domingo, 3 de febrero de 2008

Suave aroma de incienso sosegado

Ayer iba en el tren para la biblioteca de Atsugi -ya sabéis: donde McArthur tenía el garage- cuando entraron en mi vagón dos niñas de unos ocho y seis años que, por apariencia e impedimenta, deduje irían a su lección de ballet.

- Oye, cuando lleguemos a Ebina -le decía la mayor a la pequeña- nada de andar: hay que correr.
- De todas maneras vamos a llegar tarde.
- Bueno, la posibilidad de que lleguemos tarde está en un cuarenta por cien. De que lo hagamos a tiempo, en un sesenta.

Esa precisión matemática me hizo sonreír y me trajo a la memoria una escena que viví hace unos días cuando se me acercó mi hijo con un libro, señaló una ilustración y me preguntó:

- Papa, ¿sabes qué es esto?
- Claro, un dinosaurio.
Inclinó la cabeza en un gesto de "para ese viaje..." y soltó.
- Bueno, la verdad es que es un Stegosaurus.

La primera vez que fui a un museo de la ciencia -el de Tokio- debía de tener unos treinta y tantos; mi hijo aún no podía andar cuando entró en él, por eso, me imagino, no tendré que extrañarme de que "Stegosaurus", y además "Tiranosaurus", "Velociraptor" o "Alosaurus" sean palabras comunes para él: son los nombres de los fósiles del museo que su padre le ha leído varias veces y que, como todas las experiencias que vivimos en la primera infancia, le han quedado grabados en la memoria.

En el libro de lecturas en ruso con el que medio estudié ese idioma en mis años mozos ya aparecía un texto con una conversación entre dos abuelos acerca de este tema: "Ivan Ivanovich, hoy en día los niños ven la televisión, visitan los museos, las bibliotecas, las salas de concierto... Es normal que a tan corta edad adquieran conocimientos de los que nosotros no disfrutamos hasta que fuimos adultos..." Es posible que esta generación que ahora a mí me parecen el límite del espabilamiento sientan lo mismo que los dos abuelos rusos del manual cuando les llegue su turno, y así volveremos a la cosa de Demócrito de que "todo permanece" y santas pascuas.

En los últimos tiempos, con los exámenes finales (horribilis sobre horribilis), no he tenido tiempo para nada. Además, como soy vago rematado, el exceso de trabajo me pone en un nivel de ruina anímica que no me permite labor de provecho. Casi sólo para dar unas magras señales de que seguía en el mundo y batallando incluí en este blog durante los últimos días dos citas de un libro de economía que estaba leyendo y cuatro links a otras tantas interpretaciones magistrales de divinas señoras de la lírica. Las dos conversaciones que refiero arriba -la de las dos niñas y la de mi pequeño y su padre, o sea, yo mismo- y el presente espléndido de las voces de las grandes damas que nos ha regalado la vida, me obligan aquí a echar un cuarto a espadas en favor de Heráclito, y considerar que en el fondo las cosas, incluso las de la infancia, sí que cambian, y a veces para bien. Veréis.

Tendría yo unos seis años cuando comencé a comprender las palabras que cada domingo repetía el cura. Una frase en especial me llenaba de desasosiego: "He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión". Y es que sentía que, si me esforzaba titánicamente, podría refrenar de todo mal mi pensamiento, mi boca o mis acciones y así ganar el paraíso; pero ¿cómo evitar el pecado de omisión? ¿Cómo renunciar a los tebeos, al partido de fútbol de platillos, a la Vuelta a España con ellos alrededor de mi barrio cuando llegaba el verano, a las partidas de ajedrez en el recreo de la escuela o, tras la salida del colegio, a los indios de plástico y el fuerte que me trajeron los Reyes? Claramente esos buenos ratos no eran sino "pecados de omisión", momentos dedicados egoístamente a mí mismo en lugar de a los demás, a las buenas obras, a las oraciones o los sacrificios? Bueno, pues estos tormentos producidos por escrúpulo de conciencia sólo fueron el principio. No voy a relatar los que sufrí hasta los dieciséis, más o menos, a manos de aquellos curas continuadores de la más pura tradición nazista que no desaprovechaban puntada para corromper nuestras mentes angelicales con terrores del sadismo más refinado.

Esas represiones, esos horrorosos remordimientos, aquellos dolores de la conciencia, aunque ahora, como adultos, no tengan más presencia visible en nuestra realidad, sin duda han dejado un poso de veneno en el cerebro, en nuestra forma de ver el mundo y de sentir la vida. Cuando contemplo a mi hijo y a los pequeños que juegan con él, me alegro porque, aunque inevitablemente llegará el día en el que sufran el zarpazo terrible, misterioso y contradictorio de la existencia humana, por lo menos, podrán disfrutar de todo lo bueno de la vida -de una voz rotunda y prodigiosa, por ejemplo- sin escrúpulo alguno, porque se habrá evitado que ningún carroñero sotánico les perturbe el sueño sembrando en sus mentes infantiles la cizaña repugnante del remordimiento estéril.




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1 comentario:

  1. Ya sabes Jacobo que tiro más hacia Demócrito. Y es más, pienso que, como no nos implanten algún órgano que segregue una nueva hormona,la cosa va a durar como está otras cuantas eras. Ahora los niños quizá sean más felices, pero eso no creo que les garantice serlo de mayores. Por otra parte, hablan de porcentajes y dinosaurios pero no saben pescar peces en el río. En fin, ya conoces mi pasión por esa disciplina inglesa que consiste en intercalar injusticias en el trato con los niños pa que se vayan acostumbrando a lo que es normal en la vida de los adultos, no vaya a ser que después se rasguen las vestiduras a la primera de cambio.

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