miércoles, 14 de noviembre de 2007

Shichi-go-san

Cierta persona a la que me presentaron hace años durante unas vacaciones en España, al saber que yo vivía por estas tierras, me preguntó asombrado: "Pero, por ejemplo, un martes, ¿qué haces tú en Japón?" Pues ayer fue precisamente martes (y trece, ahora que lo pienso). Como tuve un día completísimo iba a contar mis peripecias desde las cuatro y media de la mañana, cuando me levanté, hasta las once de la noche, en que llegué a casa. Pero me sucedió lo del domingo anterior: un inesperado acontecimiento de hoy, miércoles, ha puesto mi cotidianeidad marteña en segundo plano y, por eso, dejaré ese relato para más adelante.

Estaba tan feliz soñando en mi futón a las seis de la madrugada cuando intuyo una dulce voz femenina que baja del paraíso:

- Anata. Kyō wa, ne, jūichigatsu no saigō no daian dakara, kodomo no Shichi-go-san no koto wo shita hōga ii ja nai kashira?

"Como sueño no está mal, pienso." ¿Será un aviso de algún kami de que vaya preparando el año que viene? Continúo soñando como el que no quiere la cosa. Pero la voz no se da por vencida.

- Nē, nē... Dō omou? Oye, que esto no va a ser un sueño... Abro los ojos y lo primero que veo es la silueta de mi legítima recortándose contra las nubes rosadas de la amanecida. ¿Qué? El Sichi-go-san... Claro, el niño tiene cuatro años, pero, con la forma tradicional de contarlos, salen cinco; vaya que, ahora es precisamente cuando le corresponde la ceremonia de marras. Abro los ojos y me pongo en movimiento. Yo que pensaba que hoy iba a tener un día tranquilo y consagrado por entero a las musas que velan por la ciencia...

Bueno, a estas alturas hay que explicar bastantes cosas, y, voy a ellas. Primero, ¿qué quiere decir esa parrafada japonesa que a propósito he dejado sin traducir para que quien lea este blog disfrute de la eufonía de la lengua del país, con la que yo flipo a diario? Las palabras de mi señora, en nuestro austero romance, quedan más o menos así: Oye, oye. Hoy es el último daian del mes de noviembre. Sería mejor que hiciéramos el Shichi-go-san del niño. ¿Qué te parece? Pues me parece muy bien. Esto del Shichi-go-san (literalmente "Siete-cinco-tres") es una costumbre que consiste en llevar al templo shinto, para una ceremonia de bendición, a las niñas de tres y siete años y a los niños de cinco. Estas ceremonias es mejor aviarlas en un daian, un "dies fastus", que dirían nuestros antepasados latinos. Hasta finales del siglo diecinueve los japoneses, por influencia china, contaban la edad de la gente de esta manera: cuando un niño nacía se consideraba que venía ya con un año (el corto que había estado guardadito en el útero). Cada uno de enero toda la población, en masa, añadía otro más a su edad. Así, en teoría, un bebé que llegara al mundo el treinta y uno de diciembre, al día siguiente tenía ya con los dos añitos. Bueno, pues ahora hay ciertos padres que celebran estas fiestas contando a la occidental y los que quedan -como nosotros hoy- lo hacen a la oriental, o sea, cuando el niño tiene sólo cuatro.

A toda mecha he salido del futón, me he vestido lo mejor que puedo (que no es demasiado), después de desayunar nos hemos metido en el coche y mi esposa -yo no sé conducir- nos ha llevado hasta Hibita Jinja, un hermoso templo en Isehara, a un cuarto de hora de nuestra casa.

Hemos llegado a las nueve de la mañana. El día era espléndido: ni una nube en el cielo; el jinja está en un bosquecito frondoso y las hojas de los árboles se recortaban contra el azul perfecto. El monte Fuji se veía como en los días más claros del invierno. La temperatura era de primavera. Cuando hemos entrado en el patio principal no se oían sino los rumores de la naturaleza. Una miko-san vestida de blanco nos ha recibido. La mamá ha rellenado el impreso de rigor y, como es ya tradición familiar, ha explicado el motivo por el que ella y su hijo tienen el mismo apellido, mientras que el padre va a su aire. Cuando nació, por comodidad para él, lo registré en el Ayuntamiento con el de su progenitora, y en la Embajada, según el sistema hispánico: mi apellido de primero, y el de ella, de segundo. Sé que hay una minoría de habitantes de este país que considera este detalle intrascendente -el que padres e hijos lleven diferentes nombres familiares- como raro y hasta vergonzoso. Mi opinión al respecto es tajante: se trata enteramente de un problema de tal minoría; no mío, o de mi pequeño.

Terminada esta mínima burocracia ha venido el sacerdote, nos ha saludado, ha subido las escaleras del templo y, después de un minuto, ha vuelto para invitarnos a entrar. Se había colocado sobre su túnica blanca otra verde y en la cabeza, un sombrero negro. Su apariencia era exactamente la de esos cortesanos del período de Heian que vemos en los libros y las pantallas de aquella época. Nos hemos sentado en unos taburetes plegables de lienzo blanco enfrente del altar. Lo más llamativo en él era el espejo redondo y un relieve en madera que representaba un dragón. Me ha dado mucha pena no tener con nosotros a nuestro experto familiar en religión japonesa, mi colega y buen amigo Alfonso para que contestara con más fundamento que yo a las preguntas del peque. Por lo menos a mí lo que más impresión me ha dejado ha sido el olor natural y fresco, casi balsámico, del interior del edificio de madera, y el silencio y la luz limpia de la mañana que rasgaba la penumbra de la escena.

La ceremonia habrá durado un cuarto de hora. El sacerdote ha recitado algún Norito (los rituales antiguos), nos ha mandado varias veces hacer reverencias, en alguna de ellas ha agitado sobre nuestras cabezas un penacho blanco formado por papeles de este color y, en otra, unos cascabeles cuyo sonsonete me ha parecido especialmente melodioso. Al final el niño ha ofrecido al dios del templo una rama decorada también con un papel blanco, y, cuando salíamos, se nos ha obsequiado con tres copitas de sake, eso sí, después de advertirnos que quien tuviera que conducir podía hacer meramente el ademán y no beber. Y que, obviamente, lo mismo iba por el niño. El sake era dulce y, aunque no de primera, sí de una calidad bastante pasable. Nuestro caballerito, dentro de su nivel de golfillo de cuatro años, se ha comportado bastante bien. A partir del momento en que antes de entrar al edificio del santuario hemos hecho sonar los cascabeles y dado las palmadas de rigor (se nos había olvidado imperdonablemente lavarnos las manos) el niño ha estado imbuido por su papel de protagonista y eso ha ayudado mucho en la buena marcha del evento.

Me imagino que mis amigos que España, que saben que no somos fieles de ninguna religión, a estas alturas estarán un poco asombrados al enterarse de que hoy hemos participado en una ceremonia de una de ellas -y que hemos pagado cinco mil yenes para hacerlo, añado ahora. Diré que el Shinto, aunque reciba el nombre de religión, es, desde mi punto de vista, más bien un conjunto de costumbres y ceremonias en lo que importa más el color, la pompa y circustancia que el contenido. En cualquier caso, mucha gente estará de acuerdo conmigo que no es muy difícil el participar en los ritos de una iglesia que carece de normas restrictivas (salvo las universales, como el respeto a la vida), que no impone, que no tiene pretensiones de poder terrenal y cuyos templos suelen encontrarse en parajes hermosísimos. Bueno, para mí el mayor atractivo del Shinto es, sin duda, su simplicidad. En fin, que más que en un rito religioso hoy hemos participado en un acto folclórico lleno de sabores y aromas. No lo oculto: de lo que más me siento satisfecho es de que recuerdo de esta mañana, pasada junto a su madre y a su padre, acompañe a nuestro hijo durante toda su existencia.

Eran las diez menos cuarto y en una clínica del vecino Tsurumaki Onsen teníamos cita con el Dr. Andō, el fisioterapeuta que nos atiende una vez cada dos semanas: hoy no sólo nos hemos ocupado del espíritu, sino también del cuerpo.

Pitando nos hemos marchado después al "Estudio de Alice", un negocio de fotografía que regentan un grupo de jovencitas muy risueñas. Es costumbre después de la ceremonia inmortalizar a los niños, y con ésta también hemos cumplido. Las fotógrafas, además de unas santas, eran unas profesionales de quitarse el sombrero. Yo les he preguntado que cada día a cuántos infantes retratan: a veinte o treinta, me han respondido. Si no tienen un sicólogo en plantilla para auxiliarlas -por causa del estrés, digo- no entiendo cómo sobreviven. Nos han vestido al niño de hakama, una ropa tradicional a la que un español llamaría kimono, y ha quedado guapísimo. A mí me ha producido cierta grima una pose en la que, con fondo de armadura del dieciséis aparecía, con una cinta blanca en la frente, sosteniendo una katana: el tufillo bélico era obvio y ambos, Naoko y yo, hemos torcido el morro. Me ha pasado por la cabeza lo incomprensible que resulta el que estas apariencias todavía gocen del favor de los padres tras de lo que ha llovido -hablo de la historia, claro- en este país. Tomé entonces la decisión de descartar la foto, pero cuando he visto como ha quedado he sido incapaz. Es más, me he reído con muchas ganas: la expresión de nuestro pequeñajo era tan irónica que desarmaba con ellla la connotación militarista de la imagen; su cara de fastidio divertido parece estar diciéndonos: "Qué ridículo, ¿no?"

La sesión fotográfica ha sido agotadora. Los señores Yaguchi, los padres de un compañero de nuestros chiquitajo que también ha participado en el posado, han propuesto que nos marcháramos a celebrarlo a "Macarroni Market", un italiano de Odawara y para allí que nos hemos ido. Milanesa y Arrabiata con vistas al Pacífico. ¿Qué más se puede pedir?

En este día tan largo en el que he vuelto a cumplir como padre los ocho millones de dioses del Shinto nos habrán bendecido desde su Ten, su cielo particular. Opinaban algunos de los antiguos que las divinidades sí existían, pero que no se preocupaban en absoluto de los tristes sucesos de los mortales. En los lugares donde habitan los espíritus de la religión japonesa, en la impasibilidad de la roca, la majestad de los ríos o el silencio de los bosques, sentimos su "presencia": si de verdad les somos indiferentes, si de verdad nunca nos han querido otorgar sus bendiciones, oye, que lo disimulan muy bien...

1 comentario:

  1. Enhorabuena a Vichan de mi parte, ya tiene la bendición de los kami o sus representantes en la tierra como dicen. Los niños hispanos tardamos un poco más en recibir la bendición de Dios y el papado, su secretario terrenal. Por aquí tenemos la parafernalia un pelín más complicada y mucho más aparatosa de la comunión, donde niños y familias compiten en la sociedad de mercado global. En mis tiempos me pareció que se trataba de quién era más santo, pero ahora entiendo que se trata de quién es más rico.
    Con la narración del shichigosan de Vichan al menos os he acompañado virtualmente. De shinto ya hablamos otro día, pues es muy sencillo, hay poco que decir, pero se hace muy complicado hablar de él.
    Felicidades a todos los niños de la niponia que cumplan 4 0 5 años, qué más da, y tengan el nombre de su madre o de su padre, qué más da.

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