sábado, 24 de noviembre de 2007

A la cerveza le invito yo




Por causas que no me apetece contar, estos días hace exactamente una década tuve que entretener brevemente, con un buen amigo japonólogo, a cierto político español, a su esposa y a un asistente del primero. El mismo día de la llegada de los tres, a la hora de la comida, les esperábamos en el lobby de su hotel, uno de los más afamados entre la extranjería pasajera por esta tierra. El prohombre nos saludó con esa seguridad campechana que exhiben muchos de nuestros padres de la patria y tras los protocolos de rigor nos soltó casi sin tomar aliento: “Venga, vamos a comer, que ya es hora. Invito yo, ¿eh?” “Bueno, -contesté- la verdad es que no conozco muchos restaurantes por aquí.” El político, con tono de hombre viajado -era la segunda vez que venía al Japón- arqueó las cejas, movió la cabeza un poquito hacia un lado, esbozó una sonrisa de conmiseración y con un aplomo de película ensayado seguramente frente a un espejo dijo: “Hombre, Japón, Japón, ya se sabe: ternera de Kobe. Sí, sí, venga, carne de Kobe, no se hable más.” “Vaya -dijo mi amigo-. Habría que mirar si hay algún restaurante que la sirva por aquí. Además, eso es cosa bastante cara...” “Nada, nada, un día es un día. Por el dinero, no preocuparse: ya he dicho que invito yo." Ese “yo” era más bien colectivo: quien iba a pagar sería la institución a la que él representaba, y, en último término, el contribuyente hispano. "Casualmente -continuó- yo conozco un restaurante en la última planta de este hotel donde la sirven buenísima.”

El experto exhibió su mejor sonrisa: no todos los días podía hacer gala de su sabiduría extrema en cosas del Oriente, y más aún delante de fulanos a los que se les suponía un conocimiento suficiente del negocio. Es que, claro, el que sabe, sabe...

Mientras subíamos en el ascensor, aunque yo tomaba parte en la conversación intrascendente que se iba desarrollando, la verdad es que lo hacía con el piloto automático: iba calculando mentalmente cuánto nos podría costar una comida de ese tipo en una de las zonas donde los restaurantes presentan las minutas más caras del planeta. Para qué lo voy a negar: siempre me ha parecido ridículo y hasta vergonzoso el gastarse esos dinerales en banquetes en los que uno paga más por mantel, sonrisas y ceremonia que por lo que vale la pitanza en sí. Comidas como ésta no las podré disfrutar, ni tengo ninguna pretensión de llegar a hacerlo nunca. En este caso el hecho de que el dinero tirado a la basura -por lo menos en mi caso- fuera a venir de los impuestos que pagaba la gente de mi país (o del que fuera, que es lo mismo) me ponía en un estado que no sabía definir: entre la risa falsa y el escándalo de quien durante gran parte de su vida -como yo- aunque afortunadamente no ha pasado penurias extremas ha tenido que contentarse con lo justo.

Entramos en el restaurante y la cosa fue como esperaba: lujo niponero, esos ventanales exagerados de los últimos pisos de los rascacielos por los que entraba la luz alegre del invierno, zalemas inacabables. Nos sentaron no en una mesa, sino en un pequeño mostrador circular en cuyo centro tomó posiciones un cocinero de media edad, bien afeitado, piel cuidada, muy en su papel de artista de alta cocina japónica. Delante de él había una plancha de cocina, impoluta, brillante como un espejo.

A todo el que ya lo sepa le pido disculpas por explicar lo obvio. La carne de Kobe no es cara a causa de un capricho de sus productores. El proceso de engorde es realmente laborioso: se somete al ganado a masajes continuos, se les hace escuchar música (he oído que las óperas de Mozart y los Preludios de Chopin son sus favoritos) y reciben una dieta muy cuidada, en la que se incluye la cerveza. Se me perdonará mi inexcusable e irreplimible sinceridad plebeya si afirmo que el único día que me fue dado el probarla -éste que ahora relato- no pude descubrir la diferencia entre la exquisita y deliciosa ternera de Kobe y la común vaca vulgaris.

Una camarera toda reverencias nos trajo un menú pequeñito, encuadernado en piel. Nos entregó un ejemplar a cada uno; el primero, claro, al gran hombre. Éste se sentaba imediatamente a mi derecha. Abrió con decisión la libretilla y, en aquel momento, sentí el respingo. No quiero ni mentir ni exagerar: la reacción fue levísima, el temblar de su voz casi duró sólo una fracción de segundo: enseguida recuperó la compostura. “Bueno, bueno, la verdad es que yo no tengo mucha hambre -maravillas de la letra impresa: seis caracteres y un espacio (10000 ¥) se la habían quitado instantáneamente-. Con cien gramitos voy servido.” Miré entonces yo mi menú: cien gramos de ternera de Kobe, el plato más barato del restaurante, costaban precisamente diez mil yenes, al cambio actual unos sesenta euros: hace diez años la divisa japonesa estaba por los cielos; entonces habría que haber añadido un treinta por ciento. Mi amigo japonólogo, todavía no ilustrado en precios y con su menú cerrado, apostilló: “Pero eso es muy poco: te vas a quedar con hambre.” En aquel momento el político demostró por qué era lo que era: “No, no, si es que, ya sabes, en el avión, en business, la comida... Me he tomado un desayuno de ésos y todavía no me ha dado tiempo ni a digerir el café.” (ni, con seguridad, le daría en toda la jornada después del corte de digestión que le iba a suponer la llegada de la cuenta). La señora, el asistente, mi amigo -después de caer en el ajo- y yo accedimos al mismo pedido, tomamos nuestros cien gramitos y salimos del restaurante. Los dos residentes en el país, tras agradecer al padre de la patria su buen uso de los presupuestos del estado, nos marchamos e inmediatamente nos dirigimos dos estaciones de metro más allá a un restaurante de ramen -fideos chinos- a saciar nuestro apetito. Por el camino, imitando con mi mejor registro de bajo la voz de Jean Paul Belmondo, acerté a mascullar: “No te preocupes, un día es un día: la cuenta -unos seiscientos yenes- la pago yo. Y si quieres tomar una cerveza, sin problemas.”

La historia de arriba me ha venido de repente a la memoria por ciertos artículos de la prensa hispana en los que se cuenta que la Guía Michelin ha repartido como el doble de estrellas más por la capital de Japón que en la de Francia. Si alguien recuerda lo que yo escribía hace poco acerca del Instituto Cervantes y de la especial relación que conservan los franceses con este país creo que tendrá una pista del porqué de esta amabilidad extrema de los sabios galos de la cocina. No sé si a uno de los restaurantes de campanillas a los que he ido alguna vez -siempre en categoría de invitado y por causas como la de arriba- le habrá tocado la chinita. De lo que sí estoy cierto es de que a los que yo frecuento, y en los que me gasto como mucho dos mil yenes por sesión, no los habrán visitado ni pensado visitar. Y es una pena porque ni al mismo precio, cambiaría por la comida del sobredicho restaurante de la carnecilla de Kobe al gran establecimiento regentado por Tomoko-san, Hidamari de Hadano, o a esos genios del “natural pork” que son, en Fujisawa, los cocineros de Gombachi o de Hekkorodani.

Tomoko-san, la gran dama que regenta Hidamari, yo la veo como una institución dentro de la ciudad donde vivo, Hadano. Su restaurante es el centro de actividad de mucha de la gente que hace algo que merezca la pena por aquí. El local es realmente pequeño: no cabrán más de dos docenas de personas, y aún así con dificultad. Los conciertos, el ambiente, el calor humano de las tres señoras que lo atienden, es para mí lo que le hace entrañable. Obviamente la calidad de la comida, y sobre todo del café, también ayudan. Pero yo creo que, aunque el menú no fuera tan extraordinario, incluso entonces me tendrían asegurado como cliente.

De los dos restaurantes de Fujisawa de los que hablo arriba se podría decir tres cuartos de lo mismo. Aunque aquí la comida sea lo fundamental -la carne de cerdo, como digo- el ambiente también ayuda. Cada tanto celebran lo que llaman “la noche de las velas”, en la que, a su luz tenue, clientes y camareros participan en conciertos improvisados e inolvidables.

Tiempo atrás, durante una de esas cenas a las que me veo obligado a asistir de vez en cuando, en cierto tugurio fino de Roppongi, una de las zonas de mogollón nocturno más afamadas de la capital, un camarero me informó: “Precisamente donde usted está ahora es el lugar en el que se sentó hace unos días el Presidente Bush.” Pegué un respingo, pero, habiendo aprendido ya mucho de gentes como el político de antes, contaré orgulloso que lo disimulé muy bien. En efecto, en su visita a Tokyo, el populachero primer ministro Koizumi había querido mostrar a su amigo americano -y a los trescientos que le acompañaban- un trocito del jaleo capitalino y le había llevado a la tasca en la que yo me encontraba. En fin, cuando algún día lea esto -o, en su defecto, cuando lo hagan los de la Michelín- si le apetece, que no se corte y me pegue una llamada; que lo haga, por ejemplo, dentro de un año, cuando deje definitivamente el mando (y yo esté de vacaciones de primavera). Aquí me tiene muy dispuesto a darle un paseo por los mejores restaurantes de la comarca. Seguramente se lo pasará pipa y aprenderá cosas importantes, para el día en que él mismo de su bolsillo tenga que pagar la cuenta, digo. En el periplo prometo invitarle; bueno, por lo menos a una cerveza. Qué puñetas, un día es un día: a toda la que quiera.

5 comentarios:

  1. Pues si tanto te fastidia ir a restaurantes caros, cuando te inviten, me llamas a mi.

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  2. Chun lin pun chin pun. Chan kan kan gan chan

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  3. Que flipe lo del presidente americano. Aunque a lo mejor es una bola.

    Josemari

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  4. Al primer anónimo: si me apuntas tu e-mail, sin problemas: puedes ir en mi lugar a todas las fiestas, congresos y saraos que me inviten.

    Al segundo: es una historia verídica. De todas maneras no creas que el sitio era muy allá.

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  5. ¿Que morro el del politico, no?

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