Publico aquí por primera vez en español un artículo que apareció hace ya casi una década en japonés dentro de Salmantino, la revista de la asociación Universidad de Salamanca en Japón, de la que, como todos sabéis, soy sheriff (o jefe indio, todavía no está decidido). Pido disculpas por su tamaño: a pesar de lo anticuado que ya queda no he querido mutilarlo...En el artículo del número anterior hablábamos de la Salamanca de Carmen Martín Gaite, una autora que nació en nuestra ciudad, pero que en su primera juventud la abandonó para continuar su carrera en otras tierras. En el de hoy trataremos de un novelista que, nacido lejos, eligió Salamanca para trabajar y vivir los últimos veinticinco años de su vida: Gonzalo Torrente Ballester
Gonzalo Torrente Ballester, tras una larga vida de profesor, periodista, crítico dramático, autor de teatro y, sobre todo, novelista, llegó a la ciudad del Tormes a principios de los años setenta. Torrente en aquellos días regresaba de una larga permanencia en Estados Unidos, país en el que había enseñado lengua y literatura española en la Universidad de Albany, en el estado de Nueva York. Al llegar a Salamanca ya tenía detrás una obra novelística de peso: la trilogía Los gozos y las sombras, Don Juan y sobre todo La saga-fuga de JB. Sin embargo, aunque reconocido por la crítica y por una élite selecta y entendida, no era un autor de fama para el gran público. Fue viviendo en Salamanca cuando la obra de Gonzalo Torrente Ballester adquirió renombre universal: desde los dos domicilios que tuvo en nuestra ciudad salió para recoger los premios más importantes de la literatura en lengua española: el Planeta, el Príncipe de Asturias de las letras y el Cervantes. En la Universidad de Salamanca recibió su doctorado "honoris causa", un doctorado que no había obtenido de forma regular, porque se negó a presentar su tesis (El Quijote como juego) ante un tribunal de especialistas que "sabían de la obra de Cervantes mucho menos que él". También en su casa de la Gran Vía salmantina un triste día del invierno de 1999 le sorprendió la muerte, nominado perpetuo al premio Nobel de literatura.
Vamos a comenzar nuestro pequeño viaje siguiendo los pasos de D. Gonzalo en un lugar emblemático de Salamanca: la Plaza Mayor. En uno de los animados cafés, el más conocido, sin duda, el Novelty, encontramos una estatua que representa al escritor sentado. Les recomendamos que se levanten temprano una mañana de invierno y que contemplen la luz azul y difusa del sol entre la niebla y cómo aquél la va disipando, poco a poco, hasta que podemos ver el cielo, azul y limpio. Encontrarán que los estudiantes se apresuran a sus clases cruzando la plaza en diagonal, desde el arco de la calle Toro hasta el de la del Corrillo. El café de Novelty tiene fama.
Cuando ya la niebla ha levantado y el sol calienta algo las calles de la ciudad saldremos a nuestro paseo: giramos a la izquierda y tomamos la calle Toro. Justo en mitad de ésta, delante del número 39 nos paramos. Miramos hacia arriba. En la última planta del edificio estuvo la primera casa del escritor. Don Gonzalo vino a nuestra ciudad con una familia a la que no se podía llamar pequeña: siete hijos, adolescentes y niños, y una esposa. La nueva vivienda de Salamanca tenía que ser, necesariamente, amplia. La sala más impresionante de la casa era la biblioteca: miles de libros en lenguas diversas, una reproducción del famoso dibujo de Don Quijote y Sancho de Picasso y, en una esquina, la mejor iluminada, una mesita de trabajo con un brasero eléctrico: D. Gonzalo siempre dijo que lo único que necesitaba para escribir era, además de papel y lápiz, tener los pies calientes.
Cuando Torrente llegó a Salamanca lo hizo para tomar posesión de una plaza de catedrático de literatura en el Instituto de Bachillerato Torres Villarroel, y tuve la suerte de que ése fuera el instituto en el que yo estudiaba. Allí también acudirían casi todos sus hijos, y me hice amigo de los dos de más o menos mi misma edad: Álvaro y Jaime. En aquellos años de mi adolescencia yo tenía una ligera idea de que Torrente escribía libros, pero sobre todo era, para mí, el padre de mis amigos. Como D. Gonzalo tuvo siempre una gran afición por la música y, sobre todo, por los aparatos electrónicos, en su biblioteca nunca faltaba el mejor equipo de alta fidelidad que había en el mercado. Por eso, cuando los padres abandonaban la ciudad, inevitablemente aquella biblioteca se convertía en sala de audiciones y centro de fiestas de las amistades de los hijos.
Continuamos nuestro camino hasta el final de la Calle Toro. Giren hacia la derecha y sigan hasta una plaza donde se encontrarán con una estatua del dios Mercurio. Continúen caminando por la Gran Vía. Miren la segunda puerta del lado de la calle que no tiene soportales. Si levantan la cabeza, en el último piso, verán una terraza y quizá algunas plantas: esa casa, a la que se mudaron a principios de los años ochenta, fue la última en la que vivió la familia Torrente en Salamanca y la que todavía sigue habitando su viuda.
A pesar de que la vivienda de la calle Toro no era oscura, ésta aparecía bastante más soleada y amplia. El centro de la vida en ella no era tanto la biblioteca sino la acogedora sala de estar y la terraza contigua en el verano. Don Gonzalo acabó perdiendo vista en los últimos años de su vida y le resultaba muy difícil leer: le fue posible continuar con la escritura hasta poco antes de morir gracias a la ayuda de la tecnología. Disfrutaba con la conversación en aquella sala, por las tardes, tomando el té delante de la chimenea en el invierno. Yo, personalmente tengo un gratísimo recuerdo de aquellas charlas, en las que nos mostraba sus grandes conocimientos de historia, de literatura y, sobre todo, de la vida del ser humano. Varios días antes de venir yo por primera vez a Japón, me recibió en aquel lugar: era una tarde fría de finales de marzo. El, que había pasado por la experiencia de enseñar su idioma en el extranjero, me dio sus buenos consejos y me animó a seguir adelante. Guardo entre mis libros, como un tesoro, el ejemplar de su querida novela de juventud La bella durmiente va a la escuela con la dedicatoria de aquel día en su primera página: "A Santi, en su largo viaje, con todo mi cariño".
Seguiremos nuestro paseo por la Gran Vía. Hace algo de frío por la mañana, por eso, mejor caminamos por el lado de la derecha, no por la sombra. Admiraremos, al llegar a la plaza de la Constitución, la Torre del Aire, el bello edificio renacentista cuyo nombre utilizó Torrente como cabecera para una serie de sus artículos en prensa. Casi al final de la calle, al llegar a la de san Justo, giramos a la derecha, subimos la cuesta y nos encontramos con el edificio del Gran Hotel, del que ya hablamos en el artículo anterior. Don Gonzalo, muchas tardes, después de comer, recorría este mismo camino que acabamos de hacer nosotros, entraba en la tranquila cafetería del hotel y, junto a una taza humeante, escribía, corregía o pensaba en las aventuras de sus personajes. El día que D. Gonzalo cumplió ochenta años, al felicitarle, le pregunté que cuál consideraba él que era la mejor edad de un hombre. Él, con un tono socarrón de buen gallego, me respondió: "Hijo, aquella en la que uno vive". Mi consejo, ahora, por tanto, es que, también ustedes entren, se sienten tranquilamente, pidan, quizá, antes de comer, un aperitivo de los que el hotel tiene justa fama y, en el ambiente sosegado de este salón, mediten las palabras del escritor del que la Salamanca de principios del siglo XXI se enorgullece de haber nombrado hijo adoptivo. Y sobre todo, disfruten de este momento, en el que ahora viven.Sigue la ruta de este paseo en Google Maps.
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"¿La mejor edad de un hombre?, aquella en la que uno vive." ¡Cómo le hubiera gustado a Nietzsche esta respuesta! Me la apunto para no olvidarla.
ResponderEliminarRealmente que le hubiera gustado, y a los del zen lo mismo (aunque ya sabes que yo no soy uno de ellos).
ResponderEliminarComo a pesar de que uno escriba mil páginas nunca se puede decir todo te cuento que yo -que siempre he sido muy pesao- le presioné para que me diera una respuesta más concreta y me respondió que él pensaba que los 60 años eran la perfecta edad, porque conjugaban la sabiduría de la madurez con el relativo vigor del cuerpo (más o menos creo recordar que fue así: han pasado hoy exactamente veinte años ya).
En fin, vamos a vivir el día de hoy, que como dicen los americanos "es el primero del resto de nuestra vida".
Un abrazo.
Mi padre me dijo cuando yo andaba por los treinta que esa era la mejor edad porque se conservaba todo el vigor físico, se empezaba a tener cierta experiencia y se empezaba, también, lo que no era moco de pavo, a tener dinero propio en el bolsillo.
ResponderEliminarYo, me quedo a ojos ciegas con la de Torrente, pero no la de los sesenta si no "aquella en la que uno vive". Supongo que quiso decir aquella en la que uno lucha y hace cosas, aunque sean cochinadas, y no aquella en la que uno respira con el solo fin de oxigenar los recuerdos.
En casa de mis padres se decía, como en la canción, que los veinte años eran la edad mejor: ya ves tú cómo la verdad va por barrios.
ResponderEliminarEn cualquier caso perfectamente de acuerdo, sobre todo en lo de las cochinadas...
Para hacer cochinadas hay que saber hacerlas, el de la Vega debe ser un experto,no vendría mal unas clases teóricas de guarrerías!
ResponderEliminarImagino que Gonzalo Torrente Ballester quiso decir que sea como sea el presente, es lo único que uno tiene y por eso es la mejor edad, estés ivernando o en orgía.
Obviamente todos le hemos leído, le escuchamos y sabemos que el pensamiento de GTB era el que Carrasplás apunta. Con todo, la interpretación vitalista de Paco de la Vega -aunque no estrictamente torrentiana- me parece valiosa: uno se siente vivo cuando lucha, claro. Es de cajón.
ResponderEliminarCon respecto a lo de las lecciones teóricas de guarrerías, tanto él como yo, que somos de mucho largar, siempre estamos dispuestos a la labor docente. En mi caso, por desgracia, la experiencia es menguada y poco tengo que aportar. El suyo me parece diferente. Con respecto a las lecciones prácticas creo que él estará también encantado de impartirlas en siendo el alumnado del sexo femenino y entrando en la categoría del buen ver.
En cualquier caso, mejor preguntárselo al docente: no me gusta hacer de intermediario en materia harto delicada...