lunes, 23 de agosto de 2010

La matraca para el que la trabaja


En San Sebastián, durante una semana de agosto, todos los días hay fuegos artificiales: un concurso internacional, que le dicen. Desde que tenía cuatro años hasta los veintitantos los vi todos, y de propina leí muchos de los comentarios eruditos de los periódicos locales con los que se nos culturizaba sobre cuál era el color o la forma de más mérito en el mundo pirotécnico. En fin, que pienso que ya cumplí el cupo que me corresponde y hoy cuando oigo que en alguna parte esa noche levantarán cohetes echo a correr en dirección inversa y con velocidad directamente proporcional a la categoría del evento.

Los japoneses aman los fuegos artificiales. Para ellos el vestirse de yukata, tomarse una birrita y plantarse en la noche de verano para admirar el ruido y las explosiones es el colmo de la delicia.

Cientos de miles de personas, ruido insoportable, humo, otro año más repetición de lo mismo... Lo siento: me busquen en el rincón más insonorizado, tumbado a la bartola, disfrutando de un buen whisky y con los auriculares calzados escuchando heavy metal, una tortura más benévola que ese olor a humanidad sedienta de emoción barata.


2 comentarios:

  1. Sí, de verdad, no es fácil concebir cosa más sosa. Quizá para niños... Por cierto que aquí, en Alar, 700 habitantes, hay unos fuegos que duran lo suyo y no creo que sean para niños porque empiezan a la una de la madrugada. Después el baile hasta las ocho de la mañana... para niños también. Mañana me largo a Madrid hasta que pasen las fiestas.

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  2. Aquí por lo menos los fuegos son a las ocho. Lo del baile hasta la mañana dice mucho de la energía hispánica: yo no podría aguantar ni hasta la una de la madrugada...

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