viernes, 12 de octubre de 2007

El pícaro Jacobito y las enfermeras macizonas

Estoy realmente tirao. Debería ponerme a hacer algo productivo, pero no puedo con mi alma. Me imagino que debe de ser por el veranazo anticipado de San Martín que estamos viviendo este año. Da mucha alegría el cielo azul, la sombra violeta del monte Fuji por las tardes y el aire caliente que te envuelve con el aroma de esas flores del otoño cuyos nombres a sus cuatro añitos ya conoce mi hijo, y que yo mismo soy siempre incapaz de recordar. Cuando él tenía pocos meses y lo llevaba en brazos, alargaba el cuellito para oler las flores de los jardines del vecindario. Era enternecedor ver cómo movía rítmicamente las ventanitas de la nariz aspirando el aire. Creo que este niño, como su abuelo, va para biólogo: hace un rato le estaba preguntando por teléfono no sé qué de en qué se convertían las larvas que salen de las bellotas. En fin, la fuerza de la sangre.

Pues nada, que con estas temperaturas es labor difícil el mantener entre cuatro paredes, con moderada compostura, a veintipico universitarios. Dirá el resto de la parroquia profesoral lo que quiera: a mí, por el mero hecho, de que sean capaces de venir a clase, me parecen unos santos. Si me pillaran con su edad y circustancia no me iban a ver ni el pelo: me pasaba el día o en el monte, tumbado en la hierba de junto a la pista de atletismo, o en la playa de Shonan, a la que se llega en unos minutitos si uno tiene transporte propiciatorio. Ganas me da de sugerírselo, pero quiero conservar el empleo. Ellos verán.

Pues nada, como hay que ganarse la vida, aquí estoy, desgañitándome, dando vueltas y más vueltas por el aula, sacándoles el español con calzador (tengo dos clases de conversación) y esas cosas. Esta mañana, en la de Cultura Hispánica me he pasado, hora y media -se dice pronto- hablando -en japonés, aclaro a los no iniciados- de Buñuel, Dalí, Lorca, el cine español y tal. Pensaba ponerles unos minutitos de alguna película de Almodóvar, pero se me ha echado el tiempo encima. Una estudiante me ha pedido que les muestre "La Mala Educación". No pensaba yo en otra cosa, hombre. He dicho que lo voy a considerar (es cosa universalmente conocida que en esta tierra nunca se dice que no) pero me haré el sueco. Imagino que me estoy volviendo viejo. Si hace unos años me hubieran venido con que querían ver una de las pelis guarras que producía Alfonso XIII habría dicho amén y santas pascuas. Me acuerdo una vez en que les llevé el vídeo de "Carne trémula" (me parece). En la primera escena un tío, en la cama, va corriéndose él solito. Pues no pasó nada, ninguno llamó a la santa Inquisición para que me llevaran a galeras. Eso sí: alguien me escribió en la encuesta: "Profesor más vídeos porno, no..."

En fin, a los muchachos de ahora se les ve de lejos que son infinitamente más sueltos y espabilados que sus compañeros de una década atrás. Se nota en el trato, la apariencia, la forma de comportarse. Cuando empecé a dar clases por aquí ninguno ni harto a moriles me habría llamado por mi nombre a secas: hoy es el día que casi universalmente me conocen como "Santi". Y muy bien que me parece, qué narices.

Hoy, en el "claustro de catedráticos", como no tenía nada mejor que hacer (generalmente es un tostón), mirando a la compañera de chino que tenía allí a mi vera -y que estaba como un tren hará unos catorce años- me vino de repente el kimochi ese horaciano del cómo pasa la vida, cómo viene etc. Empecé a recordar la vestimenta del personal presente una década atrás: todos trajeados, de corbata, camisa blanca, ropa oscura. Hoy la corbata no la llevaba más que algún gato desarrapado; camisa blanca, creo recordar, nadie. Con el calor que hacía en la sala de conferencias le habría dado un pasmo a cualquiera. En fin, el hábito no hace al monje, pero más agustito se viste cuando es de seda y no de esparto.

Entre clases y reuniones me he pasado el santo día. He tenido una hora libre, pero ésa se me ha ido en un paseo hasta el edificio del servicio médico: estaba obligado a depositar allí una primicia de mis materiales orgánicos de desecho (por cierto, he leído que hay una compañía que, en el internet, vende los de la gente famosa. Y yo que me reía cuando vi "Priscila, Queen of the Desert"). Aunque el tema podría dar un poquito más de jugo, ahorraré los detalles. Resulta que ayer me tocó la revisión clínica anual a la que nos vemos obligados según la legislación nativa todos los trabajadores con puesto permanente en cualquier empresa del país. Lo que más disfruté fue -lógico- eso que con gran sensibilidad intrahistórica denominaba mi abuela "análisis sanguinario" (no es broma: de verdad lo llamaba así). Mira que estaba ya concienciado de que no me iba a doler: durante este año me han hecho unos cuantos en la clínica de Tokio en la que me andan reparando la maquinaria. Si me hubieran vendado los ojos nunca habría supuesto que la enfermera (cualquiera de las dos, que son unas mostruas) me había pinchado, ni mucho menos que me había sacado no sé cuántos mililitros de sangre. Es increíble la pericia. Cuando les he hablado del asunto me responden que, con los años, las agujas y el instrumental han mejorado mucho y que ya casi ni se nota. Pues yo me lo había creído y entonces viene una abuelita, prima-hermana del doctor Mengele, y me hace pegar brincos. Fíjate tú qué gracia: de las cuatro asistentas técnico-sanitarias que había poniendo banderillas me fue a tocar precisamente la bruta de las puyas de fuego. A mitad de la faena pensé soltar algún símil taurino improvisado: como no me habría entendido nada más que yo solito, me ahorré el sarcasmo.

Aunque la prueba de la agudeza visual acaba siendo fuente inagotable de contentos para el docente extranjero (mientras uno, con gracejo, va leyendo el silabario hiragana, la enfermera no puede reprimir sinceros gruñiditos de placer y de asombro), del análisis clínico lo que me hacía casi más ilusión era la prueba de la presión arterial. Hace unos años me detectaron un nivel tensión sanguínea ligeramente alto. Regreso a mi despacho, se lo comento a mi compañero y él me suelta: "Pues a mí me ha pasado lo mismo. Claro, es que las enfermeras son muy jóvenes, están demasiado bien, y nos ponemos como nos ponemos..." Yo me eché a reír, pero él, con cara de palo, me respondió: "Que no, que te hablo en serio". A la semana siguiente me presento al segundo análisis, veo a la enfermera (la misma de siete días antes) y lo primero que pienso es: "Pues que tiene razón ése: mira que está buena". Me echa el ojo, me sonríe, me dice; "Buenos días, profesor; ¿ha descansado usted bien esta semana?". Me toma la mano como quien oculta secretas (pero adorables y hasta santas) intenciones y me la suspende a medio milímetro de su pecho. Yo, cada vez con más intensidad, sigo pensando: "Pero qué rica está". Falta no hace que lo aclare: a pesar de haberme pasado una semana sin probar ni medio gramo de sal, el resultado de este segundo análisis fue peor que el del primero. Ya no me acuerdo de si tomé un curso entero de yoga o me pasé una temporada en un monasterio zen de Kamakura; el caso es que, milagrosamente, el tercer análisis salió normal. ¡Oh, tempora, oh, mores! Este año en el rincón que ocupaban las enfermeras macizonas han montado cuatro aparatejos que, automáticamente, miden la tensión...

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