Mi muy querido amigo Paco de la Vega en su blog Las casas del canal trata un tema muy peliagudo, uno que a todos los que somos padres nos preocupa, tanto que seguramente no haya otro que nos quite más el sueño: la educación de nuestros hijos. Utilizaré términos algo salvajes y así espero que nos entendamos más pronto: ¿Qué es mejor para el futuro del niño, el palo o el caramelo? O, para ser más preciso: ¿cuál es la ración adecuada de cada uno de estos gloriosos instrumentos para que, sabiamente empleados, lleguemos a conseguir que nuestros hijos crezcan sin acabar convirtiéndose en individuos infelices, acomplejados o pusilánimes?
Ya se sabe que las teorías pedagógicas -sobre todo las prácticas pedagógicas- han cambiado mucho. En mi infancia, sin ir más lejos, era todavía común el que el maestro nos calentara el trasero sin ningún miramiento. Hay una imagen de mis seis años, que me hace temblar de rabia cuando me viene a la cabeza: un maestro salvaje que nos preguntaba la tabla de multiplicar cada día. Llamaba a la pizarra a los alumnos uno por uno y, delante de todos, nos azotaba si no recordábamos la cantinela. Había un pobre muchacho, un alma cándida y simple, que era incapaz de meterse en la cabeza la retahila de los números. Un buen día el maestro le llamó y él, teniendo la absoluta certeza de que acabaría con las posaderas doloridas, iba hacia la mesa del salvaje frotándoselas de antemano. La ceremonia de todos los días: "Dime la tabla del siete". El pobre muchacho que se atasca en lo de siete por cinco y el baboso que se prepara para dar el golpe de gracia. En aquel momento mi compañero da un salto instintivo hacia atrás y el salvaje aulla: "Ven aquí".
Bueno, pues lo que siguió fue una imagen tragicómica propia de la España negra: el bestia persiguiendo al muchacho por toda la clase vara en ristre y éste zafándose con gracia de los mandobles de la hiena. Todavía me río por dentro con una risa amarga cuando lo recuerdo, y cuando me acuerdo de los gritos: "Cogédmelo, cogédmelo" Por supuesto que aquella mula pedagógica fue capaz de alcanzar al mi condiscipulo y la paliza que llevó fue de aupa, pero creo que aquel gesto de rebeldía le reportó a la larga una satisfacción que bien valió el dolor de trasero que seguramente le hizo la puñeta durante todo el día.
El que estas cosas quedaron para siempre desterradas y bien desterradas es algo en lo que todos estaremos de acuerdo. Ahora, ¿se debe de ceder a los lloros de los críos, es tan nefasto como indica mi amigo Paco el que a los niños se les lean libros antes de acostar o que se les concedan caprichos gratuitos? Con respecto a lo primero diré que yo tenía una idea muy clara antes de venir por estas tierras: a los ñajos, desde muy pequeños, hay que obligarlos a pasar la noche en su habitación solos, si lloran que lloren y si patalean, pues ellos verán. La costumbre de los japoneses de dormir conyuges y vástagos en un mismo futón me parecía salvaje y promotora de un vínculo insano entre unos y otros. Después de vivir en esta tierra, de conocer las costumbres de gentes de aquí y de allá creo que hay que tomarse todas estas cosas con su pizca de sal. Hablaré por ejemplo de Japón, que es el país que más conozco. Mirando a la gente de esta tierra me da la impresión de que el nivel de atontolinados por metro cúbico vendrá a ser el mismo que en España o América, y eso a pesar de que los niños japoneses reciban en la infancia el tratamiento del que he hecho alusión, el que en muchos casos se deje una luz encendida durante toda la noche o el que las madres sean comparativamente más permisivas con sus churumbeles que las occidentales. En definitiva ahora me parece que cada cultura, por motivos diferentes, tienen un patrón de enseñanza para las nuevas generaciones y que, por lo que a los resultados se refiere, vienen a ser equiparables. Está claro que el abuso sexual, la violencia física, el abandono en cualquier contexto producen resultados nefastos; pero también hay que recordar que los límites de santo y nefando son diferentes de Vitigudino a Vitigudazo. Pondré un ejemplo extremo: los miembros de una tribu africana, de cuyo nombre siento mucho no acordarme, tienen por costumbre fomentar la amistad entre los niños y los adultos no casados: éstos sirven de maestros de aquéllos; los pequeños, a su vez, cumplen con su parte del rito antropológico practicando cotidianas felaciones a esos adultos. Para nosotros esta costumbre es mostruosa; pero a los miembros de esta sociedad africana lo que les parecerá escandaloso es su carencia. Según cuentan los sabios, cuando los misioneros anatemizan la conducta que he descrito los africanos responden: "¿Cómo es posible que haya gente cabal que desconozca el hecho de que si los niños no ingieren suficiente cantidad de semen en sus primeros años de su vida no se desarrollarán correctamente y, además, acabarán siendo dominados por las mujeres o, aún peor, peligrosamente afeminados?"
En fin, que la única receta que yo sería capaz de admitir en cuestiones de educación es la siguiente: cada circunstancia es un mundo, cada niño también y, como dice Paco, y lo repite cada uno de los manuales que cuentan algo interesante sobre el asunto: al final lo primero es ser consciente de que los factores que podemos controlar de verdad son mínimos y, por tanto, lo mejor es relajarse y tomárselo con calma. Si una cosa está demostrada es que el crío acaba convirtiéndose en lo que vive, o sea, que en el fondo los humanos somos monos de imitación. El hijo de padres al borde del ataque de nervios tiene muchas papeletas para acabar andando ese camino. Del que se ríe de su sombra, pues diremos otro tanto de lo mismo. Bueno, sí; terciaría mi madre añadiendo: "De padres periquitos nacen hijos avechuchos". Y me da la impresión de que, a poco que la contradiga, usará de un argumento contundente; el que su propia familia cuente con un buen ejemplo: quien acaba de escribir estas líneas.
Ya se sabe que las teorías pedagógicas -sobre todo las prácticas pedagógicas- han cambiado mucho. En mi infancia, sin ir más lejos, era todavía común el que el maestro nos calentara el trasero sin ningún miramiento. Hay una imagen de mis seis años, que me hace temblar de rabia cuando me viene a la cabeza: un maestro salvaje que nos preguntaba la tabla de multiplicar cada día. Llamaba a la pizarra a los alumnos uno por uno y, delante de todos, nos azotaba si no recordábamos la cantinela. Había un pobre muchacho, un alma cándida y simple, que era incapaz de meterse en la cabeza la retahila de los números. Un buen día el maestro le llamó y él, teniendo la absoluta certeza de que acabaría con las posaderas doloridas, iba hacia la mesa del salvaje frotándoselas de antemano. La ceremonia de todos los días: "Dime la tabla del siete". El pobre muchacho que se atasca en lo de siete por cinco y el baboso que se prepara para dar el golpe de gracia. En aquel momento mi compañero da un salto instintivo hacia atrás y el salvaje aulla: "Ven aquí".
Bueno, pues lo que siguió fue una imagen tragicómica propia de la España negra: el bestia persiguiendo al muchacho por toda la clase vara en ristre y éste zafándose con gracia de los mandobles de la hiena. Todavía me río por dentro con una risa amarga cuando lo recuerdo, y cuando me acuerdo de los gritos: "Cogédmelo, cogédmelo" Por supuesto que aquella mula pedagógica fue capaz de alcanzar al mi condiscipulo y la paliza que llevó fue de aupa, pero creo que aquel gesto de rebeldía le reportó a la larga una satisfacción que bien valió el dolor de trasero que seguramente le hizo la puñeta durante todo el día.
El que estas cosas quedaron para siempre desterradas y bien desterradas es algo en lo que todos estaremos de acuerdo. Ahora, ¿se debe de ceder a los lloros de los críos, es tan nefasto como indica mi amigo Paco el que a los niños se les lean libros antes de acostar o que se les concedan caprichos gratuitos? Con respecto a lo primero diré que yo tenía una idea muy clara antes de venir por estas tierras: a los ñajos, desde muy pequeños, hay que obligarlos a pasar la noche en su habitación solos, si lloran que lloren y si patalean, pues ellos verán. La costumbre de los japoneses de dormir conyuges y vástagos en un mismo futón me parecía salvaje y promotora de un vínculo insano entre unos y otros. Después de vivir en esta tierra, de conocer las costumbres de gentes de aquí y de allá creo que hay que tomarse todas estas cosas con su pizca de sal. Hablaré por ejemplo de Japón, que es el país que más conozco. Mirando a la gente de esta tierra me da la impresión de que el nivel de atontolinados por metro cúbico vendrá a ser el mismo que en España o América, y eso a pesar de que los niños japoneses reciban en la infancia el tratamiento del que he hecho alusión, el que en muchos casos se deje una luz encendida durante toda la noche o el que las madres sean comparativamente más permisivas con sus churumbeles que las occidentales. En definitiva ahora me parece que cada cultura, por motivos diferentes, tienen un patrón de enseñanza para las nuevas generaciones y que, por lo que a los resultados se refiere, vienen a ser equiparables. Está claro que el abuso sexual, la violencia física, el abandono en cualquier contexto producen resultados nefastos; pero también hay que recordar que los límites de santo y nefando son diferentes de Vitigudino a Vitigudazo. Pondré un ejemplo extremo: los miembros de una tribu africana, de cuyo nombre siento mucho no acordarme, tienen por costumbre fomentar la amistad entre los niños y los adultos no casados: éstos sirven de maestros de aquéllos; los pequeños, a su vez, cumplen con su parte del rito antropológico practicando cotidianas felaciones a esos adultos. Para nosotros esta costumbre es mostruosa; pero a los miembros de esta sociedad africana lo que les parecerá escandaloso es su carencia. Según cuentan los sabios, cuando los misioneros anatemizan la conducta que he descrito los africanos responden: "¿Cómo es posible que haya gente cabal que desconozca el hecho de que si los niños no ingieren suficiente cantidad de semen en sus primeros años de su vida no se desarrollarán correctamente y, además, acabarán siendo dominados por las mujeres o, aún peor, peligrosamente afeminados?"
En fin, que la única receta que yo sería capaz de admitir en cuestiones de educación es la siguiente: cada circunstancia es un mundo, cada niño también y, como dice Paco, y lo repite cada uno de los manuales que cuentan algo interesante sobre el asunto: al final lo primero es ser consciente de que los factores que podemos controlar de verdad son mínimos y, por tanto, lo mejor es relajarse y tomárselo con calma. Si una cosa está demostrada es que el crío acaba convirtiéndose en lo que vive, o sea, que en el fondo los humanos somos monos de imitación. El hijo de padres al borde del ataque de nervios tiene muchas papeletas para acabar andando ese camino. Del que se ríe de su sombra, pues diremos otro tanto de lo mismo. Bueno, sí; terciaría mi madre añadiendo: "De padres periquitos nacen hijos avechuchos". Y me da la impresión de que, a poco que la contradiga, usará de un argumento contundente; el que su propia familia cuente con un buen ejemplo: quien acaba de escribir estas líneas.
Hablando de palos: recomiendo sin ningún pudor la autobiografía de Roalh Dahl (la primera parte, Boy). Ahí describe las épicas azotainas que les propinaba con gran arte un director de colegio, un individuo que años más tarde acabaría siendo nada menos que arzobispo de Canterbury. Pasma la descripción de la técnica y la "erudición zurrándica" del santo varón.
ResponderEliminarElpicio Matas
Qué pasa. Pues a mí me dieron bien en la escuela y gracias a eso me hice un hombre. Al fulano que escribe estas chorrada creo que le zumbaron con muy poca gracia, porque nos ha salido un poco pringao. Venga ya.
ResponderEliminarRicardo Pasiego
Pegar a los niños no sólo me parece una grosería y algo insoportable, sino fundamentalmente cosa de muy mal gusto. Lo de esos africanos es mejor no calificarlo.
ResponderEliminarKasiopea