Me levanto por la mañana y leo en el "Deia" que en Euskadi la retreta laboral de los docentes públicos por motivos de salud está levantando revuelillo. Se me ponen aún los pelos un poquito estilo punki si me vienen a las mientes las semanas tan magras que pasé arrastrándome por los institutos de mi tierra cuando seguía el destino del estigma natural del profe temporero. Con una media de treinta y tantos adolescentes por barba, aquellas lecciones no fueron ni con mucho la experiencia más chiripitifláutica de mis años juveniles. Eso sí, de ellas aprendí algo fundamental: si por piernas no salía a todo trote de ese ambiente, lo haría, y no mucho más tarde, con ellas por delante.
Hoy, cuando vuelvo por España, me encuentro con mis antiguos camaradas de aquellas campañas correosas del empolle que libramos cuerpo a cuerpo en aulas, bibliotecas y -con la misericordia de la divinidad- en garitos de reputación variada. De estos "old boys", en los días que ahora corren, la mayoría ejerce de profesores de las lenguas clásicas por los institutos de enseñanza media que adornan el paisaje del país. Uno me contaba sin ningún pudor que, en cuanto las vacaciones se le iban quedando ya en lo mínimo, se arrimaba a donde lo de su doctora, le hacía un recuento de tribulaciones y le sacaba una baja laboral que iba alargando todo lo que daba de sí la legislación vigente. "Qué le voy a hacer -me contaba mirando para el suelo con ojos evasivos-. Es que yo no puedo más".
Otro: un joven con tanto entusiasmo por las lenguas, que, además de haber aprendido media docena larga, por su cuenta y en las aulas, no bastándole con éstas, las inventaba por docenas. Posiblemente habría sido capaz de echarse un buen parlado con Homero, y no sólo en lengua ática común, sino con toda seguridad en el propio dialecto artificial en el que escribía el griego. Bueno, pues la última vez que lo encontré, al verle un tanto quemado del estrés, ingenuamente le sugerí si no le sería buen remedio solicitar un año de permiso por estudios. Me contestó con espartano laconismo: "Sí, pero es que, cuando me lo dieran, habría que estudiar, y ya no estoy para esos trotes". Aquellas palabras me pusieron cara a cara con ese mal seguramente de efecto irreversible que produce la infelicidad continua y no tratada, y de cómo, con sus toxinas, es capaz de destruir de modo muy brutal una vida que tanto prometía.
Existen excepciones. Conozco a un profesor de filosofía que, alerta del peligro que suponían el contacto con las masas de víctimas suburbanas del acné, elegía como destino laboral las zonas despreciadas por el resto del profesorado de plantilla, aquellas cubiertas casi exclusivamente por el subgénero interino. Cuando yo le preguntaba por las causas de esta elección tan incomprensible para el resto de la tropa docente él me respondía: "El aire y el ambiente, entre compañeros y estudiantes, es más sano. Los alquileres, de risa: con el mismo dinero que me gastaría en un piso cutre de ciudad me puedo permitir una casa con dos plantas en la que, sin molestia para los vecinos, puedo cantar a voz en grito a las cuatro de la mañana (lo que, de verdad, él juraba que a veces hacía)". De forma así de simple toreaba este miura depresivo que enviste a la profesión. Pero ya se sabe: hay hijos, esposas, amantes. Uno no está solo en el mundo y, al final, vence el morbo de irse acercando a la civilización y acabar presa de sus dulces venenos.
Lo que voy a escribir ahora para muchos, sabiendo de qué negocio vivo, se les hará un poquito estupefaciente: siempre he guardado en el corazón la sospecha razonable de que las clases, cualquier clase, en el fondo, no valen de gran cosa. Me meto aún en camisa de más varas: en ellas no se educa para la responsabilidad, sino más bien todo lo contrario.
A veces en mis ensueños me vienen fantasías húmedas de un rijoso inconfesable: en los edificios de las universidades, los institutos, desaparecen en masa los aularios; se reconvierten en inmensas bibliotecas, en despachos de profesores, uno para cada cual. En esas bibliotecas los jóvenes estudian libremente, sin presiones, a su aire. Cuando les surge alguna duda van a donde sus tutores y éstos les proponen problemas, sugerencias, debates, conexiones, forman grupos de estudiantes con la misma pasión por cierto tema, organizan excursiones; pero nunca imponen, exigen o examinan.
Para mí todo está en los libros y teniendo acceso ilimitado a ellos en cantidad suficiente para producir la necesaria masa crítica el resto sobra. El sentido de estudiar la Antigüedad lo comprendí no cuando acarreaba mis cuadernos por las aulas, sino el día que, acabada la carrera, me decidí -en el fondo sólo por el placer de hacerlo-, a estudiar y, disfrutando como un loco, pasaba ocho horas cada día en la biblioteca de cerca de mi casa. Se me responderá que bendito de mí que natura me diera aqueste don, pero que a la mayor parte de la parroquia le hace falta un algo que le marque el ritmo en la galera, un horario, una disciplina externa. Yo responderé que, claro, esa carencia de hábito, esa falta de autodisciplina vendrá seguramente, de las malas mañas a las que se nos acostumbra desde niños, a saber: que siempre existe algún elemento filipino con un palo detrás de nuestras orejas que nos obliga a embaular prematuramente esa sabiduría que, en tal estadio de nuestro desarrollo ni nos va ni nos viene. Me contaba una amiga hace unos años: "¿Tú no te das cuenta de la putada que se nos ha hecho obligándonos de niños a leer precisamente los clásicos, las obras de la literatura que merecen de verdad la pena? Es que, cuando la gente se hace adulta o las odia para siempre o, si no, acaba guardando eterno resquemor a los que les indujeron a ese odio." Y es que claro, uno tiene que meterte con calzador y mala leche "La Celestina" en una edad en la que deberías estar pegando brincos en el parque o escribiendo poemas de amor a Manolita -escandalosísimamente nunca se enseña cómo-. Si en lugar de eso se nos hubiera dejado libertad y con voz como de aquel que no quiere la cosa alguien nos hubiera dicho: "ahí está la biblioteca, si no te enrolla, pues no vayas" seguramente, por curiosidad o por llevar la contraria, habríamos picado y nos hubieramos enganchado al saber. Porque no hay nada más natural al ser humano que la curiosidad, salvo cuando se la aplasta bajo toneladas de manuales escolares embutidos casi a tortas.
El único motor auténtico y verdadero de un país es la sed de conocimiento y eso sólo se fomenta con la libertad, dejando crecer naturalmente una flor vulgaris, que debido a nuestra mala cabeza se va convirtiendo en especie endémica: la curiosidad adolescente. Uno sólo aprende lo que quiere aprender. Por eso ningún maestro nunca ha enseñado nada: sólo ha señalado el camino para que el alumno lo recorra. Y es que al final, como pasa muchas veces, se olvida hasta lo más elemental: que no aprendemos con la cabeza, sino con el corazón.
Hoy, cuando vuelvo por España, me encuentro con mis antiguos camaradas de aquellas campañas correosas del empolle que libramos cuerpo a cuerpo en aulas, bibliotecas y -con la misericordia de la divinidad- en garitos de reputación variada. De estos "old boys", en los días que ahora corren, la mayoría ejerce de profesores de las lenguas clásicas por los institutos de enseñanza media que adornan el paisaje del país. Uno me contaba sin ningún pudor que, en cuanto las vacaciones se le iban quedando ya en lo mínimo, se arrimaba a donde lo de su doctora, le hacía un recuento de tribulaciones y le sacaba una baja laboral que iba alargando todo lo que daba de sí la legislación vigente. "Qué le voy a hacer -me contaba mirando para el suelo con ojos evasivos-. Es que yo no puedo más".
Otro: un joven con tanto entusiasmo por las lenguas, que, además de haber aprendido media docena larga, por su cuenta y en las aulas, no bastándole con éstas, las inventaba por docenas. Posiblemente habría sido capaz de echarse un buen parlado con Homero, y no sólo en lengua ática común, sino con toda seguridad en el propio dialecto artificial en el que escribía el griego. Bueno, pues la última vez que lo encontré, al verle un tanto quemado del estrés, ingenuamente le sugerí si no le sería buen remedio solicitar un año de permiso por estudios. Me contestó con espartano laconismo: "Sí, pero es que, cuando me lo dieran, habría que estudiar, y ya no estoy para esos trotes". Aquellas palabras me pusieron cara a cara con ese mal seguramente de efecto irreversible que produce la infelicidad continua y no tratada, y de cómo, con sus toxinas, es capaz de destruir de modo muy brutal una vida que tanto prometía.
Existen excepciones. Conozco a un profesor de filosofía que, alerta del peligro que suponían el contacto con las masas de víctimas suburbanas del acné, elegía como destino laboral las zonas despreciadas por el resto del profesorado de plantilla, aquellas cubiertas casi exclusivamente por el subgénero interino. Cuando yo le preguntaba por las causas de esta elección tan incomprensible para el resto de la tropa docente él me respondía: "El aire y el ambiente, entre compañeros y estudiantes, es más sano. Los alquileres, de risa: con el mismo dinero que me gastaría en un piso cutre de ciudad me puedo permitir una casa con dos plantas en la que, sin molestia para los vecinos, puedo cantar a voz en grito a las cuatro de la mañana (lo que, de verdad, él juraba que a veces hacía)". De forma así de simple toreaba este miura depresivo que enviste a la profesión. Pero ya se sabe: hay hijos, esposas, amantes. Uno no está solo en el mundo y, al final, vence el morbo de irse acercando a la civilización y acabar presa de sus dulces venenos.
Lo que voy a escribir ahora para muchos, sabiendo de qué negocio vivo, se les hará un poquito estupefaciente: siempre he guardado en el corazón la sospecha razonable de que las clases, cualquier clase, en el fondo, no valen de gran cosa. Me meto aún en camisa de más varas: en ellas no se educa para la responsabilidad, sino más bien todo lo contrario.
A veces en mis ensueños me vienen fantasías húmedas de un rijoso inconfesable: en los edificios de las universidades, los institutos, desaparecen en masa los aularios; se reconvierten en inmensas bibliotecas, en despachos de profesores, uno para cada cual. En esas bibliotecas los jóvenes estudian libremente, sin presiones, a su aire. Cuando les surge alguna duda van a donde sus tutores y éstos les proponen problemas, sugerencias, debates, conexiones, forman grupos de estudiantes con la misma pasión por cierto tema, organizan excursiones; pero nunca imponen, exigen o examinan.
Para mí todo está en los libros y teniendo acceso ilimitado a ellos en cantidad suficiente para producir la necesaria masa crítica el resto sobra. El sentido de estudiar la Antigüedad lo comprendí no cuando acarreaba mis cuadernos por las aulas, sino el día que, acabada la carrera, me decidí -en el fondo sólo por el placer de hacerlo-, a estudiar y, disfrutando como un loco, pasaba ocho horas cada día en la biblioteca de cerca de mi casa. Se me responderá que bendito de mí que natura me diera aqueste don, pero que a la mayor parte de la parroquia le hace falta un algo que le marque el ritmo en la galera, un horario, una disciplina externa. Yo responderé que, claro, esa carencia de hábito, esa falta de autodisciplina vendrá seguramente, de las malas mañas a las que se nos acostumbra desde niños, a saber: que siempre existe algún elemento filipino con un palo detrás de nuestras orejas que nos obliga a embaular prematuramente esa sabiduría que, en tal estadio de nuestro desarrollo ni nos va ni nos viene. Me contaba una amiga hace unos años: "¿Tú no te das cuenta de la putada que se nos ha hecho obligándonos de niños a leer precisamente los clásicos, las obras de la literatura que merecen de verdad la pena? Es que, cuando la gente se hace adulta o las odia para siempre o, si no, acaba guardando eterno resquemor a los que les indujeron a ese odio." Y es que claro, uno tiene que meterte con calzador y mala leche "La Celestina" en una edad en la que deberías estar pegando brincos en el parque o escribiendo poemas de amor a Manolita -escandalosísimamente nunca se enseña cómo-. Si en lugar de eso se nos hubiera dejado libertad y con voz como de aquel que no quiere la cosa alguien nos hubiera dicho: "ahí está la biblioteca, si no te enrolla, pues no vayas" seguramente, por curiosidad o por llevar la contraria, habríamos picado y nos hubieramos enganchado al saber. Porque no hay nada más natural al ser humano que la curiosidad, salvo cuando se la aplasta bajo toneladas de manuales escolares embutidos casi a tortas.
El único motor auténtico y verdadero de un país es la sed de conocimiento y eso sólo se fomenta con la libertad, dejando crecer naturalmente una flor vulgaris, que debido a nuestra mala cabeza se va convirtiendo en especie endémica: la curiosidad adolescente. Uno sólo aprende lo que quiere aprender. Por eso ningún maestro nunca ha enseñado nada: sólo ha señalado el camino para que el alumno lo recorra. Y es que al final, como pasa muchas veces, se olvida hasta lo más elemental: que no aprendemos con la cabeza, sino con el corazón.
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