galo.
¿Es el Cervantes de Tokyo parte de una campaña paralela de promoción a la realizada por Francia? ¿Le va a mermar un euro a la pensión de D. Ricardo? Ni mucho menos: el Cervantes de Tokyo -como explica Moisés "El Fotero" en su intervención- es un negocio, un gran negocio que, a pesar de los costos de la inversión en infraestructura propia de cualquier otro proyecto empresarial, dará con toda seguridad unos pingües beneficios. La prueba de que esto es así la proporciona el observar en qué momento se emprende la aventura: en uno en el que la divisa japonesa y el precio del suelo edificable se encuentran al nivel más bajo de las últimas décadas. Hace veinte años una empresa de este tipo habría sido un esfuerzo de promoción de la imagen de España a costos desorbitados; hoy en día, habida cuenta de la gran masa de clientes potenciales que en la década siguiente tendrá el Cervantes, no haberlo abierto habría sido escandaloso. "¿Qué clientes potenciales?" Se podría preguntar D. Ricardo. Yo, todas las semanas, me encuentro por lo menos con alguna persona de más de cincuenta años que me cuenta la misma historia: "Pues yo estudié español en la universidad. Me da mucha pena haberlo dejado; pero, bueno, ya verás cuando me jubile..." Pues ahí están: ávidos de conocimiento, sin problemas de dinero, con todo el tiempo del mundo a su disposición...
España tiene una imagen extraordinaria en Japón: es Jonetsu no kuni, "el país de la pasión." Dentro de la mitología nacional los hispanos somos gente que realmente sabemos disfrutar de la vida, con intensidad. Nos envidian como a pocos. Si de verdad fuéramos inteligentes no se habría abierto el Instituto de Tokyo ahora: a estas alturas existirían ya, como poco, otros en Yokohama, Osaka, Kobe, Kyoto, Fukuoka, Sapporo... Y ya la morcilla de Burgos sería seguramente el plato nacional.
Cuando D. Francisco Villar, nuestro profesor de Indoeuropeo de mis años mozos, nos hablaba del sistema de numeración solía empezar su discurso refiriéndose al más primitivo que se conoce. Según parece hay algunos grupos lingüísticos -seguramente sería mejor usar el pasado- cuyas matemáticas se reducen a cuatro números: "uno, dos, tres, muchos". A cuatro parece ser que no llegan, o si lo hacen, no distinguen más allá. Son gente que no tienen necesidad o preocupación de contar ganado, lentejas, ni mucho menos monedas. Los japoneses, seguramente por suerte para ellos, gozan de un sistema mucho más sofisticado. Bueno, por suerte para ellos, pero no para los que de vez en cuando nos vemos en la papeleta de traducir discursos de gente importante. Me explico.
Hará unos tres años teníamos una fiestecilla de esas otoñales de la "Asociación 'Universidad de Salamanca en Japón'", de la que, como es sabiduría mostrenca, yo soy uno de los insignes directores. Bueno, pues al entrar por la puerta, se me acercó el secretario y me dice muy amablemente: "Profesor, ¿podría usted traducir unas palabritas, un brindis de unos cuantos segundos, del Sr. X, presidente de la sección lingüística de la Fundación Japón?" Yo, como nunca aprendo, dije que sí. Por si a alguno de los que puedan leer esto le sirve de algo lo digo: ante una situación similar, se suelte un no, no se salga de ahí, y punto. El consejo no es mío, sino de Donald Keene, el más importante japonólogo contemporáneo a quien yo he tratado realmente poco, y eso me da mucha pena. Él me lo dio a toro pasado varios minutos después, cuando ya no había remedio. "Pero, hijo -me regañó-, ¿sabes tan poco de la cultura de este país como para creer de verdad que un brindis de un intelectual que desempaña un cargo político durará solamente unos segundos?"
Ya os lo habréis imaginado: el señor en cuestión habló durante unos quince minutos. De vez en cuando se paraba, me miraba y yo tenía que traducir a toda velocidad sus palabras, y eso sin contar tan siquiera con la ayuda de una libretita para ir tomando notas, la herramienta básica de todo traducteta, incluso el amateur. Bueno, la cosa es que en un momento determinado yo traduje algo así como que la Fundación Japón debía de tener por el mundo unos diez millones de profesores y que los alumnos ascendían a varias veces la cantidad de los habitantes actuales de nuestro planeta. Esto me pasó -además de por bobo- a causa del susodicho sistema de numeración nipónico: mientras nosotros contamos en unidades, decenas, centenas, millares, decenas de millares y tal, ellos lo hacen un poco a su manera: hasta llegar al millar la cosa no cambia, pero en las decenas de millar introducen una unidad de la que nosotros carecemos: el man, y esto complica la cosa. Lo explicaré simplificando un poco: lo que nosotros llamamos "un millón", para ellos serán "cien manes"; diez millones nuestros, se convierten en mil manes; y cien millones occidentales, en un oku. En definitiva, que entre manes, okus y mandangas, o uno escribe la cifra y la traduce leyéndola directamente del cuaderno, o le puede suceder lo que a mí: que toda la población del globo, gracias a la Fundación Japón, acabe estudiando la lengua de estas islas.
Yo me pasé varios pueblos con mi desatino; pero lo que sí es cierto es que La Fundación cuenta con un gran número de profesores por el mundo. Y esto lo digo para aclarar una cosa en la que el bueno de D. Ricardo erra de plano: si él, o alguno de sus hijos o nietos, estudian alguna vez japonés en una universidad española hay una probabilidad digamos como del cincuenta por ciento, de que lo estén haciendo no a costa del erario de nuesto Estado Español, sino de los sufridos contribuyentes del Japonés, entre los cuales me incluyo. En el caso de que don Ricardo fuera árabe, hispanoamericano, africano o nacional de algún país del sudeste o del centro de Asia, esa probabilidad de que el profesor que enseñe la lengua japonesa reciba su sueldo íntegramente de la Fundación Japón es muy alta. Esta Fundación de la que hablo no es otra cosa que la agencia nacional que se encarga de las relaciones culturales con el resto de los países. Una de sus labores es proporcionar enseñantes de idioma japonés a las universidades que, por motivos económicos fundamentalmente, les sería muy difícil conseguirlos por sus propios medios. En algunos casos, como es el de España, apoyan proyectos en naciones no tercermundistas, países que, si se lo proponen, tienen toda la capacidad del mundo para hacer frente a la minuta de un niponólogo.
¿Por qué malgasta así el dinero del contribuyente el Gobierno de Japón? Me imagino que sólo por seguir la que es consigna nacional de cualquier empresa exitosa de estas tierras: Kyakusama, Kamisama, o sea: "El cliente es Dios". Aunque la conducta de los últimos gobiernos parece desmentirlo, los japoneses no tienen un pelo de tonto: saben que gran parte de su riqueza procede del exterior, del comercio global, y están al tanto de que sin una buena relación con sus clientes la prosperidad se acabaría. Se trata del "macizar" que tan gráficamente nos ha mentado Paco de la Vega.
Maestros del macizamiento nipónico han sido siempre los franceses: cátedras de lengua y cultura japonesa en gran parte de las universidades del país, cantidades (y calidades) notables de expertos en la literatura y el idioma nipón, relaciones bilaterales cuidadas con mimo (un ejemplo rotundo es el centro de Tokyo del que hablaba ayer). ¿Resultados de todo ese desperdicio de carnada? En cualquier kiosko del país, en cualquier supermercado por mínimo que sea, cuando uno pide agua mineral la primera botella que aparece es de Evian, Valvert, Vittel... El vino, el queso, el champán, la moda, los coches, los restaurantes... Para no hacerme prolijo relataré sólo una anécdota que me contó hace unos diez años un diplomático español: el acero japonés goza de la reputación de ser el mejor del mundo. ¿Por qué, entonces, la mayor parte de los hornos de panadería y pastelería del país están importados de Francia? Sencillamente gracias a un prejuicio cultural positivo hacia la superioridad culinaria del mundo francés, un prejuicio alimentado muy sabiamente a lo largo de décadas por por nuestros queridos hermanos gabachillos, en muchos casos a costa del erario público galo.
¿Es el Cervantes de Tokyo parte de una campaña paralela de promoción a la realizada por Francia? ¿Le va a mermar un euro a la pensión de D. Ricardo? Ni mucho menos: el Cervantes de Tokyo -como explica Moisés "El Fotero" en su intervención- es un negocio, un gran negocio que, a pesar de los costos de la inversión en infraestructura propia de cualquier otro proyecto empresarial, dará con toda seguridad unos pingües beneficios. La prueba de que esto es así la proporciona el observar en qué momento se emprende la aventura: en uno en el que la divisa japonesa y el precio del suelo edificable se encuentran al nivel más bajo de las últimas décadas. Hace veinte años una empresa de este tipo habría sido un esfuerzo de promoción de la imagen de España a costos desorbitados; hoy en día, habida cuenta de la gran masa de clientes potenciales que en la década siguiente tendrá el Cervantes, no haberlo abierto habría sido escandaloso. "¿Qué clientes potenciales?" Se podría preguntar D. Ricardo. Yo, todas las semanas, me encuentro por lo menos con alguna persona de más de cincuenta años que me cuenta la misma historia: "Pues yo estudié español en la universidad. Me da mucha pena haberlo dejado; pero, bueno, ya verás cuando me jubile..." Pues ahí están: ávidos de conocimiento, sin problemas de dinero, con todo el tiempo del mundo a su disposición...
España tiene una imagen extraordinaria en Japón: es Jonetsu no kuni, "el país de la pasión." Dentro de la mitología nacional los hispanos somos gente que realmente sabemos disfrutar de la vida, con intensidad. Nos envidian como a pocos. Si de verdad fuéramos inteligentes no se habría abierto el Instituto de Tokyo ahora: a estas alturas existirían ya, como poco, otros en Yokohama, Osaka, Kobe, Kyoto, Fukuoka, Sapporo... Y ya la morcilla de Burgos sería seguramente el plato nacional.
Ah, pero ¿los pinguinos se comen?
ResponderEliminarJosemari
Buen palo, sí señor, muy bien dicho.
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