El siguiente artículo es una "carta al director" en respuesta a "A la caza de la "paella mista" y el "rebuelto"", uno del periódico madrileño El País. Imagino que, siguiendo una tradición añeja del citado rotativo de publicar lo mínimo posible que contradiga las opiniones de sus propios redactores, no la incluirán. Yo lo hago aquí para evidente regocijo de mi afición incondicional, esa gran afición que, obviamente, no merezco.
El que en Pompeya no existiera una "Unión de Correctores del Idioma del Imperio" es algo de lo que se congratulan mis colegas, los estudiosos de la lengua latina. Entre los tesoros que debemos a los arqueólogos que desenterraron aquella ciudad romana el menos conocido para el público general son las pintadas que hermosamente adornaban sus paredes y cuyos vigorosos errores ortográficos -¡sorpresa!- los convierten en testimonio de valor incalculable a la hora de reconstruir la pronunciación del idioma latino en aquel siglo I de nuestra era.
A los cocineros que ahora se sentirán seguramente abochornados por haber visto sus "rebueltos" y "paellas mistas" en papeles de tanta alcurnia, si no les sirve de consuelo suficiente el que sus "errores" de escritura les pongan precisamente en conexión con aquellos clásicos habitantes de la Roma antigua, quizá sí lo haga el saber, por ejemplo, que regla de oro de nuestros hombres más eruditos del Renacimiento era la naturalidad, el que "se debe escribir como se habla" (precisamente lo que hacen ustedes, señores cocineros); que las normas de ortografía castellana constituyen un sistema muy incoherente desde el punto de vista etimológico; que nada menos que un ilustre premio Nobel de literatura propuso no hace demasiado tiempo finiquitarlo y que, de remate, si en escritura original leen a nuestros mejores literatos del Siglo de Oro encontrarán sus obras plagadas de esos "errores" ortográficos que los censores modernos les afean a ustedes: en fin, que los mejores son reconocidos precisamente por su genialidad -al igual que les sucede a nuestros artistas de los fogones- y no por su pericia en el manejo de las uves o las haches.
Con todo, si lo de arriba no acaba por curarles el escozorcillo en el amor propio que de forma tan insensible les acaban de herir, les revelaré un secreto personal: el que esto escribe obtuvo en sus años mozos dos licenciaturas en filología, conoce con bastante detalle el idioma latino -origen del nuestro- consiguió matrícula de honor en la asignatura de historia de la lengua española impartida por uno de los más reconocidos expertos vivos en esta disciplina y, para remate, se ha pasado más de veinte años a vueltas con el idioma de Cervantes y su evolución. Pues bien, a este señor tan listo también de vez en cuando se le escapan elles a destiempo, se le descontrolan ges y jotas o hasta hay días en que le salta de rondón, cuando menos se lo espera, una be un pelín impertinente. Si esto le sucede se ríe de sí mismo y va a otra cosa. No obstante, cuando a toro pasado cae en la cuenta de que ha escrito alguna estupidez, descortesía o fanfarronada, eso sí que, de verdad, le quita el sueño.
Lástima es que no exista una organización paralela a esa de correctores que vele, no por la forma ortográfica, sino por el contenido, que nos ponga en guardia contra los políticos que bromeen al tratar de problemas de gravedad, como, por ejemplo, el cambio climático. Ellos, puesto que no se descuidan omitiendo hache, jota o uve, cuando plasman negro sobre blanco sus idioteces -pido disculpas, pero no sé calificarlas de otra manera- a la vigente "Unión de Correctores" no le queda más remedio que inhibirse.
El que en Pompeya no existiera una "Unión de Correctores del Idioma del Imperio" es algo de lo que se congratulan mis colegas, los estudiosos de la lengua latina. Entre los tesoros que debemos a los arqueólogos que desenterraron aquella ciudad romana el menos conocido para el público general son las pintadas que hermosamente adornaban sus paredes y cuyos vigorosos errores ortográficos -¡sorpresa!- los convierten en testimonio de valor incalculable a la hora de reconstruir la pronunciación del idioma latino en aquel siglo I de nuestra era.
A los cocineros que ahora se sentirán seguramente abochornados por haber visto sus "rebueltos" y "paellas mistas" en papeles de tanta alcurnia, si no les sirve de consuelo suficiente el que sus "errores" de escritura les pongan precisamente en conexión con aquellos clásicos habitantes de la Roma antigua, quizá sí lo haga el saber, por ejemplo, que regla de oro de nuestros hombres más eruditos del Renacimiento era la naturalidad, el que "se debe escribir como se habla" (precisamente lo que hacen ustedes, señores cocineros); que las normas de ortografía castellana constituyen un sistema muy incoherente desde el punto de vista etimológico; que nada menos que un ilustre premio Nobel de literatura propuso no hace demasiado tiempo finiquitarlo y que, de remate, si en escritura original leen a nuestros mejores literatos del Siglo de Oro encontrarán sus obras plagadas de esos "errores" ortográficos que los censores modernos les afean a ustedes: en fin, que los mejores son reconocidos precisamente por su genialidad -al igual que les sucede a nuestros artistas de los fogones- y no por su pericia en el manejo de las uves o las haches.
Con todo, si lo de arriba no acaba por curarles el escozorcillo en el amor propio que de forma tan insensible les acaban de herir, les revelaré un secreto personal: el que esto escribe obtuvo en sus años mozos dos licenciaturas en filología, conoce con bastante detalle el idioma latino -origen del nuestro- consiguió matrícula de honor en la asignatura de historia de la lengua española impartida por uno de los más reconocidos expertos vivos en esta disciplina y, para remate, se ha pasado más de veinte años a vueltas con el idioma de Cervantes y su evolución. Pues bien, a este señor tan listo también de vez en cuando se le escapan elles a destiempo, se le descontrolan ges y jotas o hasta hay días en que le salta de rondón, cuando menos se lo espera, una be un pelín impertinente. Si esto le sucede se ríe de sí mismo y va a otra cosa. No obstante, cuando a toro pasado cae en la cuenta de que ha escrito alguna estupidez, descortesía o fanfarronada, eso sí que, de verdad, le quita el sueño.
Lástima es que no exista una organización paralela a esa de correctores que vele, no por la forma ortográfica, sino por el contenido, que nos ponga en guardia contra los políticos que bromeen al tratar de problemas de gravedad, como, por ejemplo, el cambio climático. Ellos, puesto que no se descuidan omitiendo hache, jota o uve, cuando plasman negro sobre blanco sus idioteces -pido disculpas, pero no sé calificarlas de otra manera- a la vigente "Unión de Correctores" no le queda más remedio que inhibirse.
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