sábado, 27 de octubre de 2007

Kabuto-mushi


El clima del verano en Tokyo es el más parecido al del infierno en esa temporada: húmedo, calurosísimo, pegajoso, sin apenas viento que mitigue la canícula. El que se lo puede permitir marcha, como los miembros de la familia imperial, a las montañas de Nagano o, aún mejor, al norte del país, a la isla de Hokkaido.

Para mí, además del calor, el verano de Japón aparece marcado por el misterio, y no me refiero al que imprime el festival del Obon (el regreso de los muertos a la tierra), que se celebra por esas fechas, sino sobre todo a dos fenómenos cuya naturaleza va ligada a la de la estación de los calores: el campeonato de béisbol juvenil y la pasión nacional por los kabuto-mushi.

Imaginemos que en España, en el mes de agosto, se organizara el campeonato de fútbol juvenil en el que participaran los representantes de los mejores equipos de los colegios de cada provincia: el instituto Miguel de Cervantes de Alcalá de Henares, el Antonio Machado de Sevilla, el Colegio Marianista de San Sebastián, el de los Padres Claretianos de Zaragoza... Pongamos también que se celebran en el Santiago Bernabéu, que el certamen dura quince días y que los partidos se transmiten íntegramente en directo y que, de propina, a la hora de mayor audiencia de la noche se emiten resúmenes, comentarios, programas especiales. Bueno, por imaginar... La verdad es que en España existen estos campeonatos escolares, pero, que yo sepa, jamás la televisión ha prestado la menor atención a sus resultados y nadie lo echa en falta. Pues en Japón es el furor. Recuerdo un domingo, precisamente el quince de agosto del año 1995 en que estaba leyendo a eso de las tres de la tarde en la biblioteca central de Kanazawa, en Ishikawa, en la costa del Mar del Japón. Levanté la cabeza de mi lectura y de repente me percaté con asombro que ninguno de los asistentes atendían a las suyas: los ojos de todos estaban en los monitores de televisión que habitualmente sin sonido retransmitían las noticias de la CNN o la BBC -quienes querían escuchar el programa tomaban prestados unos auriculares inalámbricos que había sobre una mesa-. Estos televisores, silenciosos como siempre, mostraban aquel día la final del campeonato de béisbol juvenil en el que participaba por primera vez en no sé cuántos decenios un equipo de esta prefectura. Los lectores seguían el partido totalmente hipnotizados, guardando el mismo silencio religioso que cualquier otro día del resto del año en aquella biblioteca.

No he encontrado todavía a ningún japonés que me pueda explicar el fenómeno de la pasión veraniega por el béisbol juvenil de forma racional. Es más no he encontrado a ninguno que no se sorprenda a su vez ante mi sorpresa por un hecho que para ellos constituye una realidad casi frontera al mundo de las verdades de la naturaleza y no de la convención social.

El calor, el béisbol y, finalmente, Los kabuto-mushi, esa especie de escabarajos de monte que en español llamamos "ciervos volantes", unos animales del tamaño aproximado de un huevo de gorrión, cuyos machos exhiben en la parte frontal de la cabeza dos cuernos, uno mucho más grande, que utilizan como defensas del ataque de otros animales y como armas de lucha para competir por la posesión de las hembras.

No me andaré con rodeos: a mí estos bichos siempre me han parecido animales repugnantes. Pues bien, la ciudadanía nativa los tiene como el colmo de lo gracioso e infantil, al mismo nivel que el pato Donald, los vídeos de Heidi o toda la tropa que forma la ganadería de Walt Disney: los vecinos se los regalan a los niños, los sufridos padres les acompañan a cazarlos a los bosques suburbanos, las familias que carecen de tiempo o de energía los compran en los centros comerciales, donde montan unas enormes jaulas en las que los bichos, machos y hembras, vuelan a su antojo. Hay exposiciones de todas sus variedades en los jardines botánicos, parques, museos de ciencias. Existe toda gama de productos para el bienestar de los escarabajos: jaulas, sacos de tierra mullida -se pasan el día enterrados- comidas diversas, especies de enormes peceras transparentes para observarlos...

En fin, hasta el año anterior yo me había librado; pero con un hijo de cuatro años que no hablaba de otra cosa desde el principio de la primavera ya sabía que esta año no iba a tener tanta suerte. Un día fatídico, de vuelta de una expedición por el bosque con el padre de unos amiguitos experto en estas bestias (dudo que ningún varón japonés, infante o adulto, no lo sea) trajo a casa una pareja de ellas. Ni que decir tiene: a los cuatro días ya se había olvidado de los coleópteros y era su padre el encargado que darles alimento, mullirles la tierra y humedecérsela. Con toda mi repugnancia, me perdía el impulso samaritano, esto es, no era capaz de, a sabiendas, dejarles morir de hambre o sed.

La cosa fue a peor: el edificio donde está nuestra casa se encuentra en el centro de un valle, a medio camino entre una cordillera y un montículo arbolado donde hay unas escuelas. Los animales, atraídos por la luz en la noche, cuando están precisamente más activos, vuelan hasta donde nosotros y, agotados, aquí se quedan, en la cuarta planta. Raro es el día, en lo más crudo del verano, en que no me tope en el corredor exterior de nuestra casa con alguno de estos bichitos, medio agonizantes, sedientos, al borde de la muerte. Antes, cuando desconocía sus costumbres, los ignoraba y se acabó. Ahora, sabiendo que si no los recojo y los alimento morirán, no puedo abandonarlos. Así que, venciendo mi repugnancia, los tomo por el cuerno grande (el único punto de su cuerpo que soy capaz de tocar) y los llevo hasta el terrario mientras ellos patalean. Por fortuna casi siempre se trata de machos (las hembras no tienen cuernos). Allí les doy de comer y enseguida, cuando recuperan fuerzas, se entierran hasta llegar la noche. No conviene meter más de un macho y una hembra en un terrario, pero como sólo tenemos dos no nos queda más remedio a veces que rentar a inquilinos multiples. Una noche escuché alboroto en una de las cajas y me acerqué a ver qué pasaba: dos machos practicaban su esgrima. Temiendo que se hicieran daño los separé. Al día siguiente se repitió la gresca. Miré de nuevo y descubrí que, en la caja grande, donde yo creí que sólo convivían una hembra y un macho, dos de éstos luchaban por la fémina. Ella inteligentemente tomaba su papillita desentendiéndose de la contienda. La pelea del día anterior era un juego de niños comparada con la de ése. Comprendí inmediatamente que lo que había presenciado la víspera no era sino un inocente pasatiempo: y lo de hoy, de verdad, una lucha a muerte. Aunque me sentí tentado a presenciar todo el combate (se trataba de algo homérico, impresionante) resistí la curiosidad investigatoria y, como pude, tomé a uno de los machos y lo coloqué en otra jaula. Inmediatamente el restante se abalanzó sobre la hembra, colocó sus dos patas anteriores sobre el caparazón frontal de ella y comenzó a, yo diría, besarla, a hacer visajes con los palpos sobre la quitina de la cabeza de la moza. La chica, mientras tanto, lo fue ignorando. Como un tonto me quedé allí, mirándolos, durante media hora, sin que la situación cambiara: él, dale que te dale al morrito; ella, comiendo su gelatina lentamente, cada vez con más parsimonia. Aburrido me fui a hacer mis cosas, aunque de vez en cuando volvía, cada media hora, a intentar espiar el progreso de lo que yo consideraba que deberían de ser los prolegómenos de la cópula. Después de tres horas de besuqueos finalmente desesperé y me fui a dormir. Hace unos años leí que una tercera parte de la población de este país consideraban la actividad sexual humana como: "demasiado cansada, tediosa y consumidora de tiempo precioso". Debe de ser, seguramente, el mismo porcentaje que no han tenido la suerte de observar la de los kabuto-mushi. Yo les regalaría una pareja.

No volví a ver a la hembra durante una buena temporada. A los machos sí: uno detrás de otro iban saliendo de la tierra por las noches; a veces, hasta practicaban su esgrima, pero ahora sin el fragor de aquel torneo a muerte que presencié una vez. Poco a poco se fueron muriendo. Mi suegro -que es biólogo, como creo que ya he dicho- me informó que su vida media no va más allá de las dos semanas. Bueno, pues el que menos llegó al mes y medio, a decir de los expertos gracias a mis esmeradas atenciones.

Vinieron los finales de setiembre. La hembra seguía con vida y con un apetito extraordinario. La mañana del último día del mes la descubrí plácidamente tumbada sobre la gelatina que tanto le gustaba. Estaba muerta. Su vida había durado como unas seis veces más que lo que decían los libros. No sé por qué me pareció en aquel momento que su postura fúnebre era la de un animal que se había despedido de este mundo feliz de haberlo vivido.

Los terrarios están todavía, vacíos, entre las plantas del balcón. Cuando ahora, otoño avanzado, los miro, siento una tonta nostalgia. El próximo año, al principio del verano, seguramente acompañaré a mi hijo, a su amiguito y al padre experto en los kabuto-mushi a su excursión de caza. A ver si hay suerte y atrapamos alguna buena hembra. Quien sabe: a lo mejor hasta nos nacen crías. Sería tan bonito.

3 comentarios:

  1. En España los ciervos volantes son especies protegidas. Aunque uno quiera tenerlos en casa, la legislación vigente lo impide ¿No pasa lo mismo en Japón?

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  2. No, en Japón, que yo sepa no existe ninguna legislación restrictiva, debe de ser porque abundan naturalmente por todo el país. Es posible que con respecto a la importación de animales del exterior las leyes digan algo (como sucede con las frutas y la carne, por ejemplo), pero la verdad es que lo desconozco.

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  3. callar ke no saveis lo ke molan

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