jueves, 24 de marzo de 2011

Padre con edad de abuelo

Esta mañana me desperté remolón; el catarro era mínimo ya, pero se estaba tan bien entre los futones que decidí quedarme un rato y escuchar otro capitulillo del Quijote.

Después de la hora de la comida, me levanté, me duché (llevaba no sé cuántos días sin hacerlo) y me fui a la calle con mi mujer y mi hijo porque hacía una tarde espléndida.

Nos compramos unos bollitos en una panadería estupenda que hay por aquí cerca, nos los comimos en el parque y mientras mi señora hacía llamadas a sus amigas de Kanto, nosotros jugábamos a esto y a lo otro. Mi hijo es un crío enormemente activo que se sube a los árboles como un mono. Yo, cuando era como él, en las horas de los recreos, me quedaba en una sala jugando al ajedrez. Así que me resulta dificilísimo estar a la altura de su energía y acabo agotado.

Fui padre exactamente al poco de cumplir cuarenta años. Una de las pocas cosas de las que me arrepiento en mi vida es de no haberlo sido antes y poder disfrutar con más energía eso tan maravilloso que es ser padre. En fin, más vale tarde que nunca, claro.



miércoles, 23 de marzo de 2011

Vicio por la radio

Sigo en cama, con menos tos y dolor de garganta, pero todavía con malestar general. Ayer casi me escuché todo el Quijote con mi iPod.

Cuando llegué a Japón a mediados de los noventa la única conexión que tenía con mi país -además de esas cartas que tardaban una semana en llegar- eran diez minutos de telediario español que ofrecía la NHK a las ocho y media de la mañana y el ejemplar de El País Internacional que me prestaba una compañera una vez cada siete días. Hoy con internet me escribo con mi familia y mis amigos sin tasa, puedo ver la televisión española como si estuviera allí y hasta -casi lo mejor- escucho Radio Nacional cuando y como quiero.

De todos los medios de masas la radio siempre ha sido mi vicio. No sé cómo he podido vivir tantos años sin escuchar esos programas maravillosos que hacen desde Madrid. Estoy convencido que no me mueve la nostalgia al decir esto: de las radios del mundo que conozco RNE es una de las dos mejores; la otra -obviamente- es BBC.

Pasear por el parque al atardecer mientras uno escucha A hombros de gigantes o In Our Time es un placer divino. Nunca podré explicarme cómo, mientras muchas cosas sin sentido cuestan tanto, placeres tan extraordinarios son gratuitos. Lo que menos vale es lo que más caro cuesta, dice mi madre. Y lo que más vale es gratis, añado yo. En este caso gran verdad es.


martes, 22 de marzo de 2011

Tengo catarro

Suelo escribir la entrada del blog por la noche, antes de dormir, pero ayer a esa hora no pude. Cuando me desperté por la mañana sentí dolor de garganta, tenía tos -pero no fiebre- y malestar general, así que me quedé todo el día en cama no haciendo casi nada. Bueno, escuchando la segunda parte del Quijote grabado por los chicos de Librivox.

A los veintitantos, una novia mía y yo teníamos la costumbre de irnos al parque con un libro y leernos en voz alta, por turnos, trozos de ese libro. Recuerdo que nuestros preferidos eran Cortázar y los otros genios de la literatura hispanoamericana (la especialidad académica de la chica). Creo que esas lecturas al aire libre, a la sombra de un árbol en verano o en un rincón abrigado del viento en los meses fríos, fue lo más divertido y hasta quizá extraordinario que he hecho yo jamás con una chica...

Por eso el que existan tantos libros leídos por personas tan diferentes, en tantos idiomas, dentro de una página como esta de Librivox (y que encima sea gratis) me parece un regalo de las musas o de cualquier dios propiciatorio.

Espero volver al tajo mañana. Mientras tanto me voy a escuchar la aventura de los leones. Vaya flipe...



lunes, 21 de marzo de 2011

Hoy he ido al cine

Me ha dicho mi hermana que me han hecho propaganda gratuita en un periódico que también lo es -gratuito, digo- de mi tierra charra. Se lo agradezco de verdad a este periódico y, como antiguamente se hacía en los programas de la tele, les envío un saludo a todos los nuevos lectores que pueda tener por esa publicidad inmerecida.

Esta mañana tenía un dolor de cabeza horroroso, así que después de desayunar y jugar un minuto con los niños, me he echado un rato en el futón y he estado escuchando a Mahler como un Alfonsoguerra cualquiera.

He pasado de comer porque el desayuno aquí es copioso y después del mediodía me he ido a los grandes almacenes que están cerca de la casa donde vivimos a ver The King´s Speech. Mi mujer pensaba venir, pero el caso es que ella se ha ido a ver a una compañera de universidad con la que había quedado en la estación de Umeda y yo he estado de rodríguez.

Hacía años que no iba al cine y me lo he pasado pipa. En conjunto la película es una de esas que tan bien hacen los ingleses sobre su historia y, en particular, sobre esa familia en cuyas aventuras se reconocen como nación y con las cuales se entretienen: los Royals. De los actores no hace falta hablar, porque todos sabemos lo estupendos que son.

La elección de la música me pareció acertadísima y, me quedé disfrutándola hasta el último título de crédito. Yo, la verdad, es que en lo que más me fijo de las películas es en los títulos de crédito: me encanta ver que el apellido del zapatero es de origen italiano, el de la script ruso o el último extra armenio. Pero lo que más me interesa de los títulos del final son los que tienen que ver con la banda sonora, la orquesta que la ha tocado, el nombre de las cancioncillas y esas cosas. Si a alguien envidio es a los privilegiados que componen la música de las películas. Qué flipe debe de ser el que te den una recién salida del horno, verla e irte sacando del coco la partitura que embellece las imágenes.

En fin, que he visto la película y, después, como llovía, me he sentado en una de esas plazas interiores que siempre tienen los grandes almacenes por aquí con mesas y sillas y me he puesto a leer la novela que compré ayer: horrorosa. Me he aburrido como un tonto.

Seguía lloviendo y me he comprado un paraguas de quinientos yenes, que no me ha servido para nada, porque cuando salí a la calle había parado el chaparrón.

En fin, un día muy completo.


domingo, 20 de marzo de 2011

Menudo rollo

Me despierto, miro el e-mail y me cuentan que el gobierno español nos va a poner transporte para devolvernos a la patria. Llamo a la embajada y pregunto que si sale también de Kansai, el aeropuerto de Osaka, y que cuánto cuesta. Me dicen que no, que solo de Tokio y que es gratis. Lo último en principio es fabuloso -aunque luego habría que pagarse la vuelta, claro-, lo primero, para nosotros no tanto, porque el acercarnos hasta Narita nos supone casi como el viaje hasta Europa. Así que para otra vez.

Como hacía buen tiempo los niños se han ido a un parque con los abuelos y nosotros a dar una vuelta por Umeda, que es el centro de Osaka. Mi mujer quería comprar hornillos de campaña para mandárselos a unas amigas que están en la zona del desastre. En la tienda de artículos de montaña he visto un cartel de una marca española que tenía ¡una frase en euskera!

Las calles estaban llenas de gente. Como es la época de las graduaciones se ven universitarias preciosas en hakama, la vestimenta que llevaban antiguamente las chicas de diario a la universidad, y hemos visto hasta una extranjera en kimono. En cada rincón hay postulantes pidiendo dinero para ayudar a la gente que ha sufrido el terremoto. En las tiendas de comida y cosas así no había ninguna cola, pero en una de pasteles había que esperar como diez minutos a que te atendieran, me imagino, porque la línea era como de cincuenta metros.

Como me vine sin lectura, en la librería más grande de Osaka me he comprado una novela de Vargas Llosa, un Quijote en un tomo y el Sherlock Holmes ilustrado completo. Me ha sorprendido el precio, por lo barato, como unas tres veces más que hace diez años, digamos. También allí había una cola que daba miedo. Después de comer en un indio hemos pensado que era buena idea ir al cine (mi mujer quiere ver The King´s Speech), pero no había entradas más que para la primera fila y nos hemos vuelto a casa.

El niño está entusiasmado porque su abuelo le ha sugerido que haga un cuaderno de campo y él ha empezado esta misma mañana. Tiene madera para el dibujo; lo ha heredado de su madre. Después lo he dormido y ahora, mientras a mi lado mi mujer trastea con su móvil, les escribo esto. "Menudo rollo patatero nos mete este", dirán ustedes. Lo siento mucho: me han dicho que escriba de la vida diaria de la gente. Pues esto es lo que hay.






sábado, 19 de marzo de 2011

Hoy no había nada que escribir



Hoy iba a escribir sencillamente que no tengo nada que escribir, porque hoy no me ha pasado nada. Pero luego he pensado que a todo el mundo le pasa, aunque sea el tiempo, y eso es sin duda el suceso más importante de la vida, así que aquí estoy contándoles mi día.

Por la mañana hemos desayunado como siempre todos juntos, alrededor de una mesa grande de madera irregular, pulida, preciosa, donde hasta la más humilde comida - rectifico: sobre todo la más humilde comida- se ve como la mejor del mundo. No sé si ustedes saben que los japoneses adoran el pescado, el natto, que son alubias de soja fermentadas, o cosas así para desayunar. Yo también.

Cuando hemos terminado, como los niños no tenían colegio, mis dos sobrinos y mi hijo se han ido con el abuelo a la montaña. Parece que Tácito, de todo su linaje de quien más orgulloso se sentía era de su suegro. Yo también me siento mucho del mío. Es un señor que durante su adolescencia y juventud vivió una guerra horrorosa, una posguerra trabajadísima, y no solo no se ha dejado hundir en la miseria, sino que ha criado tres hijas estupendas, ha estudiado idiomas, se ha convertido en un dibujante experto y ha tenido tiempo de aprender todo lo que se puede saber de plantas y cosas por el estilo. Los niños le adoran y no hay nada que más esperen que los paseos con su abuelo, que son lecciones de todas las ciencias de la naturaleza en una caminata.

He sentido mucho no tener una cámara a mano -o, mejor, habilidad dibujarera- para inmortalizar ese momento en el que los cuatro se perdían al final de la callecita de casas de dos plantas donde está nuestra vivienda. El abuelo más feliz del mundo con los nietos más felices. Yo, cuando me llegue el día, sólo aspiro a una cosa: a ser así como es mi suegro.



viernes, 18 de marzo de 2011

Corazón de tigre


Esta mañana nos despertamos viendo en el telediario de las siete que la central nuclear de Fukushima sigue teniendo diversos problemas, problemas que no detallaré porque ustedes seguro que los conocen. A mí, personalmente, me parece extraordinaria la profesionalidad de las personas de la NHK, la televisión nacional japonesa, quienes, ante una situación tan difícil, mantienen de esa manera la calma intentando transmitir tranquilidad a la población.

Después de haber desayunado, para distraerme un poco de las noticias, estuve escuchando un ratito música, tomé un café y jugué con mi hijo. Después salimos al súper a comprar la comida: un sushi surtido muy rico que tienen en Osaka. Parecerá un poco cansino que lo repita, pero el ambiente en la calle era de lo más normal, bueno, a excepción del frío y la nieve que caía, inusual en estas fechas.

Supongo que a muchos de ustedes les interesará más que nada saber qué pienso yo de todo esto. Verán: gracias al consejo de un gran amigo me encuentro a una distancia de la central similar a la que hay entre Salamanca y Murcia -creo-, estoy en una casa calentita y fuera nieva; he comido un sushi riquísimo y esta noche me tomaré una cerveza con mi suegro y mi cuñado; hay por el norte una gente -muchos niños de la edad de mi hijo o más pequeños- que, entre temblores de tierra constantes, estando ahora al lado de la nuclear, lo ha perdido todo, casi no tiene qué comer y anda alojada en unos refugios improvisados donde parece que no hay apenas con qué calentarse. Entenderán que me sienta afortunado. Además, unos hombres grandes, a los que no conozco ni seguramente conoceré nunca, se están jugando la vida para salvar la de la mitad de la gente que quiero en el mundo. Siempre digo de broma que soy un tercio japonés, porque llevo viviendo en este país ese tiempo de mi vida; déjenme que hoy lo diga, muy en serio y con orgullo, el orgullo de pertenecer, aunque sea de forma consorte, de lado y muy espuria, a la misma estirpe de esos hombres grandes, unos hombres que en el cuerpo de humanos normalitos atesoran un inmenso e indomable corazón de tigre.



jueves, 17 de marzo de 2011

Transmitiendo desde Osaka

Después de escribir la crónica de ayer recibí por internet mensajes de mi familia y de mis amigos, en especial de uno en cuyo criterio profesional en seguridad nuclear confío mucho, y todos me decían que se quedarían más tranquilos si me fuera de vacaciones a un sitio más lejos de la central de Fukushima. Mi criterio siempre es hacer caso a quien te quiere, y si esa persona es experto en algo de lo que tú no tienes ni idea, más todavía. Así que hablé con mi mujer y aprovechando que estamos de vacaciones de primavera y puedo ventilar en cualquier sitio mis obligaciones académicas nos hemos venido a pasar unos días a casa de mis suegros, en Osaka, a unos quinientos kilómetros al oeste de Tokio.

Después de que decidiéramos el viaje, me fui a dormir al niño y yo mismo me quedé frito en el futón de al lado. Habrían pasado unos minutos cuando me despertó un fuerte golpe en el suelo, de abajo hacia arriba. En todos los años que vivo en Japón era la primera vez que lo sentía -los terremotos suelen ser de movimiento horizontal- y por lo que me han enseñado sé que esos son los peligrosos. Desperté al niño y salí con él en brazos a la calle. El temblor, que había sido fuerte, paró en ese instante y mi hijo se puso conmigo hecho un basilisco por haberle despertado.

Por la mañana fue mi mujer la que me despertó. Hicimos el petate y aprovechando que la línea de Odakyu funcionaba a primeras horas de la mañana, nos llegamos hasta Odawara donde subimos al Shinkansen. Nuestra estación, Tokai Daigaku Mae, estaba llena de gente que, como cualquier día de jornada, iba en dirección a Tokio hacia el trabajo. En la de Odawara vi a bastantes extranjeros -un gran grupo de indonesios, creo- y ni aglomeraciones ni nada extraño. En el tren se veían asientos vacíos y de nuevo muchos extranjeros, esta vez occidentales.

En Osaka la vida es completamente normal. Hemos dejado al niño con su abuelo y nos hemos marchado a comprar unos pijamas a los grandes almacenes del vecindario, porque los habíamos olvidado. Nos hemos tomado un café con un croasán y nos hemos vuelto a casa. Como cualquier otro día.

En la televisión se dan noticias continuas de la situación de la central nuclear, que parece muy difícil. Leo en internet que el emperador se acaba de dirigir a la nación, pero todavía no lo he visto. También que según la embajada de los Estados Unidos los niveles de radiactividad en Tokio no son significativos y que la de la propia nuclear ha bajado en las últimas horas hasta niveles aceptables. Ójala sigamos así por mucho tiempo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El martes

A las seis de la mañana nos despertamos con la noticia de que en uno de los reactores de la central de Fukushima se había producido una explosión y, según contaban los representantes de la empresa -asediados por los periodistas- era posible que existieran filtraciones de material radiactivo al exterior.

Como no creí probable que llegaran tan pronto esas partículas hasta mi barrio, después de mandar al niño al colegio, cogí mi bicicleta y me fui al banco a realizar una gestión que ayer no había podido aviar. Delante de la fila de cajeros automáticos había solo dos clientes y un empleado. Leí ayer en la prensa española que mis vecinos habían dejado las estanterías de los supermercados vacías, así que me pasé por el que tenía más a mano para salir de dudas. Era verdad, pero solo en parte. Estanterías saqueadas había unas cuantas, mayormente las de productos calóricos, como chocolate y galletas; también se veían claros notables en las de latas de cerveza. Por lo demás, como siempre.

Me volví a casa y a las once apareció el primer ministro por la pantalla. En tono anodino pidió unidad y esfuerzo ante estos momentos difíciles y eludió entrar a fondo en las preguntas de los periodistas. Siguió el Sr. Edano, que anunció el incendio en el reactor número cuatro y la emisión de partículas nocivas a la atmósfera.

No sabiendo cómo interpretar aquello, llamé por teléfono a quien me constaba que sí sabía, y esta persona me tranquilizó, informándome de que, por la naturaleza del viento que sopla del norte en Honshu, la isla principal del archipiélago en la que estamos, era poco probable que una cantidad importante de partículas radiactivas llegara hasta donde vivimos.

Más tranquilo seguí con mis quehaceres, y más tranquilo me quedé cuando por la tarde nos informaron que el incendio ya estaba apagado, el viento había rolado hacia el mar y las mediciones de radiactividad en Tokio eran moderadas.

En el telediario de las siete de NHK, el más seguido del país, no había ninguna novedad aparente, así que hemos cenado tranquilos, he acostado al niño y aquí estoy escribiendo esto.



lunes, 14 de marzo de 2011

Tercer día

A las seis de la mañana me levanto y veo a mi mujer que mira el ordenador donde sale ese pobre secretario de estado que no debe de haber dormido dos horas seguidas desde el viernes. Explicaba que como un reactor de la nuclear de Tokaimura tenía problemas similares a los de Fukushima había que racionar la electricidad, que muchos trenes dejarían de funcionar y que tendríamos cortes de fluído a lo largo del día. Ella se ha ido a poner gasolina al coche antes de que hubiera colas enormes y yo, después de mandar al niño a clase, me he marchado a las ocho a hacer dos gestiones al banco pensando que la gente iba a acaparar capital para hacer frente a la crisis: además de servidor había solo otros dos tontos que opinaron lo mismo.

En el supermercado de veinticuatro horas, en el que pensaba comprar la última barra de pan que quedara en las estanterías, casi no había nadie, y la cantidad y calidad de los productos eran los habituales, así que he dejado la acaparación alimentaria para otro rato que tuviera más tiempo y me he marchado para casa. Al llegar he escrito algo en el Twitter y me he puesto a meter libros en las cajas de la mudanza que tenemos para el viernes. Nos hemos tomado un café y mi señora se ha pasado la mañana haciendo trámites, llamando por teléfono y escuchado las noticias: en un reactor de Fukushima, como era de esperar, ha habido otra explosión. Lo habían predicho los ingenieros, pero parece que los chicos el El País no lo sabían, porque han decidido que esa noticia de tan poco relieve era lo más importante que había pasado en el mundo en este día y la han puesto la primera.

El niño ha regresado pronto del cole, porque como al mediodía íbamos a tener un corte de luz -que luego no tuvimos- no le podían hacer la comida allí y no era cosa de tenerlo ayuno hasta las tres. Después de tomar el condumio del mediodía nos hemos marchado hasta el ayuntamiento, porque teníamos que arreglar los asuntos del cambio de domicilio. La funcionaria me ha preguntado que si me dio miedo el terremoto y yo le he respondido la verdad: que mucho. Me ha dicho que firmara con la fecha, le he preguntado que a cuánto estábamos y ella me ha respondido que a catorce. Me he dado cuenta de que hoy era el White Day, o sea, cuando los chicos les regalan a las chicas dulces en el curro o en el colegio. Parece que ella no había cosechado muchos, porque tiene la política de dar pocos chocolates a los compañeros de trabajo el día de San Valentín. Le he respondido que hace muy bien, que en esta vida bobadas, las justas. Mi hijo ha visto un libro de arqueología que estaba por allí para que la gente se entretenga mientras espera y se ha puesto muy pesado con que se lo comprara: le he prometido hacerlo, pero el día que lo sepa leer, o sea, dentro de diez años, más o menos: sólo los alumnos de bachillerato conocen tantos caracteres como para entender cosas así.

Como mi mujer no acababa con los trámites suyos, el niño se ha puesto cargante y nos hemos tenido que ir al parque del otro lado del río donde me ha obligado a jugar al onigokko (corre que te pillo) y a subirme en el tobogán gigante de unos siete metros de altura. Cuando estaba arriba he pensado: Mira si ahora viene otra vez un terremoto imponente y me tira para abajo; pocas muertes más ridículas. En ese momento, cuando estaba arriba, el tobogán ha empezado a moverse. Yo he pensado que tenía que ser necesariamente sugestión, pero cuando he bajado mi hijo me confirmó que ¡se había sentido un pequeño temblor, no imaginario, sino de los de verdad! Tranquilos: parece que mi salud mental no está tan por los suelos.

Hemos vuelto a casa entre anuncios de los coches de la policía de que dentro de poco habría un corte de electricidad y que como estaba anocheciendo y no habría semáforos era mejor no conducir y marcharse para casa. Eso hemos hecho, nos hemos preparado una tortilla para la cena y ahora, mientras estoy tumbado escribiendo esto mi hijo hace los deberes y mi señora mira las noticias en su ordenador.

Si no fuera por los avisos de cortes eléctricos (que luego no se han producido), las colas de coches delante de las gasolineras y la gente que llenaba por la tarde los supermercados y que, según me han dicho por teléfono, ha acabado con las existencias (que mañana estarán completamente repuestas), un día como otro cualquiera: viento del nordeste, temperatura máxima de diecisiete grados, nubes y claros.



domingo, 13 de marzo de 2011

Dos días después

Son casi las cuatro de la tarde de un domingo soleado del principio de la primavera. El cielo es de un azul intenso, como el de un día de enero en el Japón o uno de julio por mi tierra. Han pasado dos del terremoto y aunque las réplicas continúan, parece que la tierra se va calmando. Además de alrededor de donde fue el primer gran movimiento, ayer comenzó a haber pequeños temblores en Nagano y hasta se produjo uno en la propia bahía de Tokio.

Estamos preocupados por lo que pueda suceder en la central nuclear de Fukushima. Aunque, según nos cuenta un físico nuclear español en este vídeo, esa planta no sea Chernobyl, la radiación puede afectar intensamente a la zona del perímetro, un área agrícola y pesquera más o menos importante.

Descanso tumbado en mi habitación mientras escribo esto. La vida sigue: me envía algún colega mensajes con asuntos relacionados con el trabajo, me llaman por teléfono de la compañía de mudanzas, los pequeños detalles de la cotidianeidad parece que quieren hacernos olvidar lo terrible del desastre.

Ayer, mientras para celebrar que estábamos vivos y juntos comíamos en un restaurante -no se veía mesa libre- me sobresalté al caer en la cuenta de que Yuki, Charles y su pequeño Kent, seguramente estarían en Miyagi, en casa de la familia de ella. La llamé por teléfono y supe que Charles estaba en América, ella se había quedado con el niño en casa y había buscado refugio en la de unos amigos tras el gran susto. No tenía noticias de su padre entonces, pero esta mañana, a primera hora, me ha llamado para decirme que con la normalización del la red de comunicaciones había podido hablar con él y toda la familia estaba sana y salva.

Cualquier desgracia tiene su lado positivo: todos, incluso la gente más arisca, quieren mostrar su lado amable. Vecinos que casi te ignoraban te saludan, se preocupan por ti; un sentimiento de empatía se extiende entre los que hemos sobrevivido por mero azar del destino, por hechos tan desconocidos para nosotros como la tectónica de placas y sus aparentes caprichos.


viernes, 11 de marzo de 2011

Dicen que ha sido el terremoto más fuerte en varios siglos

A la una y media tenía la reunión de mi departamento de todos los meses, una de esas reuniones en las que literalmente te quedas frito. Quince o diez minutos antes de las tres el edificio del Rectorado ha empezado a moverse y lo ha hecho durante unos diez segundos -lo normal es que un terremoto no pase de un breve instante- cuando he mirado a un profesor japonés, un hombre joven nada impresionable, y le he visto con cara asustada, lo que me ha hecho pensar en que la situación sería más peligrosa de lo que yo creía. He mirado el reloj para comprobar dónde se encontraba mi hijo, si en la escuela -lo que en teoría es más seguro- o en la calle.

He abierto una ventana de la sala de juntas y casi inmediatamente y sin pensarlo he dado un brinco hasta el jardincillo japonés del patio interior. Esta sala y las oficinas del rector están en la planta segunda del edificio, pero dan a una terraza que se sustenta sobre el techo de la Biblioteca Central. He pensado en ese momento que, si se hundía el quiosco era más seguro estar sin techo que bajo él. He sido el primero en saltar hacia afuera e inmediatamente me han imitado otros colegas. He visto al rector asomarse a una ventana junto a dos secretarios y le he chillado, sin pensar, que saliera fuera. Después, como los tres se habían quedado junto a la ventana, les he vuelto a gritar que era peligroso mantenerse junto a unas cristaleras tan enormes. El edificio se movía como nunca; hace unos años tuve mi despacho en la planta tercera de él y nunca había sentido nada comparable. Me he tenido que agarrar con fuerza a uno de los arbustos para no caerme al suelo. Mientras todo temblaba he intentado usar el teléfono que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón para preguntar a mi mujer si el niño ya estaba en casa. Sorpresivamente, ella me ha respondido y en ese momento el temblor ha parado.

No puedo calcular con exactitud cuánto se ha movido la tierra, pero me da la impresión de que seguramente más de medio minuto. Al salir nos hemos encontrado fuera con todos los oficinistas y los pocos estudiantes que hacían gestiones en los mostradores de la planta baja. Antes de la reunión me había pasado por la biblioteca y no había nadie; estamos en época de vacaciones.

La reunión se ha suspendido y he vuelto al despacho. En la oficina de mi departamento había una televisión encendida y me he enterado de la increíble magnitud del sismo. En la pantalla aparecían imágenes aéreas de los incendios en Miyagi y un mapa con el aviso de tsunami y las horas a las que se esperaba el golpe.

He cogido la bici y al pasar cerca de la puerta principal he sentido una réplica más corta pero creo que igual de intensa. Estaba junto al edificio número dos, el más alto del campus. La torre, que se eleva unos diez pisos, está en reparación y el ruido de los andamios al chocar contra la estructura metálica que la remata impresionaba.

Al salir el guardia de la puerta me han saludado mucho más amablemente que lo habitual y me han recomendado que tuviera cuidado. Lo mismo ha hecho uno de los guardas de la obra que están haciendo en la carretera y otro, el del puente que hay cerca de mi casa, me ha pedido que desmontara de la bicicleta porque el asfalto de uno de los extremos de la calzada se había hundido como diez centímetros. Me ha impresionado el que una piedra de bordillo de cien kilos -digo yo- haya saltado cinco metros movida por la presión de las otras con las que estaba en contacto.

Al llegar a casa me esperaba la familia fuera de casa. Sentado en un banco del patio he mandado varios mensajes y he escrito algunas frases en el Twitter. En las casas de alrededor de la mía -todas unifamiliares típicas de esta tierra- no había grandes daños, pero al salir a pasear hemos visto paredes de jardines caídas y varias roturas de cañerías. El parque de al lado de nuestra casa está hecho un poema; el suelo parece un acordeón, levantado cada diez metros. Un funcionario municipal nos ha echado con el argumento de que no era un sitio seguro; ¡y yo que pensaba que en caso de gran terremoto era nuestro lugar de refugio! Pues no, por lo visto es la escuela de mi hijo, en particular el gimnasio que, según me ha contado él mismo, parece que lo han hecho a prueba de bomba.

Hemos ido a comprar al súper cuando se ponía el sol (ahora, a las siete y veinte es noche cerrada). No había demasiados clientes pero el ambiente era el de un viernes normal. En fin, un susto no pequeño, pero que siempre se quede en eso. Dramatismos fuera, habida cuenta del lugar en el que me pilló, si hubiéramos estado en el epicentro, no sé si ahora podría estar contándolo.



martes, 1 de marzo de 2011

El maestro de piano que nunca tocó un piano


Como ya saben mis eruditos lectores, el primer título que logré en mi vida fue el de licenciado en filología clásica. A pesar de haberme pasado ocho años estudiando latín y siete griego, cuando acabé con el diploma en la mano era incapaz de descifrar un texto en esas lenguas sin la artillería pesada de un buen diccionario y su largo rato de reflexión. Eso me causó el convencimiento de que era un verdadero negao con los idiomas; para mi sorpresa pasaron los años y logré, con menos tiempo y esfuerzo que le había echado a las parlas clásicas, no solo llegar a leer esta y aquella, sino hasta entender y hablar con soltura una supuestamente tan esotérica como es la japonesa.

¿Cuál era el secreto? No me voy a extender en explicarlo, porque lo hace mucho mejor Carlos Martínez en este artículo extraordinario, que he recuperado gracias a la sagacidad de Alvarus Alonsus, quien ha tenido la energía y sapiencia de traducirlo con no poca donosura a la lengua de Virgilio.

¿Qué aprendemos de esta fábula latina? Vete tú a saber, pero yo, esto: si uno quiere comprender realmente qué sea la literatura, llegará más lejos intentando escribir un relato, un romance o una comedia que metiéndose entre pecho y espalda diez tomos de una historia de la cosa. Si quieres saber de música, deja el aparato reproductor y aprende a tocar un instrumento, escribe la canción del verano o solfea La vaca lechera.

Sólo la práctica hace al maestro. Ya lo decía Woody en La última noche de Boris Grouchenko: "–¡Qué bien haces el amor!" "-Es que practico mucho solo..."



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