jueves, 18 de octubre de 2007

Tonto en latín

Hace dos dias recordé de repente este refrán: "Si tonto has de ser al fin, te quiero tonto en romance mejor que tonto en latín"

El martes es para mí un día un poco duro, pero divertido. Me levanto a las cuatro y media de la mañana, me ducho, aún en sueños me tomo el desayuno, me voy a la estación y a las cinco y media subo en uno de los primeros trenes, que aún van medio vacíos. Si esperara una hora más me tocaría hacer de pie todo el trayecto, apretado, estrujado, moribundo casi al llegar a la última estación. Voy leyendo, novelas, cosa de poco contenido. A veces, sobre todo en invierno, cuando la luz es más limpia, miro por la ventana (suelo ser el único pasajero despierto). Me gusta también observar a la gente que va a sus cosas; pero hay que andarse con cuidado: a esas horas de madrugón el personal suele volverse bastante susceptible. Recuerdo una vez que yo, sentado, pasaba la vista por el motón de cabezas de los que se apretaban en el vagón, de pie. Caí en la cuenta de que un hombre de unos sesenta años, calvo, bien vestido, tenía la mirada fija en mí. Comprendí que le había llamado la atención el que alguien sentado en el tren, a esa hora, no fuera durmiendo y que, por vete a saber qué motivo, eso le había ofendido (se le veía en la cara). Fue una experiencia algo desagradable: aunque como digo era un hombre mayor, bajo el traje azul marino se sentían unos músculos tensos, bien ejercitados. Durante unos diez minutos no apartó la mirada. Lo que más me amedrentaba (parecerá una tontería, pero para mí no lo era) fue el enorme parecido de sus rasgos físicos y de su expresión con los del último Mishima; vaya, este hombre podría haber sido su hermano pequeño. Cuando en Yoyogi-Uehara se bajó para -me imagino- tomar el metro, respiré aliviado.

En fin, que si no hay contratiempo mayor, suelo llegar a Shinjuku a eso de las siete menos cuarto, me siento en una cafetería, leo la prensa, me relajo y después "poquito a poco" (como dicen los japoneses que hablan español) tomo la línea de Yamanote hasta Takadanobaba, la estación más cercana a la Universidad de Waseda, donde ese día doy mi clase mañanera. Camino unos veinte minutos. A esas horas normalmente la gente hace la ruta inversa, a tomar el tren. En la sala de profesores de la Universidad doy los ultimos toques a los preparativos de mi clase, tomo el desayuno "autentico" y me voy para el aula.

Los muchachos de Waseda no son malos chicos. Por contra de lo que esperaba su nivel académico no es demasiado diferente al de los de Tōkai. Los siento más distantes, pero también puede deberse al hecho de que en mi universidad estoy casi todos los días de semana, tengo más contacto con los estudiantes. En esta otra paso no más de tres o cuatro horas cada siete días. Los de Waseda -todo hay que decirlo- son más orgullosos. Tienen motivos: ingresar aquí es bastante difícil. No sé: siento un ambiente muy diferente en una y otra escuela. La tradición deportiva de Tōkai pesa (estar rodeado de deportista me anima, y no sé por qué), también la amplitud del campus: en Waseda, como en todo el resto de la ciudad, los edificios están tan empaquetados que asustan.

Bueno, generalmente la clase no tiene sorpresas, pero esta vez, al terminar, me esperaba una. Generalmente me quedo en el aula durante unos diez minutos al final: hay gente a la que le resulta difícil preguntar sus dudas delante de los compañeros. Cuando todos se habían ya marchado un estudiante se acercó hasta mi mesa y me preguntó:
- Profesor, ¿entiende usted el Latín?
- Bueno, pues sí.
-¿Me podría explicar esto, por favor?
Sacó de la cartera la gramática de Tanaka, el clásico manual con el que en los ultimos cuarenta años han estudiado la lengua del Lacio los contados japoneses que con ella se han atrevido. Me señaló una frase exhumada -supongo- de las epístolas de Cicerón: Mihi tot tempus deest litteras scribendi. En cuanto le expliqué, en diez segundos, la única dificultad de la frase -el verbo- me la tradujo él mismo. Solamente llevaba un semestre estudiando el idioma (o sea, unas doce clases). Ante mi asombro por la gran cantidad de material que supuestamente habían estudiado en tan breve tiempo. él, sonriendo, me respondió: "Pero no entendemos nada". Según parece en esta universidad habrá como unos treinta estudiantes de latín (en Shōnan, el campus central de Tōkai, por lo que tengo oído, la media anual es de uno o dos).

Este suceso tan inesperado me alegró el día. El latín para mí, juntamente con el griego, es una de las referencias de mi juventud. A pesar de haberlo estudiado más de ocho años nunca he logrado un conocimiento profundo de él, o por lo menos, todo lo profundo que desearía. Durante gran parte de mi vida me culpé secretamente, dando por sentado que, en el fondo, nunca me había esforzado lo suficiente. Después he comprendido que mi incapacidad se debe sobre todo a las circunstancias. El latín en mi época se enseñaba, sencillamente, haciéndole al alumno traducir, y traducir y traducir, textos originales, y cuanto más clásicos mejor. Para la gente de una generación anterior a la nuestra esta lengua era la de la liturgia, esto es, la escuchaban como poco una vez a la semana, cantaban y oraban en ella. Yo creo que fuera de un aula nunca jamás he oído pronunciar una frase larga en latín. Jamás he mantenido una conversación en ella, nunca -hasta hace unos meses- había escrito un texto. Seguramente habrá una causa neuronal que lo explique, pero como la desconozco hablo sólo desde lo que me ha enseñado la experiencia: sin hacer uso activo de un idioma -conversándo, escribiendo- uno habrá de ser un gran titán para dominar una lengua, y ni aún asi. Hoy me imagino que si, en nuestro bachillerato, en lugar de hacernos traducir a César desde el segundo año, se nos hubiera animado a redactar un texto o a conversar con el profesor, ahora la situación del latín en España sería un poco diferente.

Hace unos meses decidí llevar un diario en este idioma y escribir un blog. Al principio era un trabajo ímprobo. Soy cosciente de que debo de cometer muchas faltas risibles: gracias a los dioses poco a poco voy estando cada vez mas de vuelta de vergüencillas sin sentido. Estos días obras más urgentes y menos deleitosas me impiden continuarlo: me da mucha pena. Pero me hago el propósito de volver a ello en cuanto se me devuelva el uso de mi tiempo.

¿Para qué aprender latín? Bueno, podría dar cuarenta razones bien sesudas que a todos los que lean estas páginas les serían muy convincentes. No lo voy a hacer. Para repasarlas, acúdase a la bibliografía conveniente. Sólo me sirve una: porque -por lo menos para mí- hay en el mundo pocos juguetes más divertidos que su práctica. Entreténgase algún otro buscando explicaciones eruditas, que yo me voy, a declinar un rato... "Como ya soy tonto al fin, más gracioso que el romance se me hace ahora el latín"

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