Ayer, doce de octubre, y día de la Hispanidad, ocho autobuses con una carga de varios centenares de falangistas se encaminaban a toda mecha hacia San Sebastián. La intención de estos nostálgicos del saludo romano y la camisa azul era manifestarse por el Bulevar de la Bella Easo en favor de la unidad de la Patria, las rutas imperiales y tal. Antes de su llegada ya andaban por allí los abonados locales, chicarrones del norte que, echándose sus carreras delante de la Ertzaintza, disfrutan debidamente de esta zona ya famosa en la industria del ocio juvenil: arrojan botellas, queman contenedores, desguazan autobuses; vaya: disfrutan sanamente de la vida.
Cuando me represento en la cabeza la imagen de los dos bandos que, de no haberlo impedido la fuerza pública, fatalmente se hubieran liado a tiernos estacazos en la suave Donostia, no puedo reprimir que se me aparezca otra arracimada: la de dos grupos rivales de primitivos que, en el alba de la historia, allá por el África original, se enfrentan, garrote en ristre, por la posesión del territorio. Es muy fácil caer en la tentación de identificar una imagen con la otra, y por eso no lo voy a hacer. La actitud de estos grupúsculos de niñatos (si no en edad, seguro que sí en sabiduría y gracia) por fortuna no es la general de la humanidad contemporánea. Quizá podamos ir diciendo que algo hemos avanzado desde la época de los neardentales. A lo mejor.
No puedo afirmar aquí que no comprenda las actitudes nacionalistas de unos y otros, porque el mecanismo lo conoce hasta el más tonto: sencillamente nos hablan de formas primarias de enfrentar, superar o, si queremos, negar, la angustia del vivir. Uno se apunta al grupo (cuanto más cerril y violento, mejor), se diluye en él y va olvidando la condición propia de mera piltrafa orgánica que acaba bajo tierra a poco que cambie el viento. Lo que a estas alturas verdaderamente no puedo digerir es que la gente con culturilla, esos que nos hemos pasado la vida dándole vueltas al coco, ejercitando más o menos las meninges, no nos pongamos todos ya de una vez y en bloque a dar murga machacona y a recordar por todos los medios y cada día hasta la exasperación general lo falaz del planteamiento básico de cualquier nacionalismo, de todo amor por el rebaño, la masa, la parroquia o el campanario.
El que la nación-estado sea un mal menor que nos evita la vuelta a la caverna nadie lo puede negar. Que los impuestos, gobiernos, bolsas de valores y mercados continuos sean instrumentos que, con todos los males colaterales que puedan producir, se nos hacen menos amargos que la vuelta a la liana de Tarzán y al esfuerzo de buscar la pitanza cotidiana en la jungla, tampoco. Al final son estos frutos amargos de nuestra civilización decadente los que nos traen las pensiones, sistemas de educación, sanidad, bibliotecas públicas... Pero el que gente con bastantes dedos de frente confunda fines y medios nunca podré entenderlo. Esto es: para lograr los beneficios sociales que produce el "estado del bienestar" hemos construido éste y no al revés. Quién duda de que los humanos necesitamos de símbolos: banderas y mapas, himnos quizá. Pero al final estos símbolos no son sino eso: meros iconos desechables de los que se puede prescindir cuando la necesidad o conveniencia nos lo exija: por ellos no merece la pena ni siquiera levantar la voz, y mucho menos, pegar aun medio tiro, me parece a mí.
Si una mayoría de los armuñeses quieren construir su Nación Sagrada del Garbanzo, allá ellos: benditos de Dios. En cualquier caso al final tendrán que elegir, como todo el mundo entre plegarse al consenso de la instituciones de Bruselas o perecer en la miseria. Si vascos, catalanes, gallegos, aragoneses o murcianos, de verdad y por mayoría, desean segregarse, adelante con los faroles: cuentas claras, taquígrafos y a ti te encontré en la calle. ¿Que se pierde un cinco, diez por ciento del PNB? Pues vaya por lo que nos ahorramos en botica y mala sangre. Todas estas cuestiones de independentimos, banderas sí o no, no nos hablan de otra cosa que del juego ese de los primitivos africanos, de resabios de una humanidad en su infancia. Pero, bueno: cualquiera tiene derecho a elegir también la vía de la puerilidad o del desastre. Si una mayoría de catalanes o vascos prefieren el camino de la estupidez más palmaria, allá ellos con su vida y con sus juguetes de naciones, ejércitos y embajadas. El resultado final en lo que cuenta: números de hospitales, universidades o residencias de ancianos no va a ser muy diferente.
Lo mismo se podría decir de los pobres atontados del bando opuesto: los nacionalistas centrípetos, anti-independentistas de variada laya. Hoy en día, para los efectos, el País Vasco o Cataluña, salvo por lo que hace a cuestiones de detalle, disfrutan de un nivel de decisión similar al que corresponde a una nación independiente, bandera más o menos en la ONU, raya de trazo diferente en algún mapa no cambiaría mucho el panorama: ni después ni ahora nadie va a ir desde Madrid a decidir si en las escuelas del Mundaka se enseña esto o lo otro, si el nuevo mercado central de Barcelona hay que construirlo aquí o allí e, incluso, si se levanta una nuevo cuartel del ejército en Manresa o Azkoitia. Para evitar esto último es posible que no haya competencias efectivas, pero contra una verdadera presión popular en una sociedad moderna ni siquiera la gente de armas tiene capacidad, a la larga, de torcerla.
Estandartes, escudos, naciones. Cuando pienso en las clases de geografía económica de mi bachillerato, en cómo nos hablaban de un mundo fatalmente dividido en dos bloques enfrentados, con toda seguridad, por los siglos venideros, recuerdo que contaba Borges que, en el famoso viaje familiar por la Europa de hace unos cien años, su padre se empeñaba en que los retoños observaran ejércitos, policías, iglesias y curas. Estaba convencido de que, cuando sus hijos fuera adultos aquello habría desaparecido de las sociedades desarrolladas, y que sería obligación dar testimonio a las nuevas generaciones de la barbarie perdida. Aquella hermosa profecía del ingenuo optimista Borges padre no se cumplió, y quizá no lo haga nunca. Pero, bueno, ya lo decía el otro: "Nada es nada hasta que nada acaba..."
Cuando me represento en la cabeza la imagen de los dos bandos que, de no haberlo impedido la fuerza pública, fatalmente se hubieran liado a tiernos estacazos en la suave Donostia, no puedo reprimir que se me aparezca otra arracimada: la de dos grupos rivales de primitivos que, en el alba de la historia, allá por el África original, se enfrentan, garrote en ristre, por la posesión del territorio. Es muy fácil caer en la tentación de identificar una imagen con la otra, y por eso no lo voy a hacer. La actitud de estos grupúsculos de niñatos (si no en edad, seguro que sí en sabiduría y gracia) por fortuna no es la general de la humanidad contemporánea. Quizá podamos ir diciendo que algo hemos avanzado desde la época de los neardentales. A lo mejor.
No puedo afirmar aquí que no comprenda las actitudes nacionalistas de unos y otros, porque el mecanismo lo conoce hasta el más tonto: sencillamente nos hablan de formas primarias de enfrentar, superar o, si queremos, negar, la angustia del vivir. Uno se apunta al grupo (cuanto más cerril y violento, mejor), se diluye en él y va olvidando la condición propia de mera piltrafa orgánica que acaba bajo tierra a poco que cambie el viento. Lo que a estas alturas verdaderamente no puedo digerir es que la gente con culturilla, esos que nos hemos pasado la vida dándole vueltas al coco, ejercitando más o menos las meninges, no nos pongamos todos ya de una vez y en bloque a dar murga machacona y a recordar por todos los medios y cada día hasta la exasperación general lo falaz del planteamiento básico de cualquier nacionalismo, de todo amor por el rebaño, la masa, la parroquia o el campanario.
El que la nación-estado sea un mal menor que nos evita la vuelta a la caverna nadie lo puede negar. Que los impuestos, gobiernos, bolsas de valores y mercados continuos sean instrumentos que, con todos los males colaterales que puedan producir, se nos hacen menos amargos que la vuelta a la liana de Tarzán y al esfuerzo de buscar la pitanza cotidiana en la jungla, tampoco. Al final son estos frutos amargos de nuestra civilización decadente los que nos traen las pensiones, sistemas de educación, sanidad, bibliotecas públicas... Pero el que gente con bastantes dedos de frente confunda fines y medios nunca podré entenderlo. Esto es: para lograr los beneficios sociales que produce el "estado del bienestar" hemos construido éste y no al revés. Quién duda de que los humanos necesitamos de símbolos: banderas y mapas, himnos quizá. Pero al final estos símbolos no son sino eso: meros iconos desechables de los que se puede prescindir cuando la necesidad o conveniencia nos lo exija: por ellos no merece la pena ni siquiera levantar la voz, y mucho menos, pegar aun medio tiro, me parece a mí.
Si una mayoría de los armuñeses quieren construir su Nación Sagrada del Garbanzo, allá ellos: benditos de Dios. En cualquier caso al final tendrán que elegir, como todo el mundo entre plegarse al consenso de la instituciones de Bruselas o perecer en la miseria. Si vascos, catalanes, gallegos, aragoneses o murcianos, de verdad y por mayoría, desean segregarse, adelante con los faroles: cuentas claras, taquígrafos y a ti te encontré en la calle. ¿Que se pierde un cinco, diez por ciento del PNB? Pues vaya por lo que nos ahorramos en botica y mala sangre. Todas estas cuestiones de independentimos, banderas sí o no, no nos hablan de otra cosa que del juego ese de los primitivos africanos, de resabios de una humanidad en su infancia. Pero, bueno: cualquiera tiene derecho a elegir también la vía de la puerilidad o del desastre. Si una mayoría de catalanes o vascos prefieren el camino de la estupidez más palmaria, allá ellos con su vida y con sus juguetes de naciones, ejércitos y embajadas. El resultado final en lo que cuenta: números de hospitales, universidades o residencias de ancianos no va a ser muy diferente.
Lo mismo se podría decir de los pobres atontados del bando opuesto: los nacionalistas centrípetos, anti-independentistas de variada laya. Hoy en día, para los efectos, el País Vasco o Cataluña, salvo por lo que hace a cuestiones de detalle, disfrutan de un nivel de decisión similar al que corresponde a una nación independiente, bandera más o menos en la ONU, raya de trazo diferente en algún mapa no cambiaría mucho el panorama: ni después ni ahora nadie va a ir desde Madrid a decidir si en las escuelas del Mundaka se enseña esto o lo otro, si el nuevo mercado central de Barcelona hay que construirlo aquí o allí e, incluso, si se levanta una nuevo cuartel del ejército en Manresa o Azkoitia. Para evitar esto último es posible que no haya competencias efectivas, pero contra una verdadera presión popular en una sociedad moderna ni siquiera la gente de armas tiene capacidad, a la larga, de torcerla.
Estandartes, escudos, naciones. Cuando pienso en las clases de geografía económica de mi bachillerato, en cómo nos hablaban de un mundo fatalmente dividido en dos bloques enfrentados, con toda seguridad, por los siglos venideros, recuerdo que contaba Borges que, en el famoso viaje familiar por la Europa de hace unos cien años, su padre se empeñaba en que los retoños observaran ejércitos, policías, iglesias y curas. Estaba convencido de que, cuando sus hijos fuera adultos aquello habría desaparecido de las sociedades desarrolladas, y que sería obligación dar testimonio a las nuevas generaciones de la barbarie perdida. Aquella hermosa profecía del ingenuo optimista Borges padre no se cumplió, y quizá no lo haga nunca. Pero, bueno, ya lo decía el otro: "Nada es nada hasta que nada acaba..."
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