Bueno, pues tengo ya, además de este blog, unos cuantos: primero fue el de latín (que en el fondo es el que más contento me pone), después, el de japonés, y ahora acabo de abrir otro en inglés. Es que no paro de pasármelo pipa y lo hago desde que era muy chico: tendría unos seis años cuando comencé a escribir una biografía de Napoleón, de la que por desgracia parece que se ha perdido el único ejemplar existente. Quién sabe: puede que cuando me jubile y me vaya a vivir a Londres me encuentre en el British Library con otro: juran que esas cosas pasan. Bueno, pues desde entonces, nada me ha causado más placer que emborronar cuartillas con tonterías diversas. Ahora que lo pienso, metiéndose en harina, cualquier actividad que te absorbe puede acabar siendo igualmente sicodélica: mira que también he disfrutado tocando el piano, dibujando, comiéndome el coco con los problemas de matemáticas o dándole vueltas a una traducción de Homero en mi juventud. Sencillamente lo que sucede es que esto de la escritura lo he practicado más de continuo a lo largo de mi vida. Creo que no ha habido períodos en los que haya sido capaz de no escribir durante largas temporadas.
Una vez que le preguntaron a Cortázar por qué había escrito "Rayuela" (hay gente que piensa poco). Él contestó que porque no había sido capaz de convertir lo que llevaba dentro en cuarteto de cuerda o en una catedral gótica. Pues eso. Otro sucedido al hilo del anterior es aquel de Rilke cuando, como respuesta a la primera carta del Joven Poeta le contesta: "No me pregunte si sus poemas me parecen buenos o malos: pregúntese a sí mismo si podría sobrevivir sin escribirlos".
Yo nunca me he planteado problemas tan trascendentales; me daría algo: tengo una alergia muy gorda a la trascendencia. Supongo que podría ir tirando sin el papel y el bolígrafo, pero mi vida sería más aburrida. Siempre me ha resultado preciosa la frase aquella de Kafka que recuerda Canetti en el libro (El otro proceso de Kafka) que invariablemente recomiendo a todos los zumbados que, como yo, en el mundo han sido: nos hace sentirnos el súmum de la normalidad: "Para mí la dicha más absoluta sería vivir en un sótano, que alguien me dejara la comida a la habitación contigua sin molestarme y escribir febrilmente". Creo que nunca he sido más feliz en toda mi vida que en aquellas temporadas de verano, cuando vivía en la residencia de Tōkai, en las que me levantaba a las siete de la mañana, me daba un paseo, y, después, durante ocho horas no hacía otra cosa que estudiar japonés, escribir, leer. En fin, gloria pura. Después, por la noche, cuando bajaba la calor me iba a dar otra vuelta, al cine, a ver un vídeo o a charlar con los amigos. Qué tiempos.
Creo que era Cervantes el que soltó alguna vez que nadie podría disfrutar tanto leyendo "El Quijote" como él cuando lo escribió. Sólo entenderá al genial manco quien haya pasado por todas las fases del proceso de escritura de una ficción, desde la idea seminal hasta el momento en el que se pule el último adjetivo (momento que, obviamente, nunca llega: uno siempre acaba desistiendo). Pues sí: cuando yo era chico se decía que uno debería escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol. No sé muy bien: si yo tuviera que aconsejar a la juventud inexperta (cosa que hago todos lo días con muy poco talento y fortuna) le recomendaría dibujar sin descanso, abismarse en el mundo de la matemática e imaginar y escribir relatos o poemas. Estas tres actividades para mí constituyen los únicos placeres que los dioses no pudieron robarnos a los humanos. Los placeres físicos; el sexo, la comida, el beber, el resto, son dignos de cultivo; apelan a necesidades que, de ignorarlas, acaban por dejarnos sin funcionar el caletre y el cocamen. Pero conviene guardar las distancias. A los puramente artísticos nos podemos abandonar sin desconfianza, no hay peligro de nos tomen al final por el pito del sereno.
Mientras escribía lo de arriba me vino a la cabeza la opinión de uno de los chiflados más apasionantes que produjo el siglo XX, Richard Feynman: "Podemos hablar de física, de matemática, pero digamos lo que digamos sólo aquel que las practica puede entender, en el fondo, aquello de lo estamos tratando con palabras". Feynman seguramente no estaría de acuerdo -puso el grito en el cielo el día que su hijo le confesó que quería matricularse en la Facultad de Letras-, pero esa misma frase se puede aplicar también a cualquier otra actividad humana, y, muy bonitamente, a la literatura.
Una vez que le preguntaron a Cortázar por qué había escrito "Rayuela" (hay gente que piensa poco). Él contestó que porque no había sido capaz de convertir lo que llevaba dentro en cuarteto de cuerda o en una catedral gótica. Pues eso. Otro sucedido al hilo del anterior es aquel de Rilke cuando, como respuesta a la primera carta del Joven Poeta le contesta: "No me pregunte si sus poemas me parecen buenos o malos: pregúntese a sí mismo si podría sobrevivir sin escribirlos".
Yo nunca me he planteado problemas tan trascendentales; me daría algo: tengo una alergia muy gorda a la trascendencia. Supongo que podría ir tirando sin el papel y el bolígrafo, pero mi vida sería más aburrida. Siempre me ha resultado preciosa la frase aquella de Kafka que recuerda Canetti en el libro (El otro proceso de Kafka) que invariablemente recomiendo a todos los zumbados que, como yo, en el mundo han sido: nos hace sentirnos el súmum de la normalidad: "Para mí la dicha más absoluta sería vivir en un sótano, que alguien me dejara la comida a la habitación contigua sin molestarme y escribir febrilmente". Creo que nunca he sido más feliz en toda mi vida que en aquellas temporadas de verano, cuando vivía en la residencia de Tōkai, en las que me levantaba a las siete de la mañana, me daba un paseo, y, después, durante ocho horas no hacía otra cosa que estudiar japonés, escribir, leer. En fin, gloria pura. Después, por la noche, cuando bajaba la calor me iba a dar otra vuelta, al cine, a ver un vídeo o a charlar con los amigos. Qué tiempos.
Creo que era Cervantes el que soltó alguna vez que nadie podría disfrutar tanto leyendo "El Quijote" como él cuando lo escribió. Sólo entenderá al genial manco quien haya pasado por todas las fases del proceso de escritura de una ficción, desde la idea seminal hasta el momento en el que se pule el último adjetivo (momento que, obviamente, nunca llega: uno siempre acaba desistiendo). Pues sí: cuando yo era chico se decía que uno debería escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol. No sé muy bien: si yo tuviera que aconsejar a la juventud inexperta (cosa que hago todos lo días con muy poco talento y fortuna) le recomendaría dibujar sin descanso, abismarse en el mundo de la matemática e imaginar y escribir relatos o poemas. Estas tres actividades para mí constituyen los únicos placeres que los dioses no pudieron robarnos a los humanos. Los placeres físicos; el sexo, la comida, el beber, el resto, son dignos de cultivo; apelan a necesidades que, de ignorarlas, acaban por dejarnos sin funcionar el caletre y el cocamen. Pero conviene guardar las distancias. A los puramente artísticos nos podemos abandonar sin desconfianza, no hay peligro de nos tomen al final por el pito del sereno.
Mientras escribía lo de arriba me vino a la cabeza la opinión de uno de los chiflados más apasionantes que produjo el siglo XX, Richard Feynman: "Podemos hablar de física, de matemática, pero digamos lo que digamos sólo aquel que las practica puede entender, en el fondo, aquello de lo estamos tratando con palabras". Feynman seguramente no estaría de acuerdo -puso el grito en el cielo el día que su hijo le confesó que quería matricularse en la Facultad de Letras-, pero esa misma frase se puede aplicar también a cualquier otra actividad humana, y, muy bonitamente, a la literatura.
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