Esa mujer se refería a las yerbas como si se tratara de seres siempre despiertos en un reino cercano aunque misterioso, guardado por inquietantes dignatarios. Por su boca las plantas se ponían a hablar y pregonaban sus propios poderes. El bosque tenía un dueño, que era un genio que brincaba sobre un solo pie, y nada de lo que creciera a la sombra de los árboles debía tomarse sin pago. Al entrar en la espesura para buscar el retoño, el hongo o la liana que curaban, había que saludar y depositar monedas entre las raíces de un tronco anciano, pidiendo permiso. Y había que volverse deferentemente al salir, y saludar de nuevo, pues millones de ojos vigilaban nuestros gestos desde las cortezas y las frondas. No sabía decir por qué esa mujer me pareció muy bella, de pronto, cuando arrojó a la chimenea un puñado de gramas acremente olorosas, y sus rasgos fueron acusados en poderoso relieve por las sombras. Iba yo a decir alguna elogiosa trivialidad cuando me dio bruscamente las buenas noches, alejándose de las llamas. Me quedé solo contemplando el fuego. Hacía mucho tiempo que no contemplaba el fuego.
Alejo Carpentier, Los pasos perdidos
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