"Los gobernantes de una república han de ser aristócratas; los de una monarquía, demócratas". No sé dónde habré leído esto, pero no puedo estar más de acuerdo. Descubro estos días en la prensa española que a cierta gente de Cataluña le ha dado por encender hogueras fuera de fecha (san Juan queda lejos todavía) y que a los jueces les entra incontinencia enchiqueratoria de los perpetradores de la fiesta. Lo que más me ha sorprendido, con todo, ha sido un discurso de Su Majestad en el que, sin precedentes, ha salido en defensa de la institución real de la que es cabeza visibilis.
Asusta un poco el que una persona que ha dado tantas muestras de una prudencia no pequeña haya acabado por cometer -o más bien, le hayan hecho cometer- una torpeza tal (lo siento mucho, pero no se me ocurre expresión más adecuada): los individuos que se pasan el día quemando fotos ajenas no merecen la mínima atención. Y lo mismo vale para la gentuza que imagina caricaturas bochornosas. Entrarles al trapo, hacerles el juego con salvas de obviedades, es obra de meninges un poco limitadas. No me refiero a las de nuestro monarca, claro: da la impresión de que la Casa Real anda estos días bastante falta de aquello de lo que hizo gala durante toda la Transición: consejeros con la cabeza bien puesta encima de los hombros.
Es cosa obvia, pero a lo mejor hasta conviene recordarla: un jefe de estado, rey o presidente, no es sino una inversión en marketing que hacen los contribuyentes a la Hacienda Pública. Esa cabeza de la nación representa, fuera de las fronteras la imagen ideal que ese país quiera proyectar. En el caso de una tierra como la nuestra, en el que parte del paisanaje se gana la vida gracias a la clientela turística extranjera no parece razonable andar despreciando ni esa imagen ni a quien la representa. Además, tal cabeza de la nación servirá como icono, como modelo de primer ciudadano, espejo ideal de todo miembro responsable del cuerpo del estado. A mí, si me dejaran elegir, desearía que ese modelo fuera el de un señor (o señora, para el caso, lo mismo) que promocionara con su presencia y actitud las artes y las ciencias, la responsabilidad social hacia los desfavorecidos, la preocupación por el medio ambiente, y ya está. El que maneje con extrema habilidad todo tipo de aparataje, vehículos y cacharros, que sea más o menos campechano, liberal o buen mozo deportista, me trae bastante sin cuidado. Pero reconozco que españoles hay muchos y, por eso, propuestas de lo que debería ser ese primer ciudadano también sobrarán.
Nuestro monarca, sin ser una lumbrera (ni tampoco haber querido aparentarlo) durante sus treinta años largos en activo, ha cumplido con su papel de forma más que pasable. Inexplicablemente en este final de su reinado acaba de cometer dos errores. Uno, como digo arriba, haber otorgado franquicia de rivalidad a una pandilla de descerebrados provistos de mechero. El segundo, y, para el futuro de la institución, más grave: no haberse sabido retirar a tiempo. A muchos nos resulta un poco irónico el que con gran candidez el Príncipe se manifieste sobre "la lógica de los tiempos" que hará reinar a la infanta Leonor aún por encima de los derechos de cualquier posible varoncito venidero y que, sin embargo, calle con respecto a los de sus hermanas. Obviamente, si Su Alteza está tan convencido de que nuestros días no pueden admitir discriminación por motivos de sexo, no se entiende bien el que no actúe en consecuencia, dé un paso atrás y permita que doña Elena (o doña Cristina, en caso de renuncia o hipotética incapacidad) asuma la corona. Este razonamiento tan elemental se habría evitado si don Juan Carlos, como cualquier españolito, hubiera tomado el camino del dulce retiro a los, digamos, sesenta y cinco años. Dos reyes, uno a pie de obra, y otro en la sombra, se habrían convertido en equipo inmejorable durante la época de transición entre reinados.
Está claro que, por muchas pataletas y fogatas que monten unos u otros, la monarquía es una institución consolidada en España, y lo seguirá siendo por lo menos hasta que aparezca en el horizonte la sombra de una crisis que haga plantearse a quien paga la fiesta si el gasto merece la pena. Para ese día el monarca de guardia, presentando una imagen pública de austeridad, ejemplo ciudadano y transparencia, debería tener muy bien hechos los deberes. A pesar de toda la sabiduría que muchos reconocemos en D. Juan Carlos, da la impresión de que, con los años, éste es un pequeño detalle que ha acabado por olvidar.
Asusta un poco el que una persona que ha dado tantas muestras de una prudencia no pequeña haya acabado por cometer -o más bien, le hayan hecho cometer- una torpeza tal (lo siento mucho, pero no se me ocurre expresión más adecuada): los individuos que se pasan el día quemando fotos ajenas no merecen la mínima atención. Y lo mismo vale para la gentuza que imagina caricaturas bochornosas. Entrarles al trapo, hacerles el juego con salvas de obviedades, es obra de meninges un poco limitadas. No me refiero a las de nuestro monarca, claro: da la impresión de que la Casa Real anda estos días bastante falta de aquello de lo que hizo gala durante toda la Transición: consejeros con la cabeza bien puesta encima de los hombros.
Es cosa obvia, pero a lo mejor hasta conviene recordarla: un jefe de estado, rey o presidente, no es sino una inversión en marketing que hacen los contribuyentes a la Hacienda Pública. Esa cabeza de la nación representa, fuera de las fronteras la imagen ideal que ese país quiera proyectar. En el caso de una tierra como la nuestra, en el que parte del paisanaje se gana la vida gracias a la clientela turística extranjera no parece razonable andar despreciando ni esa imagen ni a quien la representa. Además, tal cabeza de la nación servirá como icono, como modelo de primer ciudadano, espejo ideal de todo miembro responsable del cuerpo del estado. A mí, si me dejaran elegir, desearía que ese modelo fuera el de un señor (o señora, para el caso, lo mismo) que promocionara con su presencia y actitud las artes y las ciencias, la responsabilidad social hacia los desfavorecidos, la preocupación por el medio ambiente, y ya está. El que maneje con extrema habilidad todo tipo de aparataje, vehículos y cacharros, que sea más o menos campechano, liberal o buen mozo deportista, me trae bastante sin cuidado. Pero reconozco que españoles hay muchos y, por eso, propuestas de lo que debería ser ese primer ciudadano también sobrarán.
Nuestro monarca, sin ser una lumbrera (ni tampoco haber querido aparentarlo) durante sus treinta años largos en activo, ha cumplido con su papel de forma más que pasable. Inexplicablemente en este final de su reinado acaba de cometer dos errores. Uno, como digo arriba, haber otorgado franquicia de rivalidad a una pandilla de descerebrados provistos de mechero. El segundo, y, para el futuro de la institución, más grave: no haberse sabido retirar a tiempo. A muchos nos resulta un poco irónico el que con gran candidez el Príncipe se manifieste sobre "la lógica de los tiempos" que hará reinar a la infanta Leonor aún por encima de los derechos de cualquier posible varoncito venidero y que, sin embargo, calle con respecto a los de sus hermanas. Obviamente, si Su Alteza está tan convencido de que nuestros días no pueden admitir discriminación por motivos de sexo, no se entiende bien el que no actúe en consecuencia, dé un paso atrás y permita que doña Elena (o doña Cristina, en caso de renuncia o hipotética incapacidad) asuma la corona. Este razonamiento tan elemental se habría evitado si don Juan Carlos, como cualquier españolito, hubiera tomado el camino del dulce retiro a los, digamos, sesenta y cinco años. Dos reyes, uno a pie de obra, y otro en la sombra, se habrían convertido en equipo inmejorable durante la época de transición entre reinados.
Está claro que, por muchas pataletas y fogatas que monten unos u otros, la monarquía es una institución consolidada en España, y lo seguirá siendo por lo menos hasta que aparezca en el horizonte la sombra de una crisis que haga plantearse a quien paga la fiesta si el gasto merece la pena. Para ese día el monarca de guardia, presentando una imagen pública de austeridad, ejemplo ciudadano y transparencia, debería tener muy bien hechos los deberes. A pesar de toda la sabiduría que muchos reconocemos en D. Juan Carlos, da la impresión de que, con los años, éste es un pequeño detalle que ha acabado por olvidar.
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