domingo, 6 de abril de 2008

Las obras del tiempo






Me acabo de enterar de que, durante la anterior legislatura, el joven diputado que le escribe los discursos al Sr. Rajoy casó con una colega suya, parlamentaria también, pero ella del Partido Socialista de Cataluña. Si no hubiera ya suficientes argumentos a favor del sistema electoral de listas abiertas, éste sería, para mí, el definitivo. Y es que me parece una tragedia el que mis conciudadanos y yo, tras de lo que ha llovido, no podamos ejercer un derecho básico: el de otorgar nuestro voto a ambos miembros de un matrimonio compuesto, a todas luces, por dos personas tan sensatas y, con seguridad, de inteligencia no pequeña.

El caso este que refiero me ha traído a la memoria una costumbre mía que el tiempo y sus cambios me han convertido ya en pura historia. Hace años, cuando cerraban la biblioteca de Atsugi, solía parar unos minutos a tomar algo caliente en Nayotake, un lugar delicioso por su música, su ambiente y, claro, por la buena hechura del café. En la esquina en la que yo siempre me sentaba había una estantería bien cargada de catálogos de museos de arte. Mi favorito era el del Metropolitano de Boston. Me pasaba las horas muertas contemplando tres retratos: el de Góngora y los dos que veis sobre estas líneas. Durante el verano acostumbro a llevar una lupa en mi mochila: es para poder observar con detalle las arañas, que en esa estación aparecen por todos los rincones. No lo puedo evitar: estos animales, estos tigres de la microfauna, me apasionan. Pues con esa lupa me habré pasado lo que no se cuenta escrutando los detalles de estos dos geniales trozos de vida que, congelados en el tiempo, nos legó esa maravilla del hacer humano que es el arte.

No voy a insultaros con la tortura de un comentario; tengo la seguridad de que vosotros mismos sacaréis conclusiones, con mucho, más dignas de figurar aquí, negro sobre blanco. Además, ya lo decía D. Julio: Vanidad de creer etc. Muchos besos para todos.





3 comentarios:

  1. Anda que no debe ser trabajosa entrarle al señora de la gárcola. Para cuando le llegas a lo bonito ya necesitas, por lo menos, una bombona de oxigeno para recuperar. Y la otra pareja se complementa a la mil maravillas en lo de los ojos. Ella los abre a tope y a él se le caen los párpados cual sucede a los porreros. En fin, que lo mío no es la crítica del arte. Pero eso no quita para que mire con atención. Ayer pusiste un cuadro que luego quitaste que me gustó mucho. Estuve un buen rato mirándole. Los tíos llevaban un gorro parecido a los que se ponía Felipe II. ¿De cuando es ese cuadro? ¿Y qué representaba?

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  2. Era un byōbu (biombo) nanban que hay en el museo de Tokio de finales del dieciséis, me parece. Representa a los españoles y portugueses vistos no ojos nipones. Son muestras artísticas realmente extraordinarias, como tú dices uno se puede pasar horas mirándolos.

    Una prueba de lo pirao que ando es que lo quité porque creí que era demasiado visto, que todo el mundo ya lo conocía. En tu honor inmediatamente lo repongo.

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  3. Con respecto a los cuadros, del primero a mí lo que siempre me ha llamado más la atención es el contraste aparente de caracteres entre los dos personajes: una señora que da miedo por la energía que se gasta -véase la mano izquierda y como estruja el guante correspondiente de su marido, que que debería cubrir la que no se ve de él- y un marido casi como aún no salido de la adolescencia.

    De la segunda, claro, lo que tú dices de los ojos. Ella parece que está en actitud de retenerlo con esa mano puesta sobre su hombro, "No te vayas Felipe, dónde vas a estar mejor que conmigo". Bueno, pues parece ser que, al final, él fue lo que hizo, o sea, se fue con la música a otra parte. Los ojos de él pueden tener dos lecturas: ser cosa de la absenta que traía de cabeza la gente guapa de la Francia de la época, o bien querer decir "menudo coñazo tener pariente artista" (si no recuerdo mal Degas era hermano o de ella o de él).

    De los primeros no sabemos ni los nombres, de los últimos, si uno se quiere enterar, se debe de conocer, creo, hasta el color de la ropa íntima: ambas parejas, separadas por doscientos años y unidas en el otro lado del mundo, en el mismo edificio, a varios pasos de distancia. Más literario, imposible.

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