sábado, 17 de noviembre de 2007

El Japón heroico y galante

Algunos de mis lectores me han escrito para enviarme piropos pero que muy subidos. Como no puedo ir en absoluto de modesto -porque no lo soy- y como además confío en el criterio de ellos mucho más que en el mío propio, no les contradeciré en absoluto; me limitaré a darles las gracias y a enviarles con esta frase el afecto que desde hace muchos años ellos ya saben que les tengo. Uno me dice que las entradas que más le agradan son las que tratan de tema japonés, o sea, esas en las que yo cuento la vida diaria de mi tierra. Digo “mi tierra”, y lo digo muy a propósito, porque aunque me tenga –eso sí, sin estridencia ninguna- por español (“la patria es la lengua” sostenía alguien que sabía bastante de esto), a Japón le debo mucho de lo que soy, en este país está mi casa, y en él ha nacido más o menos la mitad de las personas que verdaderamente cuentan en mi vida. El desprecio enorme que siento por cualquier nacionalismo se me hace perfectamente compatible con el amor a un pueblo, a un país o a un idioma, sea o no el que uno mamara desde la cuna. En fin, que por circustancias de la vida, de las que no reniego en absoluto, al igual que manifiesta Donald Keene en el título de su libro, voy Viviendo entre dos patrias.

Un conmilitón mío de repente se echó una novia (la primera que se le conocía) y como resultado todos acabamos evitándole; es que terminó por ser incapaz de hilar más conversación que esa que trataba de las maravillas de su amada. Un poco de lo mismo nos pasa a los que andamos por el mundo usando de alguna pasión como combustible vital. Yo creo ser víctima de unas cuantas, entre las que reparto mis energías (y, seguramente, una ligera e innata tendencia al pelmacismo, que dirán algunos): la primera de ellas es el Japón y su cantarina lengua. Lo cierto es que muchas veces temo dejarme llevar en exceso por ese entusiasmo e imponer a mis contertulios o lectores un tema que no les importe demasiado o que sea obvio o manido para la mayor parte de ellos.

Pero mi dificultad principal al exponer temas del Oriente es la que sigue: tras morar casi una década y media por aquí he perdido mi sensibilidad de españolito de la calle. Ahora lo que vivo casi todo me parece intrascendente; de mi sentido común se ha borrado la frontera entre lo trivial y lo digno de interés que poseía durante mis primeros días en estas islas. Ya casi nada me asombra: lo que de verdad se me hace exótico es lo de España. Por ejemplo, si voy leyendo El Quijote en el tren, esa lectura se me convierte en una acción extrañante y evocadora, pero no por el marco japonés, ni mucho menos, sino por el ingrediente que aporta el hidalgo de La Mancha. Cuando paseo por mi barrio me cuesta un esfuerzo grande el sentirme ajeno: esto es mi vida y ya no hay más. La gente, al ver mi cara de extranjero puede considerarme como tal; yo por dentro, haciendo uso de mi libertad, experimento una sensación de pertenencia a ese ámbito de la que no me puedo apartar si no es con un ejercicio consciente de mi voluntad. En mi Salamanca natal me pasará lo contrario, supongo: para la gente que me vea sin conocerme seré un charrito como hay tantos: pero para mí ese paisaje, durante gran parte de mi vida tan familiar, goza ahora del matiz de lo inexplorado, de lo nuevo, de aquello que vemos por primera vez. Puede que alguien piense que exagero para hacerme el interesante, después de todo la Plaza Mayor sigue ahí, la Catedral, tantas cosas. Bien es cierto: pero yo soy ya otro. Mi ancestro que se iba viviendo engastado en ese mundo ya no existe: yo soy su heredero, pero en otro tiempo, en una dimensión diferente, cargado de otros lastres, con ilusiones y con una visión de mí mismo que andan por las australias de ese entonces.

Si pretendo escribir sobre Japón como lo que para mí no es, como una tierra exótica, envuelta en nieblas de misterio, de literatura romántica, me voy a morir de asco. Allá donde uno vaya, imagino, la gente se quiere, se odia, ambiciona, desea mejor suerte; en unos casos teme al futuro y en otros lo espera con ilusión: es el lote que le ha tocado a la humanidad, y ya está. Claro, hombre: no hay tierras iguales, a ésta la azotan los tifones dos veces al año, la superficie tiembla cada tanto, el suelo cultivable es mínimo: todo esto ha obligado a los japoneses a adoptar una visión del mundo con matices diferentes a la de la gente del territorio en el que nací, en donde el espacio sobra y la naturaleza es, por regla general, mucho más benigna.

Vaya, que yo lo veo así: seguiré escribiendo de mi vida japónica porque ser fiel a sus pasiones es una de las cosas más nobles que uno puede hacer. Pero, como yo en el caso de mi España, si no os parece mal, el exotismo lo ponéis vosotros: a mí no me sale.

Y que os quiero, salaos.


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